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Authors: Pandora Rebato

Tags: #Erótico, relato

Sexpedida de soltera (6 page)

—Es que no tengo con quién dejarle y no puedo pagar a nadie que le cuide en casa —se disculpó un día que íbamos a cubrir un mercadillo de hippies.

Pero qué demonios, el crío se hizo conmigo y acabé comprándole un juguete artesanal de madera. Un tren, porque decía que quería ser maquinista.

Así, la tarde de la lluvia en el coche de Luis, al ver la silla de Óscar, me paré en seco, expulsé su lengua de mi boca y me retiré despacio. No dijo nada en ese momento. Bajó la barbilla, se aflojó el pantalón en la pernera, porque estaba claramente empalmado, y suspiró. Pero desde entonces no ha dejado de intentarlo.

Piropearme de forma tan salvaje como hizo en la fiesta es su modo de decir:

«Sigo aquí, no se me ha olvidado. Que no se te olvide a ti, chata».

—¿Has traído a Óscar? —le pregunté para cambiar de tema.

—¿Estás loca? No, está con su madre, que acaba de volver de Palestina. Déjame que te haga una foto, Pandora.

Y me disparó sin previo aviso cegándome con el flash.

Mientras parpadeaba para recuperar la visión, intuí una figura que se acercó tendiéndome una copa de vino.

—Creo que sería más justo si le permitieras prepararse y repitieras la foto mientras brinda conmigo —dijo una voz grave, ronca, que sonaba a promesas del tipo: «Voy a lamerte el cuerpo entero», de esas que se cumplen cuando una está en horizontal y con las piernas abiertas.

Cogí la copa todavía un poco ciega y despistada, y busqué a quién pertenecía la mano que me la ofrecía.

Cuando enfoqué su cara, su sonrisa se encajó en mis ojos y ya no pude retirar la mirada, aunque oí decir a Luis:

—Miradme los dos.

Pero yo era incapaz y estaba claro que él no me iba a dejar ahí, embobada, mirando al vacío.

—Bueno, pues… no me miréis.

Luis disparó dos o tres veces y desapareció sigiloso, a todas luces derrotado por el desconocido que me había colocado una copa de vino en la mano y me robaba toda su atención.

—Hola, soy Javier. ¿Cómo te llamas?

Menos mal que se presentó él porque a punto estuve de llamarle por su nombre, pero controlé el impulso y, tras unos segundos lógicos de apreciación y embobe, por fin me permití volver a pensar. No se me escapó que Javier era el tipo que segundos antes había visto coqueteando con Esther, así que, como única respuesta, busqué a la arpía con la mirada.

—Perdona. A lo mejor estás con alguien y ese alguien se molesta si me ve contigo —dijo dando un paso atrás.

Su movimiento me permitió verle mejor. Alto, pasaba de largo del 1,80, ancho de espaldas pero delgado, piel bronceada… Apolíneo, la versión vestida y trajeada del tipo guapo que me sonreía con su dentadura perfecta desde la foto. ¿Guapo? No, irresistible.

¿Y su mirada?… No me pareció turbia, aunque sí un poco rara; poliédrica.

—Seguro que ya te lo ha dicho la rubia con la que estabas hablando antes —dije evitando entrar al trapo de su insinuación y disimulando mi interés, pero di un decidido paso hacia delante que dejó la distancia que nos separaba reducida a la anterior: casi nada.

—¿La chica del vestido verde? ¿La conoces? Porque ella a ti no, o al menos me ha dicho que no se acordaba de tu nombre cuando se lo he preguntado.

Quise que su explicación me sirviera. Y me sirvió al menos como pequeña victoria sobre la engreída de Esther, a quien supuse que no había hecho ninguna gracia que su conquista le preguntase por mí. Disimulé como pude mi satisfacción.

—No somos amigas, pero sí nos conocemos. Se llama Esther.

—Ya, pero a mí ella no me interesa. Yo he preguntado tu nombre. ¿O tendré que llamarte eternamente princesa?

¿Puede haber algo en el mundo que rompa más los esquemas de las mujeres falsamente seguras de sí mismas que un hombre guapo, interesante y decidido? No sé los de las demás, pero los míos, no. Sobre todo porque todavía tenía en la boca el sabor de mi ex con quien justo el día anterior había cometido el error de enrollarme.

Precisamente con Alfredo, que, de todos los que he tenido, es el que disfrutó durante más tiempo y de forma más real del calificativo de novio.

La nuestra, en el fondo, era una de esas historias condenadas al fracaso, aunque sólo fuera por lo diferentes que éramos. Sirva como ejemplo un viaje que hicimos al Camino de Santiago, casi diez años antes, durante el que comprobé que lo que Alfredo consideraba romántico para mí era sinónimo de incómodo, mientras que lo que yo consideraba seguro y confortable, él lo entendía como caro, innecesario e intolerablemente pijo.

Para empezar, como yo no quería dormir rodeada de desconocidos en albergues de peregrinos, llegamos al acuerdo de hacer noche en los campings que encontrábamos en la ruta.

Si nos olvidamos de que las paredes de la tienda eran obviamente de lona, es cierto que ganamos en intimidad. Pero la primera noche que quise investigar qué se cocía (nunca mejor dicho) dentro de su saco de dormir, casi nos da una lipotimia por el calor y acabamos con las rodillas y los codos desollados.

Eso por no hablar de la dermatitis de contacto que me pillé por darle rienda suelta a un calentón que nos sorprendió en plena ruta. Nos salimos del camino y nos metimos entre los árboles para dejarnos inspirar por la madre naturaleza… Hasta que acabé con el culo en un lecho de ortigas. O eso me explicaron, mientras me inyectaban algo para mitigar mis picores y me prescribían una crema refrescante con el fin de aliviar otras partes más tiernas que tenía tan irritadas que tuve que hacer el resto del camino con las piernas abiertas.

No me malinterpretéis: me encanta el sexo al aire libre, pero ¡cuando es la excepción, no la norma! Y con Alfredo era todo lo contrario… Se transformaba cuando entraba en contacto con el campo; se volvía audaz y osado, aunque (todo hay que reconocerlo) se le iba un poco la cabeza. Como cuando se empeñó en que me apoyara en un árbol mientras él maniobraba a mis espaldas en los jardines del Palacio de Aranjuez. Ahí, al alcance de cualquier objetivo digital japonés.

En otra ocasión, me prometió que haríamos el amor bajo una lluvia de estrellas. Y no sé por qué pensé que me llevaría a algún sitio romántico y cómodo donde podría vestir mis mejores tacones y mi falda más sexy… No sé: la azotea de algún edificio, una habitación de hotel con terraza, neverita con champán y telescopio…

Pero no. Cogió mis botas de montaña, las echó en el maletero y fue a buscarme a la salida del trabajo. Cuando llevábamos dos horas andando por una senda camino de la laguna de Peñalara (donde el camping libre está prohibido…), cargados con una tienda de campaña y dos sacos de dormir, me di cuenta de que me había dejado la libido en el coche y de que su plan para una noche romántica estaba a años luz del mío.

El colmo de lo erótico para él, supongo, fue que, pese a estar en pleno mes de agosto, el cielo se cubrió (se fastidiaron las Perseidas), la pasta precocinada que había traído estaba caducada (nos quedamos sin cena y tuve que hacerle desistir de la ridícula idea de salir a cazar una liebre) y el viento azotaba la tienda de tal forma que me costó horrores concentrarme en el cunnilingus con el que pretendía compensarme.

Salvaje como Orzowei, cierto. Pero, para qué vamos a engañarnos, eso era lo que me gustaba de él. Lo malo es que, al volver a verle después de tanto tiempo y tumbarnos en la cama para una sesión de sexo melancólico y torpe, me di cuenta de que en realidad Alfredo, al que recordaba más potente e imaginativo cuando le conocí, se había convertido en un amante acartonado y rutinario con dos o tres normas básicas y un guión del que no se ha salido jamás.

Caricias genitales, cunnilingus, penetración, dos o tres posturas y eyaculación .

C’est fini.

Desgraciadamente, en todos estos años no ha aprendido a entenderse con ningún juguete erótico ni ha domesticado esa incapacidad suya para mantener la erección mientras se coloca el preservativo, así es que volvió a sorprenderme con la misma excusa de hace diez años.

—Yo es que esto lo llevo fatal, Pandora, no estoy acostumbrado.

Teniendo en cuenta que él jura y perjura que no ha tenido más relaciones como la nuestra, puede que se haya desperdiciado todo este precioso tiempo masturbándose a pelo (y el muy tonto no ha practicado cómo ponerse una gomita sin quedarse a media asta) o acostándose con otras sin protección. Y, qué puedo decir, no sé cuál de las dos cosas me parece más lamentable.

Después del polvo y del orgasmo de rigor (uno y nada más que uno) me quedé un rato pensando por qué lo habíamos hecho, sobre todo yo, que no tengo problemas para encontrar
partenaire
para estas lides, y llegué a la conclusión de que, con toda seguridad, me estoy volviendo una sentimental redomada (lo que ni me gusta ni me conviene). Aunque fuera por los viejos tiempos y en recuerdo de aquella vez en que estuve enamorada de mi particular Orzowei, mi bombero, mi tarzán vigoréxico con más inseguridades que yo misma, di por buena aquella sesión de sexo de calidad lamentable, dispuesta a olvidarla lo antes posible y a no repetirla jamás.

Lo malo es que, al día siguiente, veinticuatro horas después de que abandonara mi casa con un beso urgente y un «Luego te llamo, princesa», no había logrado olvidar la molesta sensación de vacío en la boca del estómago ni había podido parar la noria que giraba en mi cabeza con la misma idea montada en todas las cestas: «Otra vez te has creído que este tipo te iba a llamar, como cuando tenías 25 años, él jugaba a pasar de ti y tú te volvías loca por una llamada suya».

No es que me hubiese quedado junto al teléfono a esperar.

Pero, por la noche, cuando me vestía para ir a la fiesta del periódico, me senté de golpe en la cama en la que había estado desnuda entre sus piernas no hacía ni veinte horas, al percatarme de que mi teléfono no había sonado con su voz ni una sola vez aquel día.

Por eso aquella noche me maquillé con precisión, discreción y cuidado, me puse el vestido que me hacía más atractiva, mis zapatos más elegantes y arriesgados y aquella flor en el pelo que ahora guardo como una reliquia en un cajón secreto de mi armario. Desempolvé mi actitud más decidida y con todas mis armas en la mano me encontraba en medio de aquella fiesta, frente a un guapísimo hombre no del todo desconocido que se moría por saber todo lo que le quisiera contar de mí en unos segundos. Empezando por mi nombre.

Y, en ese momento, mientras leía en sus ojos que, en realidad, la exasperante Esther sólo había sido un puente para llegar hasta mí, supe que, tarde o temprano, tendría entre mis manos y mis piernas ese cuerpo bronceado de estatua renacentista que había aprehendido sin pretenderlo hacía meses y que se había quedado ahí, agazapado en mi memoria. «¿Renacentista?». Inmediatamente deseé que sus proporciones genitales fueran un poco más generosas que las del David de Miguel Ángel o que, al menos, tuviera bastante oscilación.

Hice un esfuerzo más (un poco torpe, lo sé) por parecer desconfiada. Mucha casualidad me parecía a mí que Javier se presentara de pronto en la fiesta del periódico y me asaltara por sorpresa preguntando mi gracia, como si quisiera saberlo por mi boca aunque en realidad ya lo supiera.

—¿Tú trabajas en la empresa? No te he visto nunca por allí.

Dejé caer la duda razonable llevándome a los labios la copa y dejando claro que iba a necesitar por su parte una presentación más detallada antes de empezar a hablar de mí.

—No me has visto nunca porque yo no trabajo en tu empresa. Ni soy periodista, ni publicista, ni… ministro —comentó mientras seguía con la vista al titular de la cartera de Industria, que se paseaba por el recinto con la de Sanidad—. Soy el tipo que sirve el vino en la fiesta. Y no me refiero al camarero. Soy enólogo en una bodega. Por cierto, eso que estás bebiendo es nuestro mejor reserva, espero que te guste.

Acababa de dar un sorbito a mi copa, así que hice como si percibiera aromas a frutas y maderas sorprendentes y escondidas. Pero soy de sonrisa fácil y cuando acabé la comedia de la cata, le regalé una, la mejor, la más pícara de todas. Sus ojos brillaron y sonrió a su vez, despertando un escalofrío dormido que me recorrió la espalda. «Ay, ay, ay…», pensé.

—Sí que está bueno. ¿Y qué bodega es ésa? —pregunté por alargar la incógnita y porque de pronto me daba una vergüenza de muerte estar allí, hablando con aquel tipo con el que llevaba muchos meses intercambiando mensajes y cuyo rostro, aunque nunca antes le hubiera visto, me era tan familiar como el de un viejo amigo.

«¿Se lo digo o no? ¿Qué hago? ¿Cómo salgo de ésta? ¡Qué guapo es! Y es simpático… ¡Joder! Y parece que le gusto antes de saber mi nombre».

Me acordé de pronto de Julia, la única allí presente que podría entender mi incertidumbre sobre si debía o no presentarme. La descubrí no muy lejos, todavía acaparada por aquel sujeto extraño de la pajarita de lunares, pero en su auxilio habían acudido otras personas que les acompañaban, entre las que creí distinguir a Martín Lobo, amigo y confesor, compañero del periódico, redactor brillante, juerguista impenitente y gay militante, que preparaba en aquel momento casi en secreto el lanzamiento de su primera novela. Casi nada.

En cualquier caso, aquel día de la fiesta, mientras ella se esforzaba por interesarse en la conversación de su grupo y empezaba a lanzarme miradas urgentes de recriminación, ahí estaba yo, frente a frente con un hombre deslumbrante y a todas luces interesado en mi persona que, además, era lector de mi blog.

Como fuera que me quedé absorta y silenciosa contemplándole mientras decidía si me descubría o no, Javier, que seguía esperando oír mi nombre, se vio obligado a contestar.

—Es una bodega relativamente nueva. Tenemos muy pocas cosechas en el mercado. Seguro que no te suena. Vizconde de Pagos. Está en Huesca.

—La denominación de origen es… ¿Somontano? —pregunté haciendo alarde de mis escasos conocimientos vitivinícolas.

—¡Muy bien! ¿La conoces? —inquirió.

Y su cara adquirió un gesto entre impresionado, temeroso y sorprendido que no le había visto todavía y que imprimió un nuevo golpe bajo a mi ya tambaleante resistencia. Y ahora era yo la que le urgía a Julia con la mirada que viniera a rescatarme del desastre al que, si él seguía mirándome así, iba completamente desbocada.

—Veo que te defiendes. A lo mejor podría mandarte unas botellas al periódico si me dices a nombre de quién tengo que enviarlas…

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