Aunque yo no diría que la forma de conocernos Javier y yo fuera exactamente inconfesable o vergonzosa, sí es cierto que estuvo a años luz de ser convencional.
Lo pienso mientras conduzco distraídamente hacia casa. El enfrentamiento con Esther ha conseguido que esté aún más molesta de lo que ya estaba por la decisión que tengo que tomar. Siempre es y será así en todo lo referente a mi chico.
Básicamente porque, aunque Esther lo niegue, yo sé (y ella también) que la noche en que nos conocimos, Javier me prefirió a mí antes que a ella. Me he guardado mucho de difundir esta información de tanto valor estratégico, pero las dos lo sabemos y la rubia maligna aprovecha cualquier ocasión que tiene a su alcance para intentar hacerme sentir rastrera.
Hoy casi lo ha logrado, así que, para no tentar demasiado mi suerte con la pérfida víbora, el resto del día lo he pasado trabajando en silencio con Julia y murmurando maldiciones gitanas contra la arpía. Si algún día le salen escamas en el culo y verrugas con pelos en la cara, que nadie se extrañe: fui yo.
Ya en el coche, el olor de la colonia de Javi (que se impregnó en la tapicería después de nuestro último revolcón, hace unas horas) me borra de la mente a la bruja cambiando su preciosa y traicionera cara por el recuerdo del fantástico pene de mi chico escapándose erecto y bien erecto en cuanto se soltó un segundo botón de los vaqueros. No hace de eso ni veinticuatro horas.
—¿Es que tú nunca usas ropa interior? —le pregunté fingiendo un enfado que no sentía.
Aquella costumbre suya me había sorprendido al principio.
Pero cuatro meses después de la primera vez que le vi bajarse el pantalón y
presentarme armas
sin más con aquel miembro algo más grande que el de la media nacional (que no está mal, la verdad), aún contengo el aliento cuando se desnuda, esperando ver aparecer un calzoncillo, un slip… ¡aunque sea un tanga!
—Desde que te conozco, no. Acaríciame, princesa.
Y yo, como soy muy bien mandada, empecé a alternar la palanca de cambios con su verga y le hice disfrutar lo suyo. Claro que, al ir a meter quinta me equivoqué de herramienta, y le pegué un tirón que le hizo soltar un alarido. Casi nos estrellamos, por lo que, para no provocar una catástrofe, abandoné la autovía en la siguiente salida y detuve el coche en el arcén para atender como se merecía al pobre pene herido de mi chico. Tengo comprobado desde hace mucho tiempo el extraordinario poder curativo de una buena felación.
Además de mojar mis bragas con el recuerdo, el perfume de Javier me devuelve a aquella noche en que nos conocimos. Mejor dicho: a la noche en que nos vimos por primera vez, porque conocernos, aunque fuera por escrito, ya veníamos haciéndolo desde hacía unos cuantos meses.
Nuestra historia es una de esas que, cuando se la cuentas a tus amigas, te miran como diciendo: «Sí, claro, ¿y qué más, tía? Me estás tangando». Pero no. Ni broma, ni exageración, ni mentira… sólo pura y simple magia (¿se me ha escapado a mí esta cursilada?).
Se había puesto en contacto conmigo a los pocos meses de empezar a publicarse
La cama de Pandora
. Cuando Raúl, ese amigocachorro (vulgo pagafantas) que tenemos todas las chicas, me configuró la página de Facebook, le pusimos los dibujos de Luci Gutiérrez, mi fantástica ilustradora, y nos santiguamos a la espera de ver qué sucedía. Y lo que pasó fue que cientos de personas se unieron a ella y creamos una pequeña comunidad de lectores y contertulios ávidos de comentar los relatos y toda noticia referente al sexo que dejáramos colgados por allí.
Javier se unió un día del primer mes, cuando todavía éramos poco más de quinientas personas, y estuvo mucho tiempo en
stand by
, sin decir nada. Sin embargo, en cuanto tuve una dirección de correo electrónico no perdió ni un segundo: se volvió activo y empezó a llenarme el buzón de mensajes.
«Me imagino tu boca. No puedo parar de pensar en que tus labios están llenos y que el aliento que se escapa entre ellos sabe a noche salada y a estrellas de mar». Yo nunca he chupado una estrella de mar y en cuanto a la «noche salada»… No sé, me pareció tan cursi que me hizo gracia. Así empecé a contestar sus mensajes, a veces con obviedades, a veces con algo parecido a la curiosidad.
Un día, sin venir a cuento, me invitó a un café (que rechacé), a un paseo (que rechacé también) y a chatear por la noche en Facebook. Aquella tarde, creo recordar, yo había quedado con Pepe, uno de mis follamigos más cumplidores, y no tenía ninguna intención de perderme su insaciable curiosidad por averiguar de cuántas formas distintas soy capaz de correrme. Por eso le despaché sin más.
Al día siguiente, sus correos seguían allí. Y al siguiente también y al otro.
Siempre me mandaba algún poema. Un día me envió una foto y comprobé que además de los ojos con los que se identificaba en su prácticamente inactivo perfil de Facebook, tenía cara y cuerpo.
Y vaya cara y vaya cuerpo… La mañana que abrí ese correo y me topé con su rostro debí de observar la pantalla con un poco más de intención en la mirada de lo habitual, porque Julia me estudió durante un rato y finalmente me dijo:
—Ya puede estar bueno, porque te has quedado pasmada.
—¿Eh?
Casi ni la entendí.
—Lo que yo decía. ¿Me permites?
Y se asomó a mi pantalla, donde tenía la instantánea de Javier en vaqueros y sin camiseta. Era un plano medio que dejaba entrever el indefinido color de sus ojos y las interesantes canas de su pelo despeinado estudiadamente, sus músculos cincelados en las justas (ni más ni menos) sesiones de gimnasio y un bronceado tirando a moreno de mar Caribe. Las dos nos quedamos unos segundos mudas. Tuve que leer un par de veces el encabezamiento del mensaje para cerciorarme de que aquel bombón era el tipo cursi que me mandaba versos imposibles con ensoñaciones sobre mi cuerpo, puestas de sol y campos de amapolas. Hace falta ser pardillo…
—No me gusta su mirada. Es turbia.
Me sorprendió la reacción de Julia.
—¿Turbia? Yo diría que se hace el interesante. Está bueno y lo sabe, se gusta, sale guapo… En todo caso tiene mirada de «perdona que te enamore», diría yo.
—De lo que tú digas, pero no me gusta, Pandora. Ten cuidado con ése.
Su advertencia me recordó mi promesa.
—No te preocupes, es un lector. No vamos a quedar. Ya sabes cómo funciona esto.
Mi referencia a la norma no escrita que respeto desde el principio de los tiempos (no quedar con nadie a quien conozca a través de mis relatos), hizo que mi jefa se relajara y asintió distraída mientras yo le echaba un último vistazo a aquel torso que, pensaba, nunca iba a tener entre mis brazos.
Mi jefa sabía perfectamente mis reticencias a relacionarme con gente que me enviara correos por los relatos de
La cama
. Desde que abrimos la cuenta de email, no hacían más que llegar mensajes, muchos de ellos de jóvenes aspirantes a una cita.
Después de coquetear con la idea de quedar con alguno, la descarté más que nada por prudencia.
—Sí, eso. Tú empieza a follarte a tus fans y vas a tener más partidarios que el presidente del Gobierno, aunque últimamente eso no es muy difícil… Podrías hasta presentarte a las elecciones.
No hay como poner en común las ideas para ver, con los ojos de otro, que la tuya es la más peregrina de todas. Así que, por mucho que les pesase a decenas de lectores de
La cama
, eché cerrojazo a la posibilidad de pasar por la misma ligándose previamente a Pandora.
—Vale, pero eso reduce mucho mis posibilidades de conocer a gente nueva e interesante… —dije constatando algo que me pareció un hecho.
—Tampoco será para tanto, superventas. Que no eres ni Julia Navarro ni Carmen Rigalt, bonita. Y, en todo caso, siempre puedes irte de viaje y ampliar tus horizontes.
Qué sería de mi sensatez sin la ironía de Julia, quien se encarga de ponerme lastres para que no se me levanten los pies del suelo.
Con el anuncio de nuestra boda sobre mi conciencia, los semáforos en rojo camino de casa me dan la oportunidad de recrearme en el recuerdo de aquella noche en que Javier y yo nos vimos cara a cara por primera vez.
En realidad no hace tanto tiempo. ¿Cuánto? ¿Cuatro meses?
Fue en la última fiesta del periódico a la que fui con Julia, después de mucho discutir con ella, porque a ella no le apetecía nada y yo, por nada del mundo, quería perdérmela.
—No seas tan perezosa. ¿Qué te cuesta? ¿Tienes algo mejor que hacer? Ponte ese vestido negro del que siempre me hablas y vámonos.
—No me cabe. Me queda estrecho —dijo lamiendo la cuchara con la que se acababa de zampar el último trozo de tarta de queso que esta vez había tenido a bien compartir conmigo.
Estaba claro que no tenía un buen día, así que cuando por fin la convencí de que se pusiera un top y unos pantalones y me acompañara a la fiesta sabía que, de todas formas, iba a ser un visto y no visto, porque a última hora sentí que yo tampoco estaba de humor.
Había cientos de personas en el Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid, completamente desconocido con una moqueta inmensa, grandes pantallas, un escenario, mesitas, camareros y un montón de gente vestida a propósito para la ocasión.
A cada paso encontramos presidentes y ex presidentes del Gobierno, ministros, políticos de distinto rango y procedencia, deportistas (media plantilla del Real Madrid vestidos de niños buenos paseó por la alfombra roja), escritores, actores, modelos, empresarios, intelectuales, diplomáticos y famosos de toda calaña y condición, en lo que parecía una inmensa pasarela por la que se enseñoreaba media España.
A salvo dentro de mi vestido rojo de raso, con mi flor en el pelo y encaramada a unos taconazos de charol de Nine West, más que guapa, me sentía segura y diferente. Eso, a pesar de que había tenido durante todo el día una incómoda presunción de vulnerabilidad que hacía años que no padecía. El motivo estaba, en cualquier caso, perfectamente localizado.
—Ayer me acosté con Alfredo… con Orzowei —le solté a Julia a bocajarro.
Pero ella, de entrada, no se dio por aludida, o más bien pensó que me había entendido mal. Sus razones tenía: nunca me había acostado hasta entonces con un ex novio.
—Habla más alto. Te he entendido que ayer te liaste con Alfredo. ¿Qué es lo que has dicho?
Asentí con la cabeza y cuando le iba a contestar, alguien la cogió del brazo y se la llevó a un lado. Era un sujeto raro con pinta de plasta y una pajarita de lunares rojos que llevaba toda la noche haciéndole guiños, copa en alto.
—Dame cinco minutos, diez como mucho, y ven a rescatarme, por favor —me susurró antes de volver la cara hacia donde estaba el tipo, sonreír forzadamente y comenzar a asentir de forma ausente y mecánica a todo lo que le decía.
Me alejé un poco y me dediqué a buscar alrededor a la gente que conocía, por si podía entretener la espera con alguien. Y para no pensar en Alfredo y nuestra patética recaída. En un revuelo de ministros, alcaldes, presidentes y ex presidentes, creí intuir a Pedro J.; vi a Fernando, cerca de las escaleras, riendo a carcajadas con otros redactores de la casa; a varias chicas de marketing , todas elegantísimas, charlando entre sí, como siempre; un corro con la sección completa de Cultura, salpicada por la presencia de varios escritores consagrados y a Esther, que conspiraba o coqueteaba, en su caso nunca se sabe, con un tipo al que no reconocí de espaldas.
Me recreé en contemplar con envidia su precioso traje de noche y el collar de piedras verdes que lucía. Eran de bisutería, pero a juego con su vestido de seda color hierba parecían las mismísimas esmeraldas de Elizabeth Taylor.
Durante un segundo, mis ojos se cruzaron con los suyos y creí vislumbrar un brillo duro en su mirada. Después la vi acercarse al oído de su acompañante para decirle algo y retiré la vista.
«Ya está. Ya ha ligado. Supongo que estará encantada porque ella está hablando con un tipo guapísimo y a mí me miran muchos, pero todos de lejos».
—Estás tan impresionante que das miedo. Eres como el Sol: hay que observarte a distancia, porque nadie cree que vaya a sobrevivir si se acerca demasiado a ti. Todos los hombres de la fiesta están acojonados, pero no paran de mirarte. Eres hipnótica.
Le reconocí antes de verle por la retahíla de piropos que me dijo acariciándome la nuca con el viento que mecían sus palabras.
—Luis, me parece que esta vez se te ha ido la mano —le dije divertida mientras le besaba en las mejillas.
—¿Por qué dices eso? ¿Acaso no es verdad?
—No sé, tal como lo has dicho, parecía que hablabas de la novia de Drácula.
Mi entretenimiento preferido dentro del periódico es poner nervioso a Luis Martín Solís. O Luis M. Solís, como a él le gusta que le firmen las fotos. Es uno de esos fotógrafos de prensa reconvertidos en cámaras de vídeo, artistas frustrados, que se ven obligados a desgastar su talento en larguísimas guardias en la puerta de algún juzgado a la espera de que termine de declarar el juez estrella o el delincuente del momento.
Hubo un tiempo en que, según asegura él mismo, hizo reportajes de moda, aunque nunca he visto ni una foto suya publicada en una revista, y he trabajado en unas cuantas. Pero me cae bien, y es guapo, así que no me apetece sacarle los colores cuestionando su trayectoria. Luis vive de ilusiones. Como cuando se acerca a mi mesa todas las semanas, después de leerse mi relato, y fantasea con que lo que cuento nos ha podido pasar a nosotros.
Pero no. Es imposible, porque yo con Luis no llegué a acostarme nunca, aunque estuvimos cerca una vez que nos fuimos a hacer un reportaje, empezó a llover y acabamos en su coche comiéndonos a besos. Sólo fue eso. Su lengua en mi boca y mis labios mordisqueando los suyos, flojito, como tentando a la suerte, hasta que entreabrí los ojos y casi me deslumbró el rojo de la tapicería de un asiento de niño.
«¡Coño!», me había olvidado de Óscar, su hijo de cinco años, fruto de una relación irresponsable con una fotógrafa que tenía un espíritu más canalla incluso que el suyo. Y más nómada. La cosa no duró mucho, pero se materializó en un crío listo como un zorro, con los ojos abiertos como las compuertas de un pantano, dispuesto a procesar toda la información del universo en un segundo.
La madre de Óscar a veces tiene que salir pitando a cualquier parte del mundo, por eso no es raro ver a Luis con el niño haciendo coberturas vespertinas.