Sexpedida de soltera (9 page)

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Authors: Pandora Rebato

Tags: #Erótico, relato

—No nos fiamos de él. Ninguno de nosotros. Y hablando de investigarle…, no me parece mala idea. Seguro que a ti te vale con lo que te ha contado, pero yo de ti echaría un vistazo. Y por cierto, espero que hayáis resuelto aquel minúsculo desacuerdo sobre la separación de bienes antes de casaros…

Lo que Carmen insinúa hace que Patricia se remueva un poco incómoda. Los demás me miran
ojipláticos
, como si asistiesen a una declaración de guerra. Absurdo, todos ellos saben que yo soy capaz de cualquier cosa con tal de no discutir. Odio las broncas.

Pero sé que tiene razón y no, todavía no lo hemos resuelto. Lo hemos discutido doscientas veces y no consigo que entre en razón.

Para él es signo de desconfianza optar por la separación de bienes en lugar de los bienes gananciales y por más que he intentado convencerle por las buenas y por las malas (las malas en mi caso tienen un componente erótico incluido), lo único que he sacado en claro son un montón de polvos que no estaba buscando. Pero Javi no se mueve de sus gananciales y reconozco que, en este tema, está a punto de vencerme por agotamiento.

—Lo que Carmen quiere decir es que estamos preocupados por ti, que tienes que protegerte.

Patricia se lleva una mirada asesina de Carmen por encima de la mesa.

—Bueno, yo no es que no me fíe, es que… me parece poca cosa para ti.

Por primera vez en mucho tiempo, Martín parece razonablemente azorado, así es que Elena sale en su ayuda.

—¡Y cómo viste…! Lo que te está diciendo, pero a gritos, con esa ropa que se pone es que tiene algo que ocultar, no se relaja nunca, siempre está perfecto. A mí eso me da mala espina.

Les miro a todos y me echo a reír. No importa. Lo sé, tengo razonablemente claro que la aparición de Javier y algunas de sus manías han despertado sospechas y resquemores a partes iguales entre mis amigos. No sólo porque proceda del otro lado del blog, de mi vida pública en lugar de mi vida personal, sino porque su naturaleza reservada y poco comunicativa le convierte en un misterio ante un grupo de locos de la información que devoramos cualquier cosa que huela a noticia. Y él no es carne de noticia. Es, como dice mi prima Lucía, «pescado del lunes», un fabuloso ejemplar de la segunda vuelta (que es como yo denomino a los heterosexuales divorciados, separados, viudos y escarmentados que están disponibles pero vienen cargados de mochilas), con un divorcio a sus espaldas de Virginia, una mujer que, asegura, siempre vio en él únicamente a un tipo bien posicionado y la posibilidad de un retiro prematuro.

Al parecer, Javi la pilló agujereándole los envoltorios de los preservativos con alfileres, con el fin de quedarse embarazada pese a que él le había advertido que no quería niños. Está claro que pensaba hacerse un bombo y retirarse para siempre, a su costa y la del crío.

Ya le había puesto la excusa de que la píldora le sentaba fatal, pero es que, además, aparentaba tener alergia a los anillos vaginales, los implantes intradérmicos y, lo último, manía al látex. Afortunadamente, la muy traidora no se quedó preñada, él pidió el divorcio y eso, que yo sepa, no le convierte en un apestado social, sino en un hombre libre que tiene todo el derecho del mundo a elegir si quiere tener o no descendencia.

Nunca he entendido por qué cada vez que le cuento esta historia a alguno de mis amigos, arruga la nariz como si oliese repentinamente a ajo en el centro de Trafalgar Square.

—Me da igual lo que penséis. Me voy a poner cursi, os lo advierto: no es cabezonería, es amor y, obviamente, confío en él.

Más que decirlas, declamo estas últimas palabras y nos reímos un buen rato a costa de mi broma. Afortunadamente, me sirve para soltar tensión. No hay nada más medicinal que una buena carcajada.

La cena sigue por derroteros menos personales y me hace feliz abrir una segunda botella de vino mientras mis amigos despellejan a enemigos comunes, salvan el mundo del desastre y al país de la crisis y ponen sobre la mesa las últimas novedades sobre el futuro de Eugenio y Marta.

Al parecer, al marido de nuestra amiga de la facultad le han ofrecido una beca de investigación muy importante en un hospital de Nueva York y se encuentran en periodo de reflexión antes de decidir si hacen las maletas y se marchan. Supongo que Marta no ha dado señales de vida para comentar mi último post precisamente por eso.

Me la imagino, tan ordenada como siempre, haciendo su lista de pros y contras sobre si mudar o no el cuartel general de su recién formada familia.

Marta se casó el otoño pasado con Eugenio, que una vez fue mi psiquiatra y después el suyo. La ayudó a quitarse de en medio el complejo de Dafne que la tenía destrozada moralmente; un vaginismo psicológico de tal calibre que la hizo vivir una pesadilla de 33 años.

Según Patricia, el complejo de Dafne es una «angustia ante la penetración» que sienten algunas mujeres y que les impide mantener relaciones sexuales. No es muy raro entre chicas jóvenes, pero a Marta le duró hasta hace relativamente poco.

Para mi padre, el señor catedrático de Clásicas, la cuestión tiene una
vertiente
incluso poética
. Al parecer, Apolo perseguía cachondo perdido a la pobre ninfa Dafne tratando de seducirla. Le dio caza y, cuando estaba a punto de ser penetrada, Dafne suplicó ayuda a su padre, el dios del río, para deshacerse de Apolo, ya que ella quería permanecer virgen (oye… nada que objetar, es una opción).

Su padre oyó sus súplicas y la convirtió en un árbol de laurel. Así es que Apolo se quedó,
in extremis
, calentito y con las ganas.

Cuando conocí a Marta ya había intentado de todo: música relajante, masajes sensuales, larguísimos prolegómenos, juegos eróticofestivos… E incluso una vez, por su cumpleaños, sus amigas (asesoradas por Carmen) le compramos entre todas un carísimo juego de dilatadores vaginales (de esos que utilizan los transexuales cuando se operan el sexo y tienen que empezar a abrir hueco en su nueva vagina) y tres tipos distintos de lubricante.

Pero ni así. Porque yo creo que Marta, para hacer una galería en aquel túnel, necesitaba una cuadrilla entera de mineros asturianos a jornada completa.

Hasta que llegó al diván de Eugenio, Marta había vivido sus primeros pasos en el campo de la sexualidad literalmente de rodillas. Como suena, realizando felaciones a cuantos jóvenes se interesaban por ella y a los que, en lugar de pedir paciencia y tiempo, se empeñaba en contentar con un alivio urgente.

Rápidamente se corrió la voz, y en el último curso de la facultad de Ciencias de la Información, la popularidad de Marta como amante era directamente proporcional a su talento como periodista. Nunca había conocido a una chica tan espabilada e intuitiva y tan poco consciente de que el sexo oral no es malo, ¡es fantástico!, pero lo mínimo que se despacha es exigir a cambio que te hagan también a ti el favorcito. Y es que la maldita Dafne le había colocado una frontera insalvable para lenguas, dedos, penes y labios.

La cosa, obviamente, derivó en trauma y la pobre tuvo que ir durante años a terapia, de un psicólogo a otro, hasta que un día la llevé a ver a Eugenio, que no es experto en sexología, pero que se interesó mucho por el problema.

Marta estuvo visitándole durante meses y me contaba maravillas. Que si tierno, que si sensible, que si comprensivo…, feo como un demonio, pero un amor de terapeuta.

Un día, sin previo aviso, Eugenio le dio el alta tres segundos antes de invitarla a cenar aquella misma noche y, después del entierro de la difunta Dafne, a desayunar a la mañana siguiente. Después de aquello, Marta nos devolvió los dilatadores pero se quedó con el lubricante y con Eugenio, y se casó con él unos meses después.

La seducción de Marta, lejos de parecernos algo poco profesional, se nos antojó a todas un milagro, así que subimos a Eugenio a los altares y bendijimos su boda con parabienes y profusión de lágrimas. Sobre todo Martín, que siempre le tuvo un cariño especial como su mariliendre que fue durante años y el día del casamiento andaba de un sensible…

Estoy poniéndole a Marta un mensaje de móvil para decirle que mañana la llamo, cuando suena el timbre de la puerta.

—Laurita, tu padre —le digo sin mirarla y sin moverme, apostando a que es Amadeo, el portero, quien viene a buscarla. La niña se levanta y se acerca a la puerta para asomarse a la mirilla.

—Pandora, tu novio —responde antes de abrir a Javier, que entra abruptamente y se queda plantado en el medio del salón mirándonos sin saludar siquiera.

—¡Hola amor! ¿Qué haces aquí? ¿No estabas en Huesca?

Me levanto y me echo en sus brazos como una colegiala, con las mariposas del estómago pegando botes como locas. Cuando me percato de que, lacio como una acelga, él no me está devolviendo el abrazo, me descuelgo con cuidado de su cuello y doy un paso atrás para mirarle.

—¿Pasa algo?

—¿Y esta fiesta, princesa? No me has dicho que tenías una fiesta en casa…

Así, de entrada, su tono no me parece muy amigable.

—Hombre, no es una fiesta. Es una cena improvisada. Todavía queda algo de comida. ¿Has cenado ya? Siéntate con nosotros y tómate una copa de vino. Estábamos hablando de Marta, que a lo mejor se va con Eugenio a vivir a Nueva York…

Le acerco una silla a la mesa mientras les hago señas a mis amigos para que hagan hueco. Pero Javier se queda donde está sin mover ni un músculo.

—¿Y habéis pedido postre también?

—¿Postre? No, pero si quieres un yogur, fruta o un café… —balbuceo desconcertada.

—Pues si no hay postre, entonces ya habéis terminado de cenar. Y si habéis terminado, como es muy tarde, seguro que no os importa dejarme a solas con Pandora, que tenemos cosas de que hablar.

Me quedo tan noqueada que no sé bien qué es más borde, si el tono o la frase que acaba de soltar. Durante un par de segundos se hace el silencio y siento las miradas de mis amigos clavadas en mi cara. Cuando reacciono, se me han llenado los ojos de lágrimas y tengo tal nudo en la garganta que necesito aclararme dos veces la voz antes de protestar.

—Oye, perdona, Javier, no me parece que ésa sea forma de decirlo. Si quieres vamos al dormitorio y hablamos, pero mis amigos estaban haciéndome compañía y no creo que tengan que irse de esta forma…

—Ah, vale, lo siento. Entonces me voy yo —dice él todo chulo, y se da media vuelta para marcharse.

Le detiene un murmullo de sillas arrastrándose y de gente que, en silencio, se pone en camino. Quiero protestar, pero Patricia me dice que no con la cabeza y me susurra al oído mientras me abraza:

—No sé lo que le pasa, pero no tiene derecho a hablarte así. Tienes que hacerte respetar, niña.

Martín y Carmen me miran con más lástima que reproche desde la puerta, igual que Laurita, que remolonea con Prometeo en brazos para ver si puede quedarse a escuchar un poco más.

Elena, que es tan alérgica a las broncas como yo, me da un beso apresurado mientras me dice:

—Llámame cuando quieras. Da igual la hora que sea.

Teniendo en cuenta su pereza endémica, se lo agradezco en el alma.

Me dejo caer en la silla cuando la puerta se cierra y miro a Javi esperando su explicación. En lugar de eso, se quita la chaqueta con parsimonia, se remanga y empieza a retirar los platos de la mesa.

—No se puede dejar esto aquí, Pandora. Mañana estará todo pegado y no habrá forma de limpiarlo.

El ogro de antes se ha evaporado en cuanto mis amigos se han marchado de mi casa. No sé si sentirme aliviada o indignada, así que opto por aprovechar la buena ola momentánea y navegar sobre ella para ver hasta dónde me lleva.

—Déjame que yo lo haga, amor. Pensaba que estabas en Huesca. Te habría llamado para cenar contigo si hubiera sabido que estabas en Madrid.

—Estaba en Huesca, pero he venido a hacer noche porque mañana me voy a Málaga. Cojo el AVE temprano. No he encontrado tren para esta noche.

A Málaga… Eso sólo puede significar una cosa y Javier adivina por mi cara que sé de qué se trata.

—Me ha llamado Virginia. Ha leído en tu blog que nos casamos y se ha vuelto medio loca. Bueno, loca ya estaba. Se ha tomado unas cuantas pastillas, pero está bien. Está en el hospital y mañana, cuando la vean en psiquiatría, le darán el alta. No has debido publicar eso sin consultarme, Pandora. Ha sido una estupidez. Tengo que ir a hablar con ella.

Me caigo de culo sobre una de las sillas que todavía rodean mi mesa de comedor. El nudo que tengo en la garganta me baja hasta la boca del estómago y empieza a empujar hacia arriba a los rollitos, las guiozas, el arroz y todos los pollos, verduras y terneras que me he comido.

Él me sujeta el pelo y me limpia la boca y las lágrimas, como hacía mi madre cuando de pequeña me pegaba un atracón y acababa vomitando agarrada a la taza del váter.

Me imagino a Virginia en la misma situación, sin ser capaz de devolver las pastillas que acaba de ingerir, y me viene otra arcada.

Virginia es la mujer de Javier. Bueno, su exmujer, la que le pinchaba los condones para quedarse embarazada. Cuando empezamos nuestro noviazgo, Javi me contó que, por lo humillante de su ruptura, no mantienen una buena relación, pero él se siente en el fondo un poco responsable de la actual infelicidad de su ex y baja periódicamente a tratar de solucionar los problemas en los que Virginia se mete.

Desde que salimos juntos, y va camino de cinco meses, ha viajado a Málaga, por lo menos, tres veces. Una de ellas para arreglarle un problema fiscal, otra para acompañarla al médico, porque estaba convencida de que tenía un tumor, y otra para contarle que estaba saliendo conmigo y que la cosa iba bien y en serio.

La verdad es que nunca he entendido muy bien a qué se debían tantos miramientos con una persona que se ha reído de él en su cara. Yo tengo claro que un ex es un fantasma del pasado con el que, si no puedes tener una relación de estricta amistad, es mejor frecuentarle lo menos posible y a Dios pongo por testigo que, salvo el día en que me atacó la nostalgia y me dejé arrastrar por ella a los brazos de Alfredo, al que hacía años que no veía, jamás me he acostado con un ex novio.

Pero Javier siempre ha ejercido, al parecer, de tutor moral de Virginia y, cuando yo entré en su vida, no me pareció bien exigir que pusiera fin a esa situación.

Cuando termino de vaciar el contenido de mi estómago, sentada con una tila en la mesa perfectamente limpia con las sillas alineadas, miro a Javi, que me observa con una expresión de entre cansancio y pena y un vaso de whisky, sin hielo ni agua, en la mano.

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