Como truco estaba bien, qué demonios, y me hizo gracia. «A la mierda precauciones», decidí. Así que iba a contestarle con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, cuando en ese momento vi a Julia abrirse paso entre la gente con cara de alarma, porque también ella le había reconocido en la distancia y, a esas alturas, ya se temía lo peor.
—Lo mejor va a ser que me mandes un email, ya que tienes la dirección… Y, como por correo electrónico no puedes enviar el vino, dedícame unos poemas, por favor —dije rápidamente—. Julia, ¿nos vamos ya?
Como toda respuesta mi jefa, abrigos en mano, me tomó por el brazo y empezó a tirar de mí hacia la salida.
—Espera. —Javi intentó detenernos—. ¿Has dicho poemas?
—Ajá. Me gustó mucho aquel de la noche en mis ojos. ¿Era de Bécquer?
Y le observé con la esperanza de que entendiera que le había reconocido y que yo era la mujer a la que se había avasallado con versos por email. Pero no. Se quedó mirando cómo nos marchábamos con un gesto concentrado, como si estuviera pensando.
Julia me reñía mientras nos dirigíamos a las escaleras aunque hice todo lo posible por no escucharla. «No me puedo creer que el tipo sea tan lento… ¡Pero si se lo he dejado claro!». Le eché un último vistazo cuando llegamos arriba del todo del pabellón y, desde lo alto, vi cómo se le hacía la luz y cambiaba el gesto de incógnita por otro de incredulidad, luego de sorpresa, alegría, miedo y urgencia.
«Un poco lento sí que es», pensé para mí, pero en ese momento él emprendió una carrera hacia nosotras que, entendí rápidamente, teníamos que ganar.
—¡Venga, vamos! —le urgí a mi jefa y ahora era yo la que corría hacia la puerta tirando de ella.
Julia echó un vistazo por encima del hombro y le vio subir las escaleras de dos en dos.
—Ya la has liado, Pandora. Mira que te gusta el peligro, jodía. Hoy no nos coge, pero a ver cómo escapas ahora de ésta. Y, cuando lleguemos al coche, ya me puedes empezar a contar lo de Alfredo. ¿Qué es eso de que te has acostado con él? ¿Te has vuelto loca? Hoy me tienes
ojiplática
, bonita.
No contesté a su jadeante bronca. Concentré mis fuerzas en no matarme corriendo sobre los tacones de aguja y salimos prácticamente volando como murciélagos con nuestros abrigos negros, entre una multitud de desconcertados escoltas que aguardaba en las puertas del Palacio de los Deportes. Giramos a la derecha y nos perdimos en la noche, aprovechando el camuflaje de la gente en la calle Goya.
La puerta del garaje se abre lentamente ante mis ojos la tarde en que anuncio mi boda en el blog. Termino de rememorar aquella fiesta con una sonrisa ligera, dándome cuenta de que hasta este momento, y ya han pasado meses, ni yo me he vuelto a preocupar por Alfredo ni él ha dado señales de vida. «Todo conspira a mi favor», pienso, «a nuestro favor. El de Javier y el mío».
Y eso que hace tiempo averigüé que aquella escenita de la fiesta, la del «Dime de una vez cómo te llamas», sus múltiples expresiones de sorpresa en plan «Yo soy gilipollas, me entero de todo el último siempre» y bla, bla, bla,… no fueron más que una pantomima. Por supuesto, Esther me había identificado violando así la orden tácita de Fernando de proteger mi rostro de la curiosidad de los lectores. De hecho, él se había presentado en la fiesta con la única intención de ponerle cara a mi nombre.
Pero cuando me lo confesó, semanas después, mientras me pegaba a su piel entre las sábanas de mi cama, me sonó más romántico que extraño y su actuación haciéndose el tonto mientras me dejaba escapar como el príncipe a Cenicienta, en realidad, me pareció brillante.
El teléfono vibra alegremente y veo la cara de Carmen sonriendo desde la pantalla de mi móvil. Se me escapa un suspiro de cansancio y a punto estoy de hacer como si no lo hubiera visto, pero la conozco muy bien. «Si no se lo cojo, acabará presentándose en casa aunque sea en zapatillas y sin maquillar», pienso. No sería la primera vez.
Cuando alquilaba el apartamento que está en mi mismo descansillo, puerta con puerta, básicamente vivíamos juntas. A veces bromeábamos con la posibilidad de unir ambas casas tirando el tabique de nuestros dormitorios con los empujones y golpes de nuestras camas a sendos lados de la pared, cuando nuestros novios o amantes no controlaban la fuerza de sus embestidas ni nosotras el entusiasmo de nuestras cabalgadas.
Desde que se mudó dos manzanas más abajo, en la misma calle, las visitas se han espaciado, pero son más largas. Eso sí, ya no se presenta, como antes, a deshora en bragas y sujetador reclamando consejo para saber qué ponerse en la ocasión más peregrina. Nunca he visto una mujer con más ropa y menos gusto para combinarla, vive Dios.
—Tengo que traducir para el presidente de una compañía eléctrica del medio oeste de los Estados Unidos —me dijo una vez con los ojos abiertos como platos, a modo de clave secreta que presuntamente yo tenía que entender y descifrar.
—Y bien, ¿qué me pongo? ¿El jersey negro o el gris perla?
Semejante disquisición sólo tenía una respuesta.
—Mmm… ¿Del medio oeste dices…? Entonces el gris perla, sin duda.
Ya no hace esas cosas. Ahora, como tiene que marcar un número de teléfono para vestirse cada mañana, opta casi siempre por llamar a Elena y avasallarla a ella, cosa que yo agradezco en lo más profundo de mi alma aunque, de vez en cuando, para que no se sienta abandonada, refunfuño recriminándole cariñosamente su olvido temporal de mis virtudes como estilista de andar por casa. A veces, cuando Carmen tiene que madrugar demasiado para la perezosa de Elena, volvemos al rutinario juego del «qué me pongo».
El día que le hice la foto con mi teléfono móvil para identificar sus llamadas, le había hecho enfundarse un vestido rojo de
Mala Mujer
con dos volantes en la falda y unas mariposas verdes y blancas que revoloteaban por su costado izquierdo, unas medias negras y unas botas de tacón y caña alta. Estaba muy guapa, muy fresca y su gesto divertido obligaba prácticamente a pararse y hablar con ella.
Ya suena el tercer tono y alargo la mano para contestar, pero casi me muero de la impresión cuando alguien golpea mi ventanilla.
—¡Coño! ¡Qué susto!
Reconozco al instante su densa cabellera castaña oscura y tan rizada como liso es mi pelo, pero no puedo detener el respingo y el sobresalto y mi teléfono sale volando.
—Casi me da un infarto. Entra, acompáñame al garaje —digo abriendo la puerta e invitándola a sentarse a mi lado.
—Te he llamado varias veces. ¿Por qué me ignoras?
—Yo no te ignoro. He tenido un día terrible, sólo es eso.
—¿Sólo es eso? Ya, claro…
Suspiro rindiéndome a la evidencia de que, una vez más, me ha pillado y que, por consiguiente, esta noche no voy a cenar sola.
A punto estoy de escudarme en una cena íntima con Javi, pero recuerdo a tiempo que ayer le conté a Carmen que él estará el resto de la semana en Huesca, atendiendo sus obligaciones en la bodega.
—Por lo menos podías haber traído una botella de vino o algo, ¿no? —digo para fastidiarla.
—¿Desde cuándo te falta a ti el buen vino en casa? ¿No te trae tu novio souvenirs de su trabajo?
No hay nada que hacer con Carmen; se las sabe todas. Y yo, esta tarde, estoy muy, muy lenta. Y, además, perezosa…
—Vale. Yo pongo el vino, pero tú pagas la cena. Ya estás llamando al chino. Pero al bueno, no me seas cutre, que te voy a descorchar un Somontano que te vas a enterar.
—Vamos a tener que pedir para más. He hablado con Martín y viene para acá. Le he dejado a Elena un mensaje en el buzón. Creo que andaba de compras con Patricia. Pero de Marta… no tengo noticias, aunque no creo que se acerque. Ya sabes, estas mujeres casadas… Como tú, dentro de poco, ¿no?
Ignoro el comentario y su sonrisa cómplice y golosa que me recuerda a los viejos tiempos, cuando este gesto combinado era sinónimo de curiosidad desmedida a duras penas controlada. Hoy va a haber un tercer grado, y yo voy a ser la interrogada. Pero mis torturadores sabrán esperar al momento adecuado. Una vez más, decido que no tiene sentido ocultar nada, así es que suspiro sabiendo que, simplemente, me dejaré llevar.
Martín entra en casa como un elefante en una cacharrería, montando jaleo, como siempre, besuqueándome como una tía abuela de pueblo y saltando de un tema a otro de conversación a tal velocidad, que al rato me tengo que sentar porque empiezo a marearme. Me limito a escuchar su perorata y a asentir ocasionalmente mientras observo cómo Carmen pone la mesa y Martín mete las narices en mi botellero.
—Vizconde de Pagos, claro. Nena, ¿es que ya no bebes otro vino? Que no es que no me guste, pero hay vida más allá de esta bodega. Además, Carlos dice que el reserva no está muy logrado.
Esbozo una sonrisa pensando en el atractivo Carlos Montes, el novio
definitivo
de Martín Lobo y no puedo evitar mirar de soslayo el armario de la entrada, aquel día en que le conocí, en una fiesta que di por mi 35 cumpleaños. Estaba la casa hasta la bandera de gente porque cada uno de mis invitados pensó que era buena idea venir acompañado de alguien. Elena fue quien trajo a ese joven arquitecto tan guapo, tan
cool
y tan gay del estudio de su padre. Le soltó en la fiesta y el tipo, presumido y carismático, se hizo el rey en un rincón adonde revoloteó Martín como una polilla atraída por la luz.
Al rato ya estaban los dos hablando de sus cosas sentados muy juntos en un sofá y poco después nadie entre los presentes recordaba haberlos visto hacía mucho tiempo. Recorrí las habitaciones esperándome lo peor, pero no. Las camas estaban llenas de abrigos y bolsos, pero ni rastro de Carlos o Martín. Me encogí de hombros.
«Se habrán ido juntos», pensé. Cuando volví al salón alguien comentó que habría que ir a por más hielo, así es que fui a coger mi gabardina del armario que hay frente a la entrada.
Abrí la puerta y allí estaban, Martín, con la camisa abierta, recostado contra los abrigos, con los pantalones desabrochados, las caderas hacia delante y su pene engullido por la boca de Carlos, que estaba de rodillas ante él, entre mi coqueta colección de botas de agua, y le felaba el miembro con los ojos cerrados y una fruición sobrecogedora.
Incapaz de articular palabra, cerré la puerta y les dejé a lo suyo, pero al darme la vuelta comprobé que un grupo de amigos que estaba detrás de mí había sido testigo de lo mismo que yo.
—Jamás había visto una polla tan bien comida —dijo alguien.
Y no pude menos que estar de acuerdo. Al final, pedí prestada una chaqueta y me fui a por hielo dejando a Carmen al cuidado de la puerta del armario, para que los amantes terminasen con toda tranquilidad y sin interrupciones su primer encuentro. No me hacía mucha gracia que fuera entre mis abrigos, la verdad, pero qué queréis que os diga, hay dos cosas por las que siento debilidad: mis amigos y el sexo oral. Y es que la visión de un buen miembro hinchado de sangre entre los labios de otra persona hace que me recorra un escalofrío de placer por la espalda y un calor entre las piernas que esta noche, un año después, mientras Martín y Carmen ponen la mesa, vuelve puntual como siempre.
El chino nos trae el pedido rápidamente, pero no hemos terminado de colocar los rollitos, las giozas, el pollo con limón, la ternera en salsa de ostras y el arroz tres delicias, cuando llaman a la puerta.
Elena y Patricia han decidido presentarse sin avisar, así que Carmen llama otra vez al chino, al que no le hace ninguna gracia tener que volver a mi casa.
—¿Está segura? ¿No pide más luego?
Cuando ya estamos todos sentados a la mesa, intento desviar la conversación sutilmente hacia otros derroteros. Elijo un tema recurrente y fácil, y aprovecho para preguntarle a Carmen por su novio, Henry, mientras vigilo que la salsa agridulce no termine en la tapicería de mis sillas nuevas.
—Está bien. Ahora anda por Londres, ¿no te lo dije? Se fue el sábado a nosequé reunión del Foreign Office y a ver a su Lady madre. Vuelve el miércoles, creo…
Si Carmen me conoce bien a mí, no la conozco yo peor a ella.
El gesto de arrugar la nariz levemente mientras habla de su Henry me suena familiar. Patricia también nota algo raro, deja de comer y levanta una ceja inquisitiva.
—¿Qué fue lo que hiciste ahora? No. Mejor dime con quién.
Nunca le sorprende la pregunta, aunque algunas veces a mí sí que me sorprende su respuesta. Carmen es así: una fuerza de la naturaleza imprevisible dentro de su propia previsibilidad. Las primeras veces, cuando te pilla desprevenida, es capaz de hacer que una se plantee si es una mentirosa compulsiva, o una ninfómana.
Pero ni una cosa ni la otra. Carmen es un laboratorio de pruebas en sí misma, una mujer sin miedo ni cortapisas, una kamikaze del sexo que está dispuesta a practicarlo de todas las maneras que se le ocurran. Y, en ese sentido, olé por ella. Lo malo es que, además, es una niña asustada que necesita un hombro firme al que le exige todo lo que ella no es capaz de dar. Principalmente, dedicación y fidelidad.
—Los maltratas. Cada novio que te echas es mejor que el anterior y tú los maltratas a todos. Salvo Javier, yo hasta ahora sólo he encontrado patanes y tú tienes una suerte loca con los hombres. Y total, para lo que te sirve…
Mi crítica cada vez que ella rompe con uno forma parte de la rutina. Es un balón que le centro a Patricia para que lo remate, como buena psicoanalista, con un diagnóstico oportuno, que habitualmente suele ser el de:
—¿Que los maltrata? Querrás decir que se maltrata a sí misma, Pandora, ¿no lo ves? Estás llena de rabia, Carmencita. Tienes que trabajar esa rabia. Sacarla fuera de ti, zarandearla a ella, no a los hombres con los que vas. Algunos son unos capullos, tú lo sabes bien, pero no todos. ¿Qué pretendes? Esto que haces es un suicidio emocional constante…
Patricia sostiene que, mientras que yo alterno para crecer, aprender y experimentar, Carmen es una bulímica del amor: se atiborra y lo vomita. No es una metáfora agradable, pero se ajusta bastante a lo que le ocurre.
Ahora es Henry Lowett III, su novio más fijo, formal y maduro, el que está, sin saberlo, caminando al borde del precipicio sentimental de Carmen Jiménez Bienvenida, por el que ya se han despeñado decenas de hombres con anterioridad. Y eso que, cuando apareció el bueno de Henry, todas pensamos que era el definitivo.
Mayor que Carmen (47 años él, 37 ella), sereno, divorciado, sin hijos, británico… un
gentleman
y una aragonesa de raza; una mezcla explosiva, simplemente perfecta.