La voz de Fernando nos sobresalta, no porque suene enfadado (incluso cuando está furioso suena más a irónico con recochineo que a otra cosa), sino porque llega sigiloso y no le oímos hasta que su orden nos hace dar un salto.
Ese tipo de invitaciones no permiten discusión alguna, así que mi jefa y yo le seguimos por el pasillo mirándonos la una a la otra con los ojos prácticamente fuera de las órbitas.
Fernando es un jefe estupendo, todo el mundo lo sabe. Es exigente, correcto y acepta sin discutir un no por respuesta, aunque sólo después de verte sufrir como un condenado para sacar sin éxito una noticia. Sabe elogiar el esfuerzo y los buenos resultados y eso es una virtud muy poco extendida en según qué ambientes de trabajo. Pero también es cierto que tiene poca tolerancia con los errores evitables y con las tonterías y, en este momento, no las tengo todas conmigo de cuál de las dos cosas es lo que me lleva de cabeza (y a Julia) a su despacho.
Nunca le he visto enfadado. Lo suyo es más la mirada paternal del tipo «Me has decepcionado». Una vez se la echó a Julia y la pobre salió haciendo pucheros de su guarida. Cada vez que entro en esa sala (cuya decoración
kitsch
es sospechosamente impropia de su carácter) y le miro a la cara, cruzo los dedos para no encontrarme con ese gesto demoledor.
Antes de llegar se me ha cortado la circulación por la fuerza con la que tengo los dedos cruzados y comienzo a sentir un hormigueo en las yemas de sendos índices.
—¿Hemos hecho algo? ¿Se nos ha pasado algún tema importante? ¿La hemos cagado en algún titular?
Trato de forzar el corporativismo de Julia utilizando el plural mientras le bombardeo preguntas en la oreja cuando todavía estamos fuera del alcance del oído de tísico de nuestro jefe, que ha desaparecido por la puerta de su cubículo. Sin embargo, su respuesta (básicamente porque la muy traidora la pronuncia en voz alta mientras franquea la entrada) sí le llega con claridad:
—Esto no tiene nada que ver conmigo, Pandora. Esto es por lo que acabas de publicar en tu blog.
—Muy aguda, sí señora.
Con un gesto de ambas manos, Fernando nos invita a sentarnos y mientras lo hacemos me observa como si fuera la primera vez que me ve en su vida. Se sienta y, durante un rato, se dedica a contemplarme con los brazos cruzados y una mano tapándose la boca.
Sobra decir que a mí, que nunca me ha importado que me miren, me empieza a subir tal rubor por el cuello y las mejillas que, más que intranquila, empiezo a ponerme nerviosa. «Piensa en algo frío. Como… un helado. ¡Eso es!», me animo. «Un helado. Imagina que tienes un helado o, mejor, un polo y lo chupas. Sacas la lengua y la dejas resbalar por el lateral mientras el hielo intenta atraparla, pero tú sigues chupando…».
Obviamente, tengo que dejar de pensar en el dichoso polo porque estoy empezando a sentir la lengua tumefacta y lo erótico de la escena me está provocando más calor todavía. Así que cojo un periódico económico de encima de la mesa y comienzo a abanicarme con las páginas color salmón.
En esperas inciertas como ésa me resulta imposible evitar la asociación de ideas, así que, casi sin querer, deslizo la mirada en busca de las manchas blancas de
kefir
que, gracias a mi proverbial mala pata, hace casi un año nos metieron en un aprieto a Fernando y a mí. Fue una de esas cosas absurdas que no tendría mayor importancia si no fuera yo quien soy y él quien me da rienda suelta y apoya mis ideas más calenturientas.
Resultó que aquella mañana de verano, muy temprano, el jefe me llamó a casa para convocarme a una reunión urgente en su despacho. Como aquel día yo no tenía previsto levantarme tan pronto, no tuve más remedio que echar a Carlos (un encanto de follamigo) literalmente de la cama. En vista de que no tenía tiempo de cumplir con mis rutinas habituales, opté por saltarme el desayuno, me duché rápidamente, me vestí y salí corriendo de casa, no sin antes coger mi
kefir
de soja y meterlo en un
tupper
recién sacado del lavavajillas. No debí hacerlo. Fue como conectar un detonador a una carga explosiva y activar la cuenta atrás.
Para los que no sepan de qué hablo, el
kefir
es un invento tan antiguo como el mundo que, según mi padre, ya tomaba mi abuela.
Se trata de un hongo que tiene la facultad de hacer fermentar la leche (a mí me gusta más con soja) y la convierte en una especie de yogur líquido ligeramente gasificado con un montón de propiedades beneficiosas. Una vez se separa el hongo del yogur, éste hay que guardarlo en la nevera ya que es sumamente inestable a temperatura ambiente. Sobre todo si el ambiente está, como estaba, a más de treinta grados a la sombra y a casi cuarenta en la oficina, porque los de mantenimiento seguían empeñados en que, congelando la redacción por la noche, no hace calor por la mañana y no hace falta poner el aire acondicionado hasta la hora del cierre.
Al final llegué en un tiempo récord a la cita, pero sudando a mares porque se había estropeado el climatizador de mi coche. Me metí directamente en el despacho de mi jefe y me dejé caer en la primera silla que vi. Un poco sorprendida, me di cuenta de que yo era la primera en llegar.
—Relájate, Pandora, que eres la primera. Los demás están de camino. ¿Quieres un café?
Y yo, después de suspirar y maldecirle por lo bajo por boicotear mi apetitoso polvo mañanero y mis tostadas, le pedí permiso para beberme allí mismo el yogur.
—En vista de que no he podido desayunar, espero que no te importe.
—Para nada, mujer, estás en tu casa.
Y mientras él se levantaba de la silla y contaba las monedas para sacarse uno de esos indigestos líquidos marrones de la máquina, agité con energía el
tupper
en el que llevaba mi
kefir
para mezclar la crema y el suero. Eso debió de ser precisamente lo que provocó el estallido final de mi tartera (junto al calor reconcentrado de mi coche, el de la calle, el del secado del lavavajillas y el de la oficina). Al intentar desenroscar la tapa, el yogur salió disparado, haciendo el efecto
pop
de un descorche de champán y regando por aspersión la mesa, la moqueta, la pared, la bragueta y parte de la pernera izquierda del pantalón de mi jefe y a mí, que estaba sentada, la pechera de la camisa, la cara, el cuello y parte del pelo.
Aquel día comprobé que Fernando, además de ser un gran jefe, es un alma de Dios, porque en lugar de montar en cólera y asesinarme con sus propias manos, sacó con parsimonia un paquete de pañuelos de papel del cajón y lo colocó con cuidado sobre la mesa mientras me miraba como si esperase que yo le dijera por dónde tenía que empezar.
Después de tres segundos eternos de inmovilidad y silencio, en los que ninguno de los dos sabíamos si echarnos a reír era lo más aconsejable dadas las circunstancias (dos adultos a puerta cerrada en un despacho con los pantalones, él, y el escote, yo, manchados de una sustancia blanca, espesa y ligeramente viscosa, y las carcajadas oyéndose hasta por el hueco de la escalera), Fernando se aclaró la voz.
—Ejem… Bueno, ¿quién sale antes? ¿Tú o yo? —me preguntó ceremonioso mientras se limpiaba con un kleenex cuidadosamente la bragueta.
—Uf, en realidad, si te acercas un poco no parece, bueno, ya sabes. Lo malo es que tienes unos grumos justo ahí… ¡Qué desastre! Déjame que te ayude a limpiarte…
El balbuceo nervioso es mi especialidad en momentos delicados, y la de Fernando ponerme los pies en la tierra.
—Mejor no me toques, que todavía entra alguien y la liamos. ¿Sales tú o salgo yo? —repitió un poco impaciente.
—Esto… Dame treinta segundos de ventaja.
Y me escabullí de su oficina, oculta tras un periódico, evitando la mirada atónita de su secretaria, que, además de ser discreta, es de una eficacia demostrada, porque consiguió unos pantalones nuevos para su jefe en menos de veinte minutos.
Me lo imagino al pobre saliendo del despacho con un diario desplegado entre la cintura y las rodillas, para llamarla y explicarle sucintamente nuestro pequeño accidente.
Yo aproveché que la reunión se suspendía hasta media mañana para volar hasta el centro comercial más cercano y comprarme una digna sustituta de mi camisa azul marino de Calvin Klein que lucía unos sospechosos lamparones blancos. Pero abandonar sin ser vista la oficina no fue una tarea fácil.
Había logrado sortear a las pocas personas que a aquellas horas pululaban medio dormidas por la redacción, hasta que me quedé atascada en el torno de seguridad mientras intentaba salir, porque mi tarjeta, como pasa la mitad de las veces, no funcionaba. Para colmo de males, por la puerta de entrada apareció la indeseable de Esther, con su odioso y fragante aspecto y su risueña y aún más odiosa sonrisa.
Cuando vi su óvalo perfecto, redefinido con un maquillaje ni escandaloso ni inexistente, y enmarcado por su cabello color oro con rizos naturales que tenían vida propia (los condenados sabían flotar al compás de sus giros de cabeza), me temí lo peor. Frente a su aspecto impecable me quedaba el consuelo de pensar que, como se pasaba el día sonriendo tontamente sin parar y tomando rayos UVA, dentro de unos años tendría la cara llena de arrugas de expresión. A lo mejor un día se inyectaría bótox y acabaría pareciendo una bolsa de agua a punto de reventar.
Aunque intenté ocultar mis manchas, se acercó tanto para abrirme el torno con su tarjeta (qué amable ella…) que vio perfectamente el aspecto pringoso de mi camisa. Por supuesto, me sonrió como siempre, pero a mí no me engaña. No tengo manera de probarlo (y, para ser sincera, en el fondo me da igual), pero creo que fue ella, la muy víbora, quien difundió por la redacción aquel día el mote de Pandora Lewinsky que sufrí durante meses como una condena.
Por su culpa, desde entonces no he podido volver a vestirme de azul marino para ir a trabajar (color que, por cierto, me sienta muy bien), ni he vuelto a ponerme aquella camisa. Pero eso fue porque le cogí un poco de manía, pues lo cierto es que las manchas desaparecieron con la misma facilidad con la que Consuelo, la eficiente y resignada señora de la limpieza, eliminó los restos de la moqueta roja del despacho de Fernando.
En definitiva, es mi impresión durante la minuciosa inspección ocular que hago mientras él busca todavía cómo abordar el asunto por el que nos ha llamado a Julia y a mí a su despacho esta mañana, justo cuando acabo de anunciar mi boda en el blog.
Supongo que al verme mirando de cerca su alfombra, él también se ha acordado del triste episodio del
kefir
, porque se ruboriza un poco cuando por fin vuelve al mundo. Se aclara la voz, como aquel día, lo que me hace esbozar una ligera sonrisa, antes de preguntarme con el tono más dulcemente irónico que puede:
—¿Qué ha sido eso de que vas a «desentrañar los misterios de las parejas estables, felices y enamoradas»? ¿De verdad crees que la gente está deseando que les cuentes cómo es o debería ser su vida?
—Obviamente no te gusta la idea —aventuro con una sonrisa.
—Es una pésima idea —tercia Julia sin mirarme, y en este momento deseo asesinarla.
—Bueno, vamos a darle una vuelta. No tiene por qué ser un blog sobre problemas domésticos. Aunque estoy segura de que mucha gente agradecería verse reflejada en otra pareja, leer rutinas parecidas a las suyas, aprender algunos trucos para reactivar las relaciones sexuales que han perdido el interés…
Hasta yo misma me empiezo a dar cuenta de que he metido la pata, y debido a ello mi voz se va diluyendo al mismo tiempo que mi convicción.
—La serie se llama
La cama de Pandora
, no
La plancha de Pandora
o
Pandora y sus
pelusas
. Y se llama así por algo. Seguro que no hace falta que te explique por qué. Me parece un cambio demasiado brusco pasar de la versión cómica de
Diario de una
ninfómana
a
Pandora y los siete enanitos
, salvo que en el relato Pandora se folle a los siete, claro … Y no te tomes a mal lo de ninfómana, por favor, ya sabes que yo no creo que seas una ninfómana, sólo es un decir.
Fernando ha cogido carrerilla y, con lo que le cuesta manifestar su opinión sobre el fondo de mis relatos sin ponerse colorado, no me extraña que no me deje interrumpirle.
—Así es que ya nos dirás qué hacemos. Si te casas o no te casas, me da igual. Por cierto, enhorabuena. Pero la serie tiene que seguir como hasta ahora o se tiene que acabar. Tú decides. Julia cree que, además de centrarte un poco en las historias de tus amigas, podrías seguir contando cosas antiguas y echarle un poco de imaginación al resto. Nadie te pide que destripes tu… vida íntima matrimonial en el blog, pero no quiero que se convierta en la crónica de cómo te han salido las lentejas y del asco que te da lavar tus braguitas de encaje con sus calcetines de deporte. No sé si me explico…
Mi silencio les contagia a los dos y nos quedamos los tres callados un rato.
Ellos mirándome a mí y yo mirando un punto indefinido encima de la mesa y pensando.
Por qué no me había planteado en ningún momento que la decisión de casarme pudiera afectar a mi trabajo o que fuera un problema para la continuidad del blog si yo me acuesto de ahora en adelante con la misma persona. Pero… obviamente, la historia está a punto de cambiar. Si hasta ahora he tirado de vivencias personales (más o menos adornadas, pero reales) gracias a mi errática pero sexualmente enriquecedora y divertida trayectoria sentimental, ¿qué voy a contar a partir de ahora? Está claro que la peregrina idea de los misterios de las parejas felices queda descartada. Así es que…
—Seguir como hasta ahora o acabar con
La cama
, ¿no? —pregunto sólo para ganar tiempo.
—Eso es.
—Tú puedes hacerlo, Pandora. Te he visto contar historias durante meses. No tengo ninguna duda de que eres capaz de echarle un poco de imaginación y seguir como si no pasara nada.
La confianza de Julia me conmueve durante unos instantes, antes de que me eche en cara:
—Lo que no entiendo es por qué has escrito en el blog hoy que te casas y las demás bobadas. ¿Qué pretendes? ¡Es casi una renuncia a seguir escribiendo la serie! Bueno, igual estás a tiempo de borrarlo y contar otra cosa. Sólo lleva ahí un rato. Puede que no lo haya visto nadie…
Después de la llamada de Elena sé que ya está hecho. Y para corroborar mis temores, Fernando teclea un par de cosas en su ordenador (maldita sea la hora en la que se hizo fan de mi página en Facebook) y anuncia con voz pesarosa: