Sexpedida de soltera (24 page)

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Authors: Pandora Rebato

Tags: #Erótico, relato

—Oye. Nosotros no podemos entrar, pero dices que tú sí.

Narciso asiente mientras se lía otro porro.

—Vale. ¿Y si te doy esta cámara y tú entras a llevarle unas flores y haces unas fotos?

—Sí, no te jode. Les digo: «Pónganse juntos un segundito y digan patata…». De dónde has sacado a este pimpollo, Domingo, que me va a buscar la ruina…

—No, no, no, no. Yo no quiero una foto de ellos ahora. ¿No dices que están casados? Habrá alguna foto en esa casa de la boda, digo yo. De hecho, una foto de su boda sería más que suficiente. Mira, hacemos una cosa. Tú te llevas la cámara y, si lo consigues, te la regalo. ¿Qué me dices?

Narciso coge la cámara, que no abulta más que un paquete de tabaco, y le da un par de vueltas en la mano.

—¿Y si me la quedo y ya no te la devuelvo, chaval? —dice desafiante, pero la mirada de advertencia que le echa Domingo por encima de sus gafas de espejo imitación a RayBan le hacen cambiar de idea—. Bueno. Volved mañana a esta hora. A ver qué tengo.

Domingo se lleva a Pepe a conocer la noche del lunes en Marbella, mientras yo me blindo bajo la luna de Venecia para resistir los encantos de mi fotógrafo y del gerente del hotel, que rivaliza ahora con Luis a ver cuál de los dos me liga primero o termina antes con mi paciencia.

Al gerente se lo perdono porque es medio francés, medio italiano y habla un español con acento argentino lleno de galicismos y bastante desconcertante. Supongo que la mezcla de sangres le tendrá en ebullición hormonal continuamente y le hace especialmente vulnerable a los encantos femeninos. A Luis, sin embargo, estoy a punto de chillarle dos veces, pero me contengo hasta que nos dejan solos fotografiando las fantásticas vistas desde la azotea.

—¿Qué es lo que no entiendes de «no me voy a acostar contigo», Luis? Déjame en paz, no tiene gracia. Respétame un poco, por favor.

—Sólo estoy jugando, mujer, no te pongas así. Nunca te había molestado, Pandora. Déjame que te diga que te ha sentado fatal echarte novio. De hecho, desde que estás con él, te has vuelto insoportable. Además, no sé si te has dado cuenta, pero da igual lo que hagas, para él ya estás haciendo algo malo. ¿Cuántas veces te ha llamado hoy? ¿Dos docenas? Te está controlando más de lo que nadie te ha controlado en tu vida.

Me fastidia, me irrita, le odio. Sólo hemos pasado juntos medio día y ya sabe perfectamente de qué pie cojea mi relación. ¿Lo saben todos menos yo?

Juan Carlos marca el número y se deja caer sobre la cama. La última sesión de quimioterapia le ha sentado como un tiro y, aunque le han dejado marcharse a su casa, va de su cama al retrete con sensación de fiebre y una mueca de dolor y asco pintada en su cara.

Una voz femenina responde al tercer tono.

—Bodegas Vizconde de Pagos, dígame.

—Hola. Quisiera hablar con Javier Fernández Domingo, por favor. —Intenta dar a su voz la cavernosidad de sus mejores reportajes televisivos y casi lo consigue.

—No conozco a nadie con ese nombre aquí. ¿Está seguro del nombre de quien busca? —La chica suena tan convencida que el periodista la cree sin más.

—Vale, vamos a probar con este otro. ¿Le suena Héctor Álvarez Ríos?

—Sí que me suena, pero ya no trabaja en esta empresa, señor. Oiga, ¿con quién hablo? —La telefonista empieza a mosquearse, así que Juan Carlos se presenta antes de volver a la carga con más preguntas.

—¿Y se acuerda usted de cuánto hace que se marchó el enólogo?

—¿Cómo que enólogo? ¿Héctor? Debe de estar confundido, señor. Héctor era un trabajador eventual, un temporero.

La noticia hace que Juan Carlos se trague las náuseas y encuentre fuerzas para levantarse poco a poco de la cama. Como quiera que ninguno de los dos sabe muy bien cómo seguir, la mujer resuelve la situación y le proporciona a mi primer amante lo que en realidad quiere.

—¿Sabe qué? Creo que es mejor que hable directamente con doña Luisa de Pagos. Es la enóloga y la dueña de las bodegas y creo que conocía bien a ese hombre del que habla.

Dos canciones de hilo musical después, mi perspicaz Juan Carlos ya se ha hecho una idea de qué clase de relación pudo tener la dueña de las bodegas con un temporero para ser quien mejor le conocía en la empresa y que lo supieran todos, hasta la telefonista.

Pero aun así, cuando la comunicación se restablece, le sorprende escuchar al otro lado la voz de una mujer madura.

En tan sólo tres sesiones Laurita y Marcos logran poner orden en el galimatías.

Laurita hace unas cuantas capturas de pantalla y las ordena en un documento que le reenvía a Carmen antes de llamarla:

—El pájaro se llama de verdad Héctor Álvarez Ríos. No he conseguido encontrar la relación de este nombre ni del otro, el de Javier, con las bodegas esas en las que dice ser jefazo. Así es que supongo que es una trola. Javier Fernández Domingo no se encuentra en ningún sitio en Internet. Directamente no existe con ese nombre. Lo que sí he encontrado, metiéndome en los correos de Pandora, es la dirección desde la que le mandaba mensajes al principio. Y tirando de ese hilo sí hemos encontrado un perfil en Facebook con muy poca actividad. De hecho, está casi abandonado. Creo que un día tuvo hasta fotos, pero ahora está prácticamente vacío.

Carmen se ve obligada a interrumpir a Laura porque como vive en el siglo
XIX
, lo de las redes sociales es un completo misterio para ella.

—¿Se puede vaciar de contenido el Facebook ese?

—Casi sí. Pero tienes que saber hacerlo y a veces dejas pistas.

Javier ha dejado unas cuantas. Puede que haya intentado eliminar el perfil, pero no ha sabido cómo hacerlo y lo ha dejado prácticamente inactivo salvo por un pequeño detalle: se le ha olvidado avisar a sus conocidos y hay gente que sigue poniéndole cosas en el muro.

—¿Qué cosas?

—Pues yo diría que no todos son muy amigos suyos, porque hay un tipo que directamente le amenaza. Le dice cosas como que ya le pillará, que cuando le coja le va a dar de hostias de parte de su hermana… En fin, que le tiene ganas.

Carmen está un poco sorprendida por lo que oye y tiene más de una duda razonable.

—¿Qué es lo que se me escapa, niña? —pregunta un poco impaciente mientras le hacen señas desde la puerta de la sala de reuniones de la empresa que la contrata esta mañana.

Laurita no se puede creer la pregunta de su admirada Carmen.

—Pues que el hombre sin pasado tiene algunos enemigos; sus enemigos son, por lógica, nuestros aliados; y nosotros los hemos encontrado.

El martes Pepe ya está convencido de que Narciso se ha largado con su cámara y que tendrá que volverse a Madrid sólo con los datos que el jardinero les ha dado el día anterior. Domingo le mira pasear calle arriba calle abajo por la acera, mientras se fuma un pitillo tan tranquilo con la espalda pegada a la pared de la urbanización, buscando la anoréxica sombra del mediodía.

—Tranquilo, pollo. Vendrá —repite por segunda vez—. Los del módulo 1 de Alhaurín somos de fiar.

Pepe le mira con el rabillo del ojo, intentando averiguar si le está tomando el pelo. Pero media hora más tarde ven a Narciso salir de la urbanización por la puerta principal, con las manos en los bolsillos del mono y un pitillo pegado a los labios. El jardinero le tiende la cámara a Pepe, que se apresura a inspeccionar el resultado.

—A ver si te vale esto.

Y vale, vaya que si vale. En una de las imágenes, Pepe ve una fotografía en la que Javier viste un elegante esmoquin y a su lado aparece una mujer mayor, con el pelo blanco recogido en un moño y un discreto vestido de novia. Pepe sigue pasando y encuentra otra imagen de los dos en bañador en la playa y tiene que reconocer que, aunque la tal Dorothy sea mayor que Javier, es todavía una mujer hermosa y espléndida con aspecto de haber sido aún más bella en el pasado.

En la tercera imagen vuelven a aparecer los dos, esta vez acompañados de una tercera persona, un caballero de gesto amable, grandes entradas y ojos azules, con aspecto de extranjero, que aparece sentado a la izquierda de la mujer en la mesa en la que cenan los tres.

—Si no fuera porque sé de qué va esto, pensaría que es Javier o Héctor, como se llame, con sus padres… —comenta Pepe repasando las imágenes.

—Pues no. El hombre elegante se llama Patrick, es un amigo de la familia. Bueno, es amigo de ella, claro. Creo que es el director de una de las empresas de la señora, su abogado o algo así. Antes venía mucho, pero hace tiempo que no le veo, la verdad. Es viudo también. Su mujer murió hace unos meses.

—¿Se casaron aquí? —pregunta Pepe por curiosidad, al recapacitar sobre el atuendo de Javier, poco común en las bodas españolas.

—No lo sé. Yo creo que no. Se conocieron aquí, eso sí lo sé, porque él iba al campo de golf a jugar y allí se conocieron, pero creo que se casaron en la tierra de ella. Que debe de ser escocesa, inglesa o de por allí. Creo que alguna vez he visto otra foto de la boda, en la que salen con más gente, pero hoy no he tenido tiempo de buscarla. ¿Te vale con esto?

Pepe sonríe y extrae la tarjeta de memoria de la cámara antes de devolvérsela a Narciso, que la rechaza con un gesto.

—No, tío, quédatela, yo ya tengo una. Los ricos estos no pagan mal. Eso sí, te pido un favor: si le vas a meter mano a este cabrón, que sea limpio y rápido, pero no me la toquéis a ella, que me recuerda a mi vieja. Se me murió la mujer de los disgustos que le di y no quiero yo que esta pobre señora sufra por ese tipo. Y si necesitas cualquier cosa, llámame y me lo dices, chaval. Y tú y yo seguimos en contacto, Tijeritas. Por cierto, que no sé a qué te dedicas, pero si quieres yo aquí tengo curro para otro jardinero. Así es que… ya lo sabes.

En el AVE camino de Madrid, Pepe hace repaso de todo lo que ha averiguado sobre mi novio y se permite el lujo de indignarse.

Tanto que marca mi número dispuesto a contármelo todo, contraviniendo las órdenes de Juan Carlos, pero le salta mi buzón de voz.

Cuando aterrizo en Barajas a última hora de la tarde, veo su llamada perdida sin mensaje. Pienso en llamarle esa misma tarde o al día siguiente aprovechando que Javier no volverá hasta el jueves por la mañana.

No sé por qué no me sorprende la sospechosa habilidad de mi novio para encadenar sus viajes a los míos, porque es matemático: si yo desaparezco de Madrid, por el motivo que sea, él se las apaña para marcharse y volver dos o tres días después de mi regreso. Me hubiera quedado tan tranquila un día más en Venecia de haberlo sabido, pero la llamada de Javier me llega cuando ya estoy facturando el equipaje en el aeropuerto Marco Polo.

—Lo siento, princesa, me tengo que quedar en Huesca un par de días más. Se ha roto una de las máquinas frigoríficas más grandes y peligra la cosecha entera.

Me parece lo suficientemente importante como para no meter presión quejándome de que no haya nadie esperándome en Madrid.

Otra de las llamadas perdidas que tengo es de Julia, que me insta a presentarme al día siguiente en el periódico, «porque tengo noticias frescas que te van a interesar y mucho trabajo que hacer».

Suspiro, paro un taxi y me dejo caer tras darle la dirección de mi casa prometiéndome a mí misma que esa noche la pasaré sola, tranquila, me daré un baño y probaré de una vez ese vibrador sumergible que llevo semanas queriendo meter bajo el agua.

De hecho, me sorprende llegar a casa y no encontrarme a Laurita allí, con Marcos, como de costumbre, esquilmándome el mueble bar o echando un polvo en mi habitación. No sería la primera vez que tengo que cambiar las sábanas después de encontrar restos orgánicos de su novio sobre mi edredón y pelos de Laura por todas partes.

Mi regreso de Venecia, sin embargo, es mucho más tranquilo y disfruto de los maullidos de Prometeo mientras me lleno la bañera, deshago el equipaje y me meto en el agua caliente con mi juguete.

Desde que descubrí cómo se lo montaba mi prima Lucía con un payaso de feria (un muñeco de tómbola, quiero decir) cabalgando sobre su cara de plástico sin bragas sobre la cama y la imité un día con la almohada de la casa de la abuela, me he masturbado en infinidad de sitios, momentos y posturas.

Cuando era adolescente utilizaba principalmente mis manos y ponía la cama como escenario, pero según fui creciendo amplié el repertorio de objetos masturbadores y de lugares de masturbación.

Si bien la cama siguió siendo mi lugar favorito para practicar el amor propio, confieso haberme masturbado en el salón de mi casa, en la biblioteca de la facultad, en el coche conduciendo, en el coche yendo de copiloto, en el despacho escribiendo, en el baño del trabajo, en la piscina, en la playa, en el campo y, por supuesto, en el cine, que para eso se inventó la fila de los mancos. Siempre, eso sí, asegurándome de que nadie podía verme.

Pero nunca antes en la bañera de casa. Fundamentalmente porque soy más de ducharme que de bañarme y, sobre todo, porque se me baja la tensión con mucha facilidad.

Esa tarde, sin embargo, me da igual y, para rematar la faena, me llevo una copa de vino al baño y mi música preferida: Bruce Springsteen. Y allí entre los tres (el vibrador, la voz del Boss y yo) montamos tal concierto de orgasmos que, por primera vez desde que Carmen se mudó del piso de al lado, me llaman la atención golpeando con furia la pared. ¿Acaso hacen los azulejos caja de resonancia?

Tendré que preguntarlo porque no es la primera vez que servidora tiene un orgasmo en su vida, aunque es verdad que la situación me invita a desinhibirme y a gritarlo a los cuatro vientos, porque la tensión de los dos días manteniendo a raya a Luis y las fricciones de mi relación con Javier me han puesto al límite de olvidarme de mí en los últimos días.

Reconozco que los gritos que suelto me sorprenden hasta a mí, que soy de correrme a carcajadas más que de pegar alaridos como una posesa, pero debo de gritar tanto que el gato se asoma a la bañera alarmado por el jaleo y tengo que espantarle salpicándole con agua porque no pienso yo dejar la cosa en una única descarga.

Es más, en vista de que mi novio no está de cuerpo presente para disfrutar del espectáculo, pienso seguir masturbándome recordando el último fantástico polvo que echamos, mientras al juguete le duren las pilas.

Pero una cosa es lo que quieres hacer y otra muy distinta lo que haces y, dos orgasmos después, agotada del todo y con la tensión por los suelos, me arrastro fuera de la bañera y logro llegar hasta la cama, en la que me dejo caer desnuda, empapada y exhausta. Un segundo antes de quedarme dormida acierto a arroparme con el edredón para protegerme de los ásperos lametones de Prometeo.

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