—Demasiado tarde. Yo leí el post porque vi la actualización en mi muro y ahora ya lo han leído varios miles de personas… Mira, tienes más de noventa comentarios en menos de una hora. No me quiero imaginar lo que te habrá llegado al buzón de correo electrónico, Pandora. Seguro que has batido el récord de emails… La cosa está clara. Te toca tomar una decisión.
La idea de abrir el correo y encontrarme con decenas de mensajes me pone los vellos de punta. En parte, como siempre, va a ser interesante leer las opiniones de la gente sensata (la inmensa mayoría) que me escribe para explicarme su parecer y contarme sus cosas, pero estoy segura de que algún
odiador
ha aprovechado la coyuntura para hacerme saber lo poco que me merezco una relación estable o augurarme mala suerte en mi matrimonio. La idea me provoca un escalofrío que me devuelve al despacho de Fernando.
—¿Ahora?
Al acordarme de los lectores, la decisión sobre el blog me parece de pronto demasiado importante como para no poder darle una vuelta o dos antes de lanzar una moneda al aire.
—Podemos esperar un poco, porque tengo unos cuantos relatos ya escritos y Luci los está ilustrando…
Compadeciéndose de mí, Julia vuela al rescate:
—Es cierto. Los he leído y están muy bien. Sería una pena no publicarlos. Creo que podemos tomarnos un poco de tiempo para darle una vuelta, a ver si se nos ocurre algo, Fernando. ¿Tú qué dices?
Miramos ansiosas al jefe que nos escucha a medias mientras repasa los comentarios de los fans en Facebook. Su perfil relajado me adelanta que ya ha elegido tomárselo con calma, así es que sonrío cuando dice:
—Vale. Quiero saber con quince días de antelación si vas a dejar la serie, para pensar algo que inventarnos ante tal decisión… ¿Quién es ese tal Chacho? Te ha puesto un comentario divertidísimo. Por Dios, qué recursos. ¡Este tipo es un genio! Deberíamos contratarle a él.
Sus carcajadas intercaladas con silencios nos dan a entender que la audiencia se ha terminado. Así es que Julia y yo nos levantamos sigilosamente y abandonamos el despacho.
—Sería una auténtica lástima cerrar
La cama
—le oigo decir en voz alta, y la nota de pesadumbre de su voz me duele en el pecho, como cuando de niñas los chicos del bloque nos perseguían hasta dejarnos sin aliento para darnos caza y tirarnos del pelo.
Me vuelvo, llamo su atención repicando con mis uñas en la puerta y le guiño un ojo. Cuando le veo sonrojarse no puedo evitar soltar una carcajada y Fernando se pone completamente rojo. Rojo como su limpísima moqueta.
Volvemos a nuestro sitio con la sensación de que empieza una cuenta atrás.
Fernando no parece exactamente enfadado, pero está claro que él ha tomado una decisión y yo tengo que tomar otra.
Cuál y cuándo. Como siempre, anticipándose a mis preguntas, Julia decide suspender la intriga:
—Si quieres, luego hablamos de eso. Pero ahora necesito que nos centremos en el reportaje que tienes que hacer esta semana.
Así es que, aunque sólo sea por posponer un poco más la decisión, nos ponemos a trabajar.
Las pamplinas no tienen espacio en la atareada vida de Julia.
Con demasiada paciencia escucha siempre la narración de mis movidas como para exigirle más. Por eso cuando ella dice «a trabajar» no me queda otra que meterme la duda o la calentura en un bolsillo (dependiendo de lo que me esté torturando en ese momento) y cambiar el foco de atención. Hoy, sin embargo, me resulta especialmente difícil.
Y eso que lo que nos traemos entre manos es una historia que promete: nada menos que un viaje a un festival erótico en Barcelona. La duda está en si ir de incógnito o dejarse ver. Total, es la segunda vez que me invitan a participar. La primera decliné la oferta, pero me dejé caer por allí y sacamos unas estupendas fotos, un reportaje («Sexo, sexo y más sexo en el Salón Erótico de Barcelona») y un relato que titulé «Disculpen si no me paso al porno» que fueron lo más leído durante varios días en
elmundo.es
.
La propuesta de Julia para este año es aceptar el reto y participar en los talleres a los que estoy invitada para contar la misma historia, pero esta vez desde dentro: disfrutando del
backstage
.
Pero, como siempre…
—La decisión es tuya, Pandora. Sabes que no te puedo obligar, pero sería mucho más interesante y completamente distinto a lo del año pasado.
Su lógica aplastante no deja lugar a dudas y, además, es la oportunidad perfecta para reencontrarme con Lucas Tenorio, mi atractivo asesor en juguetería erótica, al que conocí un año atrás, allí mismo.
Quedar con él en Madrid es una misión imposible y que te coja el teléfono es aún peor, así es que en los últimos meses nuestra amistad se ha sostenido sobre las bases de lo bien que nos caímos aquella primera vez, de un par de atropellados cafés de negocios y de una mansalva de correos electrónicos con informaciones y confidencias. Eso habría sido lo lógico si hubiera habido algo entre nosotros: el chico de los juguetes y la chica de los relatos, técnica e imaginación. ¿Se puede pedir más?
Pero aunque fue la comidilla del sector durante un par de días, entre nosotros, en ese sentido, no hay nada de nada.
—Vale, tú ganas. Puedes decirles que iré. ¿Te encargas de la infraestructura?
No hay nada que me dé más pereza que buscar vuelos y hoteles.
—Se han ocupado ellos. Me permití aceptar la oferta en tu nombre hace unas semanas. Espero que no te importe, sabía que dirías que sí. Te conozco: no te puedes resistir a una aventura y, además, he visto en el programa que estará tu amigo Lucas —confiesa con picardía.
—Lo que tú digas —respondo.
Pero ya no la escucho. He vuelto sin darme cuenta al tema del día. Julia se gira en la silla y me mira como si estuviera dispuesta a discutirlo por fin conmigo. Justo en ese momento, mi móvil empieza a sonar otra vez. Es Carmen.
La verdad es que no me apetece contestar. Estoy segura de que, antes de que yo misma sea capaz de analizar mis sentimientos, ella ya sabrá cómo me siento. Así que descuelgo y cuelgo casi en el mismo gesto. Sólo me da tiempo a musitar en el tono más neutro posible:
—Luego te llamo.
Carmen es todo lo contrario a Elena: es el nervio personalizado. No necesita saber qué llevo puesto. Para averiguar cómo me siento, sólo tiene que oír mi voz. Es traductora de inglés y alemán y está acostumbrada a interpretar segundas y terceras intenciones en el tono de una conversación. Con ella no tiene sentido mentir. Si no quiero que se entere de algo, no puedo ocultárselo: directamente me tengo que quitar de en medio para que no me pregunte o tirarme al río y confesar.
Nos conocimos cuando me mudé al edificio en el que vivo, hace unos siete u ocho años y, antes de haber visto nunca su cara, sabía perfectamente las veces que se corría en una sola noche. Y a ella le pasó exactamente igual conmigo porque, para mi bochorno, la primera vez que coincidimos en el ascensor me dijo:
—El segundo orgasmo de anoche fue fingido, ¿no?
—¡Ahh! ¿Cómo…?
Agradecí sobremanera que subiéramos solas, porque me puse tan roja que pensé que la cara me iba a reventar. Nunca finjo un orgasmo, me lo tengo prohibido.
Pero el tipo de la noche anterior, que era monísimo y un encanto, al final se puso pesado y había puesto a Dios por testigo de que era capaz de echarme dos polvos sin sacarla. Yo estaba demasiado cansada como para darle un voto de confianza y esperar un milagro o una proeza. Así que fingí.
—Me pareció un poco sobreactuado, pero creo que él ni se dio cuenta.
—Gragracias —acerté a decir.
Para cuando llegamos al cuarto piso, ya me había contado tantas cosas de mis encuentros sexuales, que la tuve que invitar a tomar una copa de vino en casa.
Un par de años después, ella se compró un piso en la misma calle y fue la solución perfecta: nos vemos lo mismo que antes, pero no tengo que preocuparme de si su radar detecta cierto grado de aburrimiento en mis gemidos.
Como recuerdo, me dejó a Prometeo, el gato espía, que se pasaba de su casa a la mía sin que nadie lo invitara (juraría que un día que encontró la puerta cerrada, llamó al timbre y todo). Hasta que una vez decidió que le gustaba más el orden de mi apartamento, cogió su minúsculo saco de boxeo con cascabel y se mudó. Cuando Carmen se cambió de edificio, decidimos que compartiríamos la custodia de Prometeo en vacaciones para podernos ir tranquilamente de viaje. Cuando nos vamos juntas, quien le da de comer es Laurita, la hija de Amadeo, mi portero, que está claramente llamada a ser algún día la tercera madre adoptiva de mi gato.
No sé si Carmen adivina que hay algo escondido en las tres palabras susurradas que pronuncio. Si es así, cuando hablamos más tarde, no me lo da a entender. En ese momento, en cualquier caso, lo único que me preocupa es poner sobre la mesa mis confusas ideas sobre el futuro del blog y discutirlas con Julia. Al fin y al cabo, todo ha sido idea suya.
Una vez más me es imposible porque una voz estridente y excesivamente alta nos interrumpe.
—¡Oye! ¡Felicidades! Me acabo de enterar de que te casas. No sabes cuánto me alegro.
Es Esther la que se acerca gritando hacia nosotras para que todo el mundo vea lo contenta que está por mi boda. Nunca una felicitación fue más efusiva y menos sincera.
—Ya… gracias —digo para pasar el trance, pero la muy falsa se inclina hacia mi silla para darme dos besos y algo parecido a un achuchón con dos balanceos incluidos, como si fuéramos las superamigas de la temporada. Intuyo la puñalada trapera antes de ver siquiera el brillo del acero. Puede que porque su lengua viperina ya no brilla. Está roñosa de tanta ponzoña previsible.
—¿Quién te iba a decir a ti que conocerías a tu media naranja gracias a los relatos de todos los polvos que has echado? Seguro que si lo hubieras sabido, habrías empezado mucho antes a presumir del buen culo que tienes y de lo bien que follas.
Ahí está. Dos frases complejas, difíciles de analizar sintácticamente, pero clarísimas en el fondo y en la forma. No puedo por menos que defenderme de tal infamia:
—En realidad, como sabes, la idea era que tú contaras los tuyos, pero iba a ser una mentira muy grande o una serie muuuuy corta.
Estaréis de acuerdo conmigo en que no se merece menos. Julia se interpone y evita su réplica, pero ya se han levantado tres o cuatro miradas, como siempre que Esther bambolea sus escurridas caderas hasta mi mesa, en busca de pelea.
Desde el primer día que la vi supe que no íbamos a ser amigas.
Me recibió como a una rival y, aunque le demostré que no venía a robarle su espacio, siempre que aparecía por la redacción y ella estaba allí, había tensión eléctrica en el ambiente, como si fuera a estallar una tormenta.
Recuerdo con claridad el día en que Julia me llamó por orden de Fernando para hacerme una entrevista de trabajo. Estaban buscando a alguien para cubrir un puesto y, aunque yo no me había postulado, alguno de mis reportajes había caído sabe Dios cómo en sus manos y el jefe quería sondearme personalmente.
Julia no estaba en su sitio cuando pregunté por ella en la puerta y fue Esther quien salió a buscarme. Cuando la vi pensé que era simplemente perfecta: guapa, no demasiado alta pero delgadísima y bien proporcionada, elegante, permanentemente bronceada y con unos ojos azules y una melena corta de bucles dorados por los que habría matado cuando era más joven e insegura y estaba convencida de que el prototipo ideal era el de Olivia Newton John en
Grease
.
Sonreí abiertamente buscando su aprobación o su complicidad, pero se me quedó mirando a unos cinco pasos de distancia, midiéndose claramente conmigo. La verdad es que, físicamente, nunca había visto a dos personas tan opuestas: si su aspecto es engañosamente angelical, el mío es más… voluptuoso y terrenal, por decirlo de alguna manera, pero infinitamente más honesto.
Mi piel clara y mi pelo castaño oscuro, liso y largo ya eran suficiente carta de presentación antes de que se pusiera a analizar con desdén mis labios carnosos por naturaleza (herencia paterna), mis brazos bien torneados, mis piernas esbeltas, mi cintura estrecha, la curva de mis caderas lo suficientemente cerrada como para enmarcar un culo firme, redondito y alto (herencia materna). Me sentí tan intimidada que, instintivamente, me tapé con el bolso los pechos (algo más pequeños de lo que, por altura y peso, me corresponderían). Si Esther hubiera sido un hombre, yo habría entendido aquel examen, pero como no lo era, supuse que no seríamos amigas. ¡Qué le vamos a hacer! Me pasa a menudo. Tampoco era un drama. Al fin y al cabo, no pensaba quedarme allí. Sólo había ido con la intención de ser amable con Fernando y con Julia, por si algún día podía venderles un reportaje.
—¿Tú eres Pandora?
La verdad es que no sonó muy acogedor.
—Sí. ¿Julia?
En realidad, después de oír su voz, no me cabía ninguna duda de que aquélla no era la mujer que me había llamado por teléfono.
—¿Estás de broma? —Su risa sonó irreal—. ¡No!, por supuesto. Sólo me mandan a buscarte. Ven.
Estaba claro que aquello no era una invitación. Era una orden.
Obedecí. Me enderecé para poder mirarla desde arriba al pasar por su lado (para algo tiene que valer medir 1,70) y la precedí por la puerta.
Cuando llegamos a la mesa de Julia y Esther desapareció después de presentarme, la que iba a ser mi jefa me miró sonriendo:
—Ya te odia. ¡Qué rapidez! Es todo un récord. Creo que no tendrás más remedio que aceptar el puesto y quedarte con nosotros. Necesitamos más efectivos para combatirla.
Su sinceridad me desarmó y me hizo soltar una relajante carcajada.
Después de felicitarme, achucharme e insultarme, por ese orden, sonríe todo lo abiertamente que puede y suelta la siguiente mentira:
—Te deseo todo lo mejor.
Se da media vuelta agitando los rizos y se marcha, sin más.
—Y yo a ti, todo lo que te mereces —contesto.
Pero ya no puede oírme.
En ningún caso pienso negar de dónde procede Javier, cuál fue nuestro punto de encuentro y cómo nos conocimos. Pero sí me gustaría guardarme para mí el comienzo de nuestra historia que, aunque en su vertiente sexual ya he glosado en el blog (puede que con mayor detalle de lo que a él le gustaría), en la sentimental siento que nos pertenece sola y exclusivamente a nosotros. Pero eso es prácticamente imposible en una empresa como la mía que se dedica por principios a descubrir secretos, cuanto más inconfesables, mejor.