Sexpedida de soltera (10 page)

Read Sexpedida de soltera Online

Authors: Pandora Rebato

Tags: #Erótico, relato

Pienso en reprocharle su comportamiento con mis amigos, pero en el último momento me olvido del consejo de Patri y opto por mostrarme más vulnerable de lo que ya soy. Patética.

—Siento mucho lo de Virginia. No calculé los daños. Lo escribí porque estoy tan contenta con lo de la boda que me parece que a todo el mundo la noticia le va hacer tan feliz como a nosotros…

Incluso después de decirlo, me suena a memez y a que lo ha pronunciado alguien extraño que posee mi cuerpo. ¿Quién es esta débil mental que se deja acorralar por un hombre en pleno arrebato de gallito machista? Obviamente no soy yo… ¿O sí? Desde que he apostado por esta relación, es cierto que me he vuelto algo más sensata y templada de la cuenta, más apocada quizá… ¡más imbécil!

Qué demonios.

Me miro el dedo donde una semana antes me deslizó simbólicamente una arandela del pan Bimbo mientras me pedía que me casara con él y supongo que es este ñoñismo patético que practicamos últimamente el que me aleja cada vez más de mi verdadero yo.

—Te he encargado un anillo en Tiffany. Van a tardar en traerlo —me dijo él—. Pero no quería dejar pasar ni un día más sin pedirte… No, sin suplicarte que me hagas el hombre más feliz del mundo y te cases conmigo.

No se le dice que no a una propuesta de matrimonio de esta guisa, pronunciada en la anodina tesitura de exprimir un zumo de naranja, cuando tienes los pelos hechos un lío recogidos con una pinza, la cara recién lavada y las bragas de ayer asomando por debajo de tu camiseta de dormir.

Obviamente, dejé que me colocara el presunto anillo en el dedo y le besé con más ternura que frenesí. El frenesí lo dejé para después, cuando le prometía, mientras me follaba de pie contra la pared, que mi regalo de compromiso sería esa sesión larga y completa de sexo anal que llevaba meses suplicándome…

Qué queréis que os diga. Una mala experiencia que tuve con Alfredo en el pasado dejó traumatizada a mi retaguardia, pero por un anillo de Tiffany estoy dispuesta a hacerle terapia doméstica a mi santa sede a base de lubricantes hasta que mi esfínter anal se emborrache del todo y, si hace falta, a encerrar al gato en el baño para que no se los coma. Y es que la culpa de que yo no pueda tomar por culo la tiene mi gato. En serio, no es una excusa.

Resulta que un día estaba en la cama con mi bombero, probando por enésima vez a ver si yo le cogía gusto a la penetración anal, cuando Prometeo, que es bastante equilibrista, abrió la puerta colgándose del manillar de un salto. Sigiloso como lo que es, un gato callejero, se aproximó a la cama y se sirvió una generosa ración del gel con el que Alfredo había embadurnado mi puerta trasera, caprichosamente infranqueable.

—¡Para, para, para! —Le grité mientras intentaba liberarme de sus manos que me aprisionaban las caderas.

—¿Por qué? Pero si ya la tengo dentro. Relájate, no me digas que te duele.

Trató de retenerme, pero me zafé de sus tenazas y me tiré de la cama para recoger del suelo al pobre Prometeo, que comenzaba a sentir los efectos de la solución química ingerida y vomitaba por las esquinas.

—Hay que joderse. Para una vez que lo conseguimos…

Alfredo mascullaba furioso de camino a casa de Ramón, el ex marido de Julia, que es veterinario y mi héroe, porque salvó a mi mascota.

—No sé si nos hemos precipitado con eso de casarnos, princesa.

No es que se me congele la sangre al oír eso, es que se me hace escarcha hasta en los jugos que el recuerdo de aquella mañana de sexo y petición de mano ha despertado en mi vagina.

—¿Qué?

—Yo te quiero infinito, Pandora. Pero no sé si es demasiada locura una boda. Quizá vamos muy deprisa. ¿No? ¿Qué es eso? ¿Estás llorando?

No tengo ni idea de qué sucede con mis endorfinas, pero sí, de hecho, estoy llorando (otra vez), y no precisamente de alegría, aunque la cosa suena a chantaje psicológico a la legua. Pero ya he dicho que hay una criatura débil y ñoña dentro de mi piel y, en lugar de contestarle como se merece y mandarle al carajo, me echo a llorar.

Se levanta y me lleva al sofá para que pueda recostarme contra su pecho mientras me acuna y me dice que no tiene que cambiar nada. Que no se trata de una suspensión, sino de un retraso en los planes para casarnos (que todavía, en cualquier caso, no tienen fecha) y que ha pensado que lo mejor es empezar viviendo juntos una temporada y hacernos pareja de hecho y, cuando pase algo de tiempo, pasar por la vicaría. Eso me hace más que feliz.

—¿Entonces? ¿Nos mudamos a otro piso o quieres que me vaya a tu casa? —le pregunto entre hipidos.

—Yo había pensado venirme aquí y alquilar mi piso, que es más pequeño. Aquí hay sitio de sobra. Hasta que nos casemos y compremos otra cosa a medias puede ser una solución temporal. ¿Qué te parece?

Demasiada información embota mi cabeza. Una petición de matrimonio, un intento de suicidio, mis amigos ofendidos y a la contra, un retraso en nuestra boda, una pareja de hecho y ahora una mudanza a mi casa (mi castillo), frente a la posibilidad cierta de volver a decepcionarle. En los pocos segundos que parece que me pienso su oferta, Javi introduce dos dedos por la cinturilla de mis vaqueros y desabrocha el botón. Su mano se cuela con agilidad entre mi sexo y mis bragas y juguetea con mi vulva como si acariciara un animal dormido al que no tuviera ningún miedo de despertar.

Mis flujos se descongelan y le inundan la mano mojando de paso mi vello, donde siento el calor y la fricción de su palma. Entre mis propios gemidos oigo que repite la pregunta.

—Dime, mi amor, ¿qué te parece?

Forcejeo para liberarme rápidamente de las botas y los vaqueros que me tienen aprisionada, pero me dejo las bragas. Me encanta la imagen de verme con la ropa interior puesta mientras me meten mano. Me excita sobremanera que me laman los pezones sin quitarme el sujetador, rescatándolos de la cárcel de copas y ballenas.

Y me vuelve loca sentir unos dedos reptando por debajo del tul de mis bragas para bañarse en la piscina de mi sexo.

Una vez, sorprendido por la inundación de mi vagina, me dijo un amante ocasional, de profesión humorista:

—Madre mía, pero ¿qué tienes ahí? ¡Que yo no sé nadar! Si lo sé me traigo el flotador, criatura. Voy a por un par de toallas y una fregona porque vas a mojar el suelo.

Mi chico no es tan ocurrente, pero sus manos largas y nudosas tienen incorporado un cronómetro capaz de calcular a la perfección los segundos de latencia en cada movimiento para volverme loca.

—¿Dentro de un mes te parece bien?

Estoy a punto de protestar, pero me doy cuenta de que no se refiere a lo que va a tardar en meterme los dedos, sino en mudarse a mi casa y, de repente, me parece una idea brillante.

—Sí… un mes…

No puedo decir ni una palabra más porque se cuela rápidamente dentro de mi cuerpo.

SEGUNDA PARTE

Cuando me despierto por la mañana Javi ya se ha ido. Tengo confusos recuerdos de mi novio vistiéndose de madrugada, utilizando la luz del móvil para encontrar su ropa sin molestarme y marchándose para coger el primer AVE a Málaga.

Los de la noche los tengo más claros. En el salón, Javier me arrancó un orgasmo sin demasiado esfuerzo (yo siempre he sido de orgasmo fácil) hundiendo sus manos en mi sexo. Después, le hice desnudar y le rogué que me penetrara por detrás mientras yo estaba tumbada boca abajo en el sofá. Cambiamos tres o cuatro veces de postura. A Javier le encanta moverme a su antojo una vez que nota mi orgasmo o yo se lo anuncio entre gemidos y risas.

Me gusta hablar durante el sexo. Siempre he pensado que mi voz excita a mis parejas, así es que la uso sin problemas para guiar y animar a mis amantes. Pero en plan erótico y cariñoso, no como si fuera un GPS. Sin embargo, a mi chico mi tono le parece insuficiente. Me lo hizo saber a las pocas semanas de conocernos, cuando fuimos de viaje a Marruecos cuatro días y viví mi versión particular de La pasión turca. Estábamos en nuestra habitación del hotel, en plena sesión de sexo tierno y romántico cuando empecé a susurrarle al oído.

—Me encanta lo que me haces, me gusta, qué bien, amor.

Javier se paró, me miró a los ojos y me dijo:

—Hablas como Heidi, vas a conseguir que se me baje. Dime algo fuerte, ¿o no sabes, niña pija?

Os mentiría si dijera que no me quedé muda de asombro. Pero me recuperé para soltarle:

—Cállate y fóllame.

«Bueno, no está mal para empezar», pensé. Pero a él le supo a poco y me exigió más.

—Pues, no. Voy a dejar de follarte hasta que me digas algo que me guste.

Así que ahí me quedé, soltando procacidades y burradas, una detrás de la otra, con su pene a medio camino entre mi sexo y la eternidad, que fue lo que tardé en dar con la palabra mágica:

—Métemela hasta que te suplique rendición.

Y he ahí que me ensartó como un espeto.

Nada que ver con la primera vez que nos acostamos, todo dulzura, besos y contacto total. No es que sea yo de posturas fijas.

Nada me parece más monótono que el sexo en una sola posición, pero tampoco soy amiga de convertir un encuentro sexual en una maratón de yoga (que si pásame la pierna por encima de la cabeza, que si echa para delante el pubis, que si gira la columna que no te veo la cara…), y aquella primera vez me pareció suficiente y romántica.

El lunes por la mañana, después de la fiesta del periódico, me esperaba en la redacción, a mi nombre, una caja con tres botellas de Vizconde de Pagos y una nota de Javier.

«Te mando un poco de vino por esa copa que no pudimos terminar. Puede que algún día me invites a cenar para celebrar que, por fin, sé de qué color son tus ojos. Gracias por tu sonrisa, Pandora».

Y un número de teléfono, que yo marqué, porque como mi madre siempre dice: «Es de bien nacido ser agradecido».

No sé cómo lo logró o, seguramente, fueron mis ganas de volver a verle ahora que ya sabía quién era, pero el caso es que terminamos cenando esa noche en mi casa y bebiendo vino en la cama, los dos de la misma copa, dándonos tragos de boca a boca y en un frenesí de labios y lenguas que, os podéis imaginar, terminó con ambos enredados entre las sábanas.

—No te voy a suplicar, pero me moriré en silencio si no vuelves a llamarme y me das a entender que esto sólo ha sido un polvo, porque necesito más de ti —me dijo.

Y a mí, que soy tonta del culo o me estoy haciendo mayor, se me llenó el corazón de violines, la cabeza de pájaros, el estómago de mariposas y el coño de flujo. Y volvimos a vernos. La semana siguiente ya estábamos haciendo planes juntos y pensando adónde iríamos a pasar las vacaciones de Navidad.

Pienso en todo eso esta mañana, mientras Javi va camino de Málaga y yo salgo perezosamente de la cama y me meto en la ducha sin quitarme ni la camiseta ni las bragas.

Cuando rescato mi teléfono de debajo del sofá tengo ya tres llamadas perdidas. La primera es de Elena, a las ocho y media de la mañana. Me pregunto si no está enferma.

—Hola. ¿Qué pasó anoche? ¿Le has mandado ya a la mierda?

Me siento tentada a ocultarle lo del aplazamiento de nuestra boda, pero pienso que, en realidad, todo sigue jugando a nuestro favor y que ahora tengo una mejor noticia que darle a mi amiga.

—No. Mejor que eso. ¡Va a mudarse a mi casa! Dentro de un mes. ¿Qué te parece?

El silencio al otro lado de la línea, cuando se trata de Elena, nunca es buena señal.

—¿Estás ahí?

—Sí, sí, perdona. Es que no sé qué decir. Me parece bien si a ti te parece bien, supongo… ¿Estás contenta? ¿Y la boda, para cuándo?

Por más que le explico a Elena el sorprendente cambio de humor de Javier cuando todos ellos se fueron, la pobre no lo entiende.

Insisto en que es una buena noticia y que un aplazamiento de la ceremonia no tiene que influir, de ningún modo, en mis planes ni a corto ni a largo plazo.

—Para el caso es lo mismo. No, es mejor. Porque va a estar en casa conmigo el mes que viene. Por cierto, que tengo que hacer sitio en el ropero. A lo mejor encuentro algo de ropa para tu fondo de armario.

Mi verborrea no despista nada a mi amiga.

—Oye, te voy a dar un consejo: no te deshagas de ropa por culpa de un tío. Guárdala en otro sitio o cuando él se marche no tendrás qué ponerte para ir a buscar a otro hombre.

—Qué burradas dices, hija mía.

—¿Sí? Pues eso me lo dijiste tú.

Tengo que reconocer que a veces no me reconozco en mis propias palabras, pero después de pensarlo durante unos segundos llego a la conclusión de que sí, de que ese pensamiento puede haber salido perfectamente de mi boca en otra época, cuando mi chico no existía en mi vida y no era yo la que hacía hueco en mis armarios, sino Elena. Afortunadamente para ella, me hizo caso y cuando aquel impresentable le puso los cuernos, sólo tuvo que empaquetar un par de cosas suyas y volver a sacar sus faldas cortas y sus escotes del altillo para colocarlos donde estaban antes.

Dos toques en mi móvil me desconcentran.

—Elena, me llama Javi. Luego te llamo. Un besooooo.

—Ya estoy en Málaga, Pandora. Voy a desconectar el teléfono un rato, mientras estoy con Virginia, que no quiero que se enfade más. ¿Ya te has levantado?

¿Con Virginia y a teléfono apagado? Me quedo un poco sorprendida de tanta sinceridad y, en su caso, me parece que es un motivo más para no desconfiar de él.

Le cuento lo de los armarios y le conmueve la idea.

—Dentro de unos días podrás traerte algunas cosas a casa. Por cierto, ¿cuándo vuelves?

Noto que titubea un poco.

—Bueno, es que… ya que estoy aquí creo que voy a aprovechar y visitar un par de vinotecas y restaurantes, porque el comercial de esta zona es un desastre. Voy a ver a algunos clientes. Así es que no sé… ¿Hoy es viernes? Pues seguramente volveré el martes o el miércoles. Siento no poder estar contigo el fin de semana, amor.

—No te preocupes, si yo tampoco voy a estar.

Y, según pronuncio estas palabras, me acuerdo de que se me olvidó contárselo anoche.

—¿Y eso? ¿Dónde vas a estar?

Otra vez ese tono de voz entre inquisitivo y cabreado me hace pensar que no le van a hacer ninguna gracia mis noticias.

—Ah, pues pensé que te lo había contado. Me voy esta tarde a Barcelona, al Salón Erótico. Me lo encargó ayer Julia y te lo iba a decir, pero se me pasó con lo de la mudanza y eso…

Tenía que haberle dicho que, como el día anterior entró como una hidra en mi casa, se me pasó decirle que me marchaba dos días a un festival con hombres y mujeres sudorosos y cachondos, excitados y follando por todas partes. Me guardo el borde afilado de mis comentarios para mí y espero el chaparrón.

Other books

Kiss in the Dark by Lauren Henderson
Urban Myth by James Raven
Watson's Choice by Gladys Mitchell
Time of Death by James Craig
The Land God Gave to Cain by Innes, Hammond;
The Bet by Ty Langston
Vintage by Susan Gloss
A Truck Full of Money by Tracy Kidder
Food for the Soul by Ceri Grenelle