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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (39 page)

—Para aquí, frena.

No lo pienso dos veces y lo hago. Raudo, veloz, tal como es ella. Menos mal que no llega ningún coche por detrás. Mi hermano… ¿Quién lo aguantaría después? Claro que siempre podría tomarla con el ladrón. Gin baja de prisa del coche.

—Ven.

—Pero ¿adónde?

—Sígueme. Mira que haces preguntas…

Estamos delante del puente Milvio, en una pequeña plaza junto al Tíber de donde sale via Flaminia, que llega hasta la piazza del Popolo. Gin corre por el puente y se para a medio camino, delante de la tercera farola.

—Ya estamos, es ésta de aquí.

—¿Esta qué?

—La tercera farola. Hay una leyenda sobre este puente, el puente Milvio o Mollo, como lo llamaba Belli.

—¿Qué pasa?, ¿ahora te haces la culta?

—¡Soy culta! Sobre muy pocas cosas, pero lo soy. Como por ejemplo ésta, ¿quieres escuchar la leyenda o no?

—Antes quiero un beso.

—Vamos, escucha… Es una historia preciosa.

Gin se vuelve y resopla. La abrazo por la espalda. Nos apoyamos en el pretil y miramos a la lejanía. Algo más allá hay otro puente, el de corso Francia. Me pierdo con la mirada. Y ningún recuerdo altera este momento. ¿Incluso los fantasmas del pasado saben respetar determinados momentos? Parece ser que sí. Gin se deja besar. Debajo de nosotros, el Tíber, oscuro y lóbrego, discurre silencioso. La luz débil de la farola nos ilumina ligeramente. Se oye el lento chaparrear del río en los diques. Su curso se rompe de repente alrededor de las columnas del puente. El agua gorjea, se levanta, rebulle, barbota. Después, inmediatamente después, se une otra vez y sigue en silencio su carrera hacia el mar.

—¿Me la cuentas o no?

—Ésta es la tercera farola que da al otro puente… ¿Ves eso de ahí?

—Sí… Me parece que alguien se ha equivocado atando la motocicleta…

—Pero ¿qué dices, tonto? Es el «candado de los enamorados». Se engancha un candado en esta cadena, se cierra y se arroja la llave al Tíber.

—¿Y después?

—Ya nunca te separas.

—Pero ¿quién inventará esas historias?

—No lo sé. Ésta existe desde siempre, la refiere incluso Trilussa.

—Te burlas de mí porque no lo sé.

—Es verdad… Lo que ocurre es que tienes miedo de poner un candado.

—Yo no tengo miedo.

—Eso es de un libro de Ammaniti.

—O de una película de Salvatores, según se mire.

—De todos modos, tienes miedo.

—Ya te he dicho que no.

—Claro que sí, y te burlas porque no tenemos un candado.

—Quédate aquí, no te muevas.

Vuelvo al cabo de un minuto con un candado en la mano.

—¿Y eso de dónde lo has sacado?

—Mi hermano. Lleva un candado con una cadena para bloquear el volante.

—Claro, no se le puede ocurrir que sea su hermano el que le mangue el coche.

—Tú eres tan responsable como yo. Además, aún me debes veinte euros.

—Tacaño.

—¡Ladrona!

—Pero ¿qué dices? ¿Qué quieres?, ¿el dinero del candado? Si quieres, al final pasamos cuentas…

—Entonces me deberás demasiado.

—De acuerdo, basta, dejémoslo ahí. Entonces, ¿vas a hacerlo o no?

—Claro que sí.

Pongo el candado en la cadena, lo cierro y saco la llave. La mantengo un momento entre los dedos mientras miro a Gin. Ella me mira. Me desafía, me sonríe y levanta una ceja.

—¿Y ahora?

Cojo la llave entre el índice y el pulgar. La dejo colgar un poco más, suspendida en el vacío, indecisa. Después, de pronto, la suelto. Y vuela hacia abajo, patas arriba en el aire, y se pierde entre las agua del Tíber.

—Lo has hecho de verdad…

Gin me mira con aspecto extraño, soñador, incluso un poco emocionada.

—Ya te lo he dicho. No tengo miedo.

Me salta encima, a horcajadas, me abraza, me besa, grita de alegría, está eufórica, está loca, está… Está preciosa.

—Eh, eres demasiado feliz. ¿Acaso funciona de verdad esta leyenda?

—¡Tonto!

Y echa a correr, gritando en el puente. Se cruza con un grupo de hombres. Tira del abrigo del más serio, lo hace girar sobre sí mismo y casi lo obliga a bailar con ella. Luego se marcha corriendo otra vez, mientras los demás se ríen. Empujan bromeando al tipo, que se ha enfadado y quiere reñirla. Paso cerca del grupo y me encojo de hombros. Todos comparten la felicidad de Gin. Incluso el tipo serio al final me sonríe. Sí, es verdad, es tan guapa que todo el mundo, al verla, no puede evitar sonreír.

Cincuenta

Mañana.

—¡No me lo puedo creer! —Paolo entra como un huracán en mi habitación—. Una pasada, no tenía ninguna duda, sabía que seguías siendo el mítico Step. ¿Cómo demonios te las has arreglado?

Todavía no entiendo nada; sólo sé que la palabra «coño» hubiera sido más apropiada. «Demonios» es algo que no soporto. Doy media vuelta en la cama y asomo entre las almohadas.

—¿Para qué?

—El coche…, lo has encontrado, y en tan poco tiempo… Te ha bastado una noche. Eres demasiado.

—Ah, sí… Hice algunas llamadas. Y tuve que «dar» lo que ya sabes.

—¿Qué sé? No, no lo sé… —Paolo se sienta en la cama—. ¿Qué has tenido que dar?

—Oye, no te hagas el tonto… El dinero.

—Ah, claro. Pero, qué importa eso, la felicidad… Oye, ¿cómo era el tipo que me lo robó? ¿Un listillo, un imbécil, un tipo duro, uno de esos con cara…?

Interrumpo esa falsa hipótesis de retrato robot.

—No lo vi. Me lo trajo un tipo que conozco, pero él no tenía nada que ver con el robo.

—Bueno, mejor así. Ya está hecho; a lo hecho, pecho.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, se dice así, ¿no?

Me vuelvo en la cama y meto la cabeza debajo de una de las almohadas. Mi hermano. Dice cosas que no sabe ni siquiera qué significan. Noto como se levanta de la cama.

—Gracias otra vez, Step.

Está a punto de salir de la habitación, cuando me incorporo.

—Paolo…

—Sí, dime…

—El dinero…

—Ah, sí, ¿cuánto hemos tenido que pagar?

—¿Hemos? Has tenido que pagar dos mil trescientos. Mucho menos de cuanto habías previsto.

—¿Tanto? ¡Me cago en la puta!

Cuando se trata de dinero sí que le salen los tacos de verdad.

—¡Ladrones!… Me dan ganas de no dárselo.

—Sí, pero es que yo ya he pagado. Aunque si quieres denunciamos el robo y se lo devuelvo en seguida.

—No, no, ¿bromeas? Es más, gracias, Step, tú no tienes nada que ver. Te lo dejo sobre la mesa.

Poco después me levanto. La mañana ya ha empezado y tengo ganas de desayunar. Me cruzo con Paolo en el salón. Está sentado, acabando de rellenar el cheque.

—Aquí lo tienes. —Perfecciona su firma con un último retoque—. He añadido algo para ti por las molestias.

Cojo el talón y me lo guardo. Paolo sonríe como diciendo «¿Estás contento?».

2.400. Es decir, cien euros más de lo que hubiera tenido que darle al ladrón, cien euros para un tipo que se ha dejado la piel para encontrar su coche; al menos, eso es lo que él piensa. ¡Menudo agarrado! ¡Pero si vives a lo grande! Dame al menos 2.500, ¿no? Pero como en realidad me ha dado una propina enorme por «prestarme» su coche y por una espléndida velada, una buena cena y todo lo demás…, no puedo sino decirle:

—Gracias, Paolo.

—Faltaría, gracias a ti.

Odio este tipo de frases.

—¿Sabes qué? Lo más absurdo es que me han robado también un candado.

—¿Un candado?

Me hago el loco.

—Pues sí: estaba tan preocupado por el coche que cuando lo aparcaba ponía también una cadena alrededor del volante. Pero ayer no la puse… ¿Cómo iba a pensar que iban a robarme el coche del garaje? ¿Para qué querrá un candado un ladrón?

—¿Para qué? Ni idea.

Realmente no sé qué responder a esa pregunta. «Pues para el candado de los enamorados…»

—Pero la cosa no acaba ahí, Step, mira.

Me lo tira sobre la mesa. Lo cojo y lo miro mejor. Delicado, sencillo. Reconozco el cierre que abrí anoche. Un sujetador. Su sujetador.

—¡¿Lo entiendes?!… ¡Esos desgraciados me robaron el coche para echar un polvo! Sólo espero que ella no se entregara a ese ladrón de mierda. Es más, espero que el candado se lo pusiera ella.

—Bueno, si has encontrado un sujetador en el coche, no creo que las cosas fueran como imaginas.

—Pues sí, eso también es verdad.

Me levanto y me dirijo hacia la cocina.

—¿Qué haces?, ¿te lo quedas?

Hago ver que no entiendo.

—¿El qué?

—¿Cómo que el qué? ¡El sujetador!

Sonrío y lo balanceo delante de mi cara.

—¡Bueno, por qué no, haré una nueva edición de Cenicienta! En lugar del zapatito, buscaré la chica a la que le vaya bien este sujetador.

—Bueno, les irá bien a todas las que llevan la talla tres.

—Menudo ojo tienes… Mejor, así no será tan difícil encontrarla.

Paolo me mira y levanta las cejas.

—Tú te crees un príncipe azul, ¿verdad, Step?

—Depende de quién sea esta vez Cenicienta.

Cincuenta y uno

—¿Entonces?

Ele viene hacia mí y casi me salta encima. Parece enloquecida.

—Cuéntamelo todo, venga… ¿Qué hiciste?

Después me rodea con los brazos, casi torturándome.

—Estoy segura de que…

—¿Y tú cómo sabes qué he hecho?

—Lo noto… Lo noto… Sabes que yo soy sensible.

Se sienta circunspecta a mi lado.

—Sí, ya, sensible… Bueno, te lo cuento, pero no se lo digas a nadie, ¿eh?

Ele asiente, sonriendo, y abre de par en par los ojos; no cabe en sí de alegría.

—Hicimos el amor.

—¿Qué?

—Ya lo has oído.

—No te creo.

—Pues créetelo.

—Sí, claro, menuda bola acabas de soltarme.

—Bueno, de acuerdo, pues no hicimos nada.

—¡Sí, nada! No te creo.

—¿Ves? No me crees te diga lo que te diga.

—Vale, pero también hay un punto medio, ¿no?

—Sí, pero y si no fue así, ¿qué quieres?

—Quiero la verdad.

—La verdad ya te la he dicho.

—¿Cuál es?

—¡La primera!

—¿O sea, que follasteis?

—¿Por qué tienes que hablar siempre así?

—Porque es lo que hicisteis, ¿no?

Me mira ofendida, sin creerme aún.

—Entonces me has mentido.

—Está bien, pues follamos, hicimos el amor, hicimos sexo…, llámalo como quieras. Pero lo hicimos.

—O sea, que así, de repente, lo has hecho con él…

—¡Siií, ¿y con quién si no?!

—Bueno, como habías esperado tanto…

—¡Precisamente! Mira que eres boba. Cuántas veces me habrás dicho: «Hazlo, vete con ése (y me ponías delante a uno cualquiera), vete con aquél, pero ¿qué te importa?, si no te gusta no vuelves a verlo y ya está»; y ahora te quejas porque me he liado con Step. Eres rara de cojones.

—Es que me parece extraño… ¿Y cómo fue?

—¿Que cómo fue? Qué sé yo, no tengo con qué comparar.

—Bueno, quiero decir si te encontraste cómoda, si te hizo daño, si sentiste placer, de cuántas maneras lo hicisteis… ¿Dónde estuvisteis?

—Dios mío, no me lo puedo creer, pareces un río desbordado con todas esas preguntas.

—¡Lo soy!

—¿El qué?

—Un río desbordado.

—Está bien, estuvimos en el Capitolio. Allí empezamos…, y después nos trasladamos al Foro romano…

—¿Y allí te la metió?

—¡¡¡Ele!!! ¿Por qué siempre tienes que estropearlo todo? Fue precioso. Si sigues así, no te cuento nada más.

—Eh, si sigues así, seré yo quien te pediré los derechos.

No me lo puedo creer. Es su voz. Ele y yo nos volvemos de golpe. Están precisamente allí, sentados dos filas más atrás Step y Marcantonio. Lo han oído todo. Pero ¿desde cuándo están ahí? ¿Qué he dicho? ¿De qué he hablado? En una décima de segundo recorro rápidamente toda la última media hora…, mi vida, mis palabras. ¡Dios mío! ¿Qué le habré contado? Algo sí que he dicho. Pero ¿desde cuándo están ahí? Estoy perdida, acabada, me gustaría desaparecer debajo de la silla. Por otro lado, esto es el TdV, el Teatro delle Vittorie, el templo de la farándula. ¿Quién era ese muñeco? Provolino. ¿Cómo era su frase? «Bocaza mía, estate callada.» Y si fuera la Carrà, querría hacer como el personaje de esa canción suya, Maga Maghella, y desaparecer. En cambio, cruzo mi mirada con Step, que levanta la ceja:

—Bueno, lo pasamos bien, ¿eh, Gin?

Sonríe divertido. No sé qué decir… No debe de haber oído tanto. Al menos, eso espero.

Marcantonio rompe ese dramático silencio.

—Bueno, ¿qué hacemos esta noche? Después de todos esos bonitos relatos podríamos ir a un
privé
. —Marcantonio me mira. Tiene una mirada muy intensa. Bromea. Al menos, eso espero…—. ¿Qué tal un intercambio de parejas?

Ele estalla en una carcajada, mirándome.

—Pues no estaría mal. ¡Contigo, Gin, una locura!

Marcantonio se acerca y me acaricia el pelo. Step permanece sentado en la silla y juega con el asiento haciéndolo balancearse hacia adelante y hacia atrás. Yo no sé qué hacer. Es como si me faltara la respiración. Me sonrojo, o al menos eso creo. Bajo los ojos, resoplo. Los pelos se me ponen de punta. Después ocurre el milagro.

—¿Entonces, todos listos? ¡Empezamos los ensayos!

Desbandada general ante las palabras del ayudante de estudio. O quizá del supervisor, no lo sé. Sea quien sea, me ha salvado. Salgo disparada pero un instante después vuelvo atrás. Lo veo desprevenido ante mi gesto, mejor así. Me acerco y lo llamo.

—¿Step?

Se vuelve. Le doy un beso suave en los labios. Ya está. Step me mira y esboza una sonrisa como sólo él sabe.

—¿Sólo eso?

No quiero darle la razón.

—Sí, sólo eso. Por ahora.

Y sin decir nada más, me alejo tranquila. El supervisor del estudio se acerca a Step.

—Qué carácter tiene esa chica, ¿eh?

—Sí, qué carácter.

—¿Cómo se llama?

—Ginevra, Gin para los amigos.

—Es tremenda.

El supervisor del estudio se aleja. Y yo, por si las moscas, lo vuelvo a llamar.

—Eh…

—¿Sí?

—Es verdad, es tremenda. Y es mía.

Cincuenta y dos

Tarde de pruebas. Estoy en la sala de dirección artística con Marcantonio. Cerca de nosotros, separados simplemente por un cristal, están Mariani y todos los demás. El Serpiente se mueve nervioso. El Gato & el Gato están sentados como buitres a las espaldas de Romani. Miran el monitor de la consola como enloquecidos, saltan de una esquina a otra de la sala, buscando el encuadre perfecto, el ideal que ofrecer en casa para reproducir lo mejor posible lo que verán. Romani, no; Romani está tranquilo. Fuma lentamente un cigarrillo, lo mantiene suspendido en el aire a pocos centímetros de su cara en un extraño juego de equilibrio. La ceniza dibuja un difícil arco que parte de sus dedos, se prolonga en el aire permaneciendo así, suspendida en el vacío, sin caer. Con la otra mano, Romani hace unos ligeros movimientos y chasquea los dedos. Alterna las cámaras que sin demora le son ofrecidas por el tipo que está en el mezclador. El tipo es impasible. Pulsa botones en un teclado, como si tocara un pequeño piano, quita del monitor más pequeño las imágenes y las pasa al monitor grande delante de Romani. Uno, dos, tres, fundido, cuatro, cinco, seis, vista aérea.

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