Read Tengo ganas de ti Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (50 page)

—¡Step! No me lo puedo creer… Qué sorpresa…

Se levanta y viene a mi encuentro. Me abraza, me aprieta fuerte y me besa dulcemente. En la mejilla. Después se separa, pero no demasiado. Me mira a los ojos y sonríe.

—Qué contenta estoy de verte… Pero ¿qué haces aquí?

Pienso en «¡Carramba che sorpresa!». ¿Qué habría gritado Raffaella Carrà? Ah, sí: «¡Está aquí Babi!» Pero no me da tiempo. Empieza a hablar. Se ríe y habla, habla y ríe. Parece saberlo todo de mí. Sabe dónde he estado, qué he hecho en Estados Unidos, conoce mis estudios, mi trabajo…

—Y volviste a Italia a principios de septiembre. Para ser exactos, creo que el tres. Y ni siquiera me felicitaste por mi cumpleaños… No te acordaste, ¿eh? Bueno, te perdono…

Y sigue así, riendo. El 6 de septiembre era su cumpleaños, y ese día yo me acordé perfectamente, como siempre. Como todos los años, también en Estados Unidos, como todo lo que tenía que ver con ella, lo más bonito y lo más doloroso. ¿Y ella? Ella me perdona ¿El qué? ¿No haber sabido olvidarla?

—¡Es el 6 de septiembre! Ves como no te acuerdas…

—Ah, es verdad.

Le sonrío y la dejo continuar. Ella habla por los dos, decide ella, avanza ella, como ha hecho siempre.

—Y luego hiciste un programa de televisión y después vi los periódicos, con esas fotos. Para salvar a esa chica… ¿Cómo se llama? Bueno, ahora no me acuerdo. De todos modos, te busqué, pero…

Por suerte continúa. Sin pedirme el nombre. Ginevra, Gin para los amigos. Tendría que llamarla. Tengo que llamarla. Le he dicho que hablaríamos luego, quizá. Sí, he dicho quizá. Siempre me puedo excusar en ese «quizá». Apago el móvil. Me vuelvo. Me sale instintivamente. Veo que Guido me sonríe. Se da cuenta y me guiña el ojo. Él, pérfido Mecha, yo, estúpido Pinocho en las manos de una Hada Azul. ¿Buena o mala? Y lo veo marcharse. Veo como se cierra la puerta a sus espaldas y me deja solo. Solo con ella, con Babi, solo con el destino de mi pasado. Y Babi me coge de la mano.

—Ven, te presentaré a mis amigos.

Y me arrastra así, más novia, más mujer, más segura, más madura. Más… más no sé qué.

—Mira, éste es Giovanni Franceschini, el propietario del Caminetto Blu… Él es Giorgio Maggi; seguro que lo conoces: tiene esa gran empresa inmobiliaria que se dedica a la compraventa… Sí, que ahora es muy conocida: se llama Casa Dolce Casa.

—No, no la conozco, lo siento.

Y sonrío, y saludo como si todo eso me importara algo. Y otros nombres, y otras historias. Títulos comerciales de jóvenes pseudonobles de esta sociedad que ya no tiene ningún título… Al menos, para mí.

—¡Y ella es Smeralda, mi mejor amiga! —Babi se me acerca cómplice, mansa, ronronea y me sugiere cálida al oído—: Digamos que ha ocupado el sitio de Pallina.

Y se ríe. Y yo sólo percibo su perfume: Caronne. Y la miro. Al menos en eso no ha cambiado. Y querría decirle: «¿Y quién ha ocupado mi sitio?» Mi sitio. Ya. «¿Por qué pensabas que tenías uno?», podría contestarme. Entonces me quedo callado, me quedo en silencio. La miro mientras continúa con ese extraño baile de presentaciones. Ella, hábil cortesana, dama impecable de ésa, su alta sociedad, de su corte dorada. Y baila, y se ríe y echa hacia atrás la cabeza y cascadas de pelo y perfume y de nuevo su risa. Y otra vez… Otra vez tú. Pero no teníamos que volver a vernos… Y siento todo mi dolor. Lo que no sé, lo que no he vivido, lo que ahora me falta. Para siempre. ¿Cuántos brazos te han estrechado para convertirte en lo que eres? Cuánta razón tienes. Qué cierto es. Qué importa. Al fin y al cabo, ella no me lo dirá, por desgracia. Por eso me quedo en silencio. Y la miro. Pero no la encuentro. Entonces voy a buscar esa película en blanco y negro que ha durado dos años. Toda una vida. Esas noches pasadas en el sofá. Lejos. Sin conseguir darme una explicación. Arañándome las mejillas, pidiendo ayuda a las estrellas. Fuera, en el balcón, fumando un cigarrillo. Siguiendo después ese humo hacia el cielo, arriba, más arriba, más aún… Allí, donde precisamente habíamos estado nosotros. Cuántas veces he nadado en ese mar nocturno, me he perdido en ese cielo azul, llevado por los efluvios del alcohol, por la esperanza de encontrarla otra vez. Arriba y abajo, sin tregua. Por Hydra, Perseo, Andrómeda… Y abajo, hasta llegar a Casiopea. La primera estrella a la derecha y después todo recto, hasta la mañana. Y otras muchas. Y a todas les preguntaba: «¿La habéis visto? Por favor… He perdido mi estrella. Mi isla, que no existe. ¿Dónde estará ahora? ¿Qué estará haciendo? ¿Con quién?» Y a mi alrededor, ese silencio de esas estrellas entrometidas. El ruido molesto de mis lágrimas agotadas. Y yo, estúpido, buscando y esperando encontrar una respuesta. Dadme un porqué, un simple porqué, cualquier porqué. Pero qué idiota. Ya se sabe. Cuando un amor se acaba se puede encontrar todo, excepto un porqué.

Sesenta y ocho

Claudio conduce tranquilo. De vez en cuando mira el retrovisor para ver si Raffaella lo está siguiendo. Nada. Ningún coche detrás de él, ninguna sospecha. Sólo una patrulla de la policía, que en un determinado momento enciende las luces y acelera derrapando. Claudio ve pasar el vehículo como una flecha girando a la derecha, Cassia abajo. No se han dignado dirigirle ni una mirada. Se entiende —piensa para sus adentros—. Yo soy un ciudadano modelo, nunca he hecho nada malo. Y del todo convencido de su completa inocencia, acelera y toma corso Francia, a toda velocidad hasta via Marsala. Poco después está en Porta Pia. Se para cerca del Europa, aparca y saca el móvil del bolsillo. Lo abre, mira. Nada, ningún mensaje. Había quedado con Francesca en que nos veríamos en el hotel a las nueve y media. Si hubiera habido algún problema o hubiera acabado antes, me habría enviado un mensaje. Mejor así. Cuantos menos mensajes se envíen, menos probabilidades de ser descubiertos. Después de que Raffaella abrió el extracto bancario y me hizo ese tercer grado sobre el taco de billar, no puedo llamar o mandar más mensajes desde mi móvil. Es demasiado arriesgado. Raffaella sería capaz incluso de llamar a Franchi y de hacerle un tercer grado también a él. Él no está acostumbrado a una fiera como ella, y con más o menos solidaridad masculina, al final cedería. Estoy seguro. Es mejor llamar siempre desde la oficina y borrar los mensajes tras haberlos leído. Claudio cierra el teléfono y vuelve a metérselo en el bolsillo donde lo lleva siempre. Luego, tranquilo y relajado, decide permitirse un cigarrillo. Cuando es necesario, es necesario. Además, hoy no hay ningún tipo de inquietud. Y así es como Claudio se enciende un buen Marlboro. Pero si hubiera mirado bien su móvil, se hubiera dado cuenta de que es ligeramente más nuevo que el de costumbre. Y en ese caso no habría sentido inquietud, sino auténtico terror.

Beep. Beep
. El sonido de llegada de un mensaje. El móvil de Claudio centellea sobre la mesa. Lo sabía. Era sólo cuestión de tiempo. Raffaella sonríe y lo coge. Espera un instante y lo mira indecisa. Eso, éste es el momento que podría cambiar totalmente mi vida. Y pensar que cuando Claudio quiso coger esos dos móviles idénticos en
3
, porque estaban de oferta, yo lo critiqué tanto. Pobre Claudio —piensa—, haber podido cambiar hoy mi móvil por el que tenía en la chaqueta no tiene precio. Después su cara cambia repentinamente, se endurece. La rabia la transforma. Entonces decide abrirlo. Descubrir esa carta, ese mensaje que podría acabar definitivamente con la partida más importante de su vida. Lo abre y después lee: «¡Hola, tesoro! He acabado ahora. Nos vemos allí a las nueve y media, como dijimos.»

Raffaella abre de par en par los ojos, se le vuelven verdes de bilis, se le salen de las órbitas, la rabia le hace rechinar los dientes, jadear al respirar. Querría arrojar el móvil de Claudio contra la pared, pero sabe que entonces perdería toda traza de esa «F» de mierda, de esa mujer que se permite llamarlo «tesoro». Y repentinamente entiende la importancia de ese móvil, único indicio, única prueba para un proceso judicial futuro. Un mapa perfecto para poder llevarla ahora hasta su tesoro. Raffaella se tranquiliza, respira hondo, se relaja. Debe recuperar la lucidez. Debe actuar con astucia. Coge el móvil de Claudio y escribe lentamente la respuesta.

«Tengo que ir en taxi. En casa me han cogido el coche. ¿Qué le digo al taxista?», y después lo envía. Y espera. Espera no haber cometido ningún error, no haber usado una manera de escribir distinta, que no hubiera ninguna contraseña entre ellos, tipo «corto y cambio» o alguna otra gilipollez parecida. Claudio ha sido cuidadoso, pero no es tan genial. Nunca podría haber sospechado que yo cambiaría su móvil por el mío. Y precisamente en ese momento llega el mensaje de respuesta: «Tesoro, ¿cómo es que me escribes? Habías dicho que era peligroso. No sé el nombre de la calle, pero basta con que le digas hotel Marsala y te lleva seguro. Hasta pronto. Quiero tenerte como la última vez»…

Y ante la lectura de estas últimas palabras, Raffaella casi se siente morir. Se le encoge el estómago, se le tensa la mandíbula, le da un ataque de hígado. Luego va hasta el teléfono fijo y marca un número: 3570. Segundos después, la voz de la operadora de radio taxi le contesta.

—Por favor, un taxi para piazza Jacini en seguida. Es urgente. Espero en línea.

Algunos segundos después llega una voz grabada:

—Venecia 31 en dos minutos.

Raffaella cuelga para confirmar. Después lo piensa y le sobreviene casi una carcajada histérica. Venecia 31. Venecia fue su primer viaje Y es en un taxi llamado así el que acabará todo. Después corre hasta el baño y vomita incluso lo que no ha comido.

Algo más tarde. Parado en el piazzale de Porta Pia, Claudio mira la hora. Son las nueve. Aún tiene media hora. Tiene sed. Decide ir a tomar una cerveza a un bar cercano. Pone el coche en marcha y hace un cambio de sentido. Aunque ha cometido una infracción, ha sitio prudente: ha mirado que no viniera nadie. Sólo había un taxi que llegaba desde el fondo de la calle. Si hubiera estado atento, habría visto su nombre: Venecia 31. Claro que eso tampoco le hubiera dicho nada. Pero si hubiera estado aún más atento, si hubiera mirado también dentro del vehículo, entonces habría entendido que no había escapatoria para él.

Raffaella baja del taxi, paga y entra en el hotel Marsala. Mira a su alrededor. Una decoración horrible. Una planta de plástico en una esquina. En el suelo, una alfombra roja raída. Cerca de la pared hay una vieja butaca de madera gastada. Delante, una mesita con el cristal roto y algunas revistas viejas descuidadamente colocadas encima. Un conserje se asoma en el mostrador.

—Buenas noches, ¿puedo ayudarla? ¿Necesita algo?

—El señor Gervasi me ha aconsejado este hotel. ¿Está en su habitación?

El conserje la mira. Pero es un instante. Ya ha visto bastantes como para saber que es mejor que se meta en sus asuntos. Después se vuelve. Mira en el cajón de las llaves. La dieciocho aún está allí.

—No, aún no ha llegado.

Sonríe a la señora de manera amable.

—Bien, gracias, entonces, si no le importa, lo esperaré aquí.

Raffaella se sienta en la butaca, tratando de no hacerlo con demasiado ímpetu. Sólo faltaría eso, caerse, romperse una pierna y que tuvieran que llevarla al hospital. Ahora que sabe la verdad, que ha llegado a la meta, al final de su carrera. Este último encuentro no quiere perdérselo por nada del mundo. Raffaella abre un periódico y lo hojea velozmente. Pero es como si no viera las fotos, los textos, los anuncios. Sólo páginas de colores. De color rojo sangre. Y precisamente en ese momento llega Francesca. Abre la puerta de cristal del hotel y entra con su alegría de siempre, saludando al conserje.

—¡Hola, Pino! ¿Ha llegado Claudio?

El portero la mira a ella y después a Raffaella. Responde casi balbuceando.

—No…, aún no.

—Entonces, dame las llaves; lo esperaré arriba.

El portero le da la llave número dieciocho y después decide marcharse a la otra habitación. En algunos casos, es mejor no haber visto nada.

Raffaella arroja el periódico sobre la mesilla y se levanta. Camina hacia ella, se detiene a un paso y la mira a los ojos. Francesca se queda sin palabras. Asustada, da un paso atrás. Raffaella, repentinamente, la reconoce. No me lo puedo creer. Qué estúpida he sido. No era una postal: era una foto plastificada. La chica de la playa es ella. Ella es «F».

—Pero ¿qué ocurre?

Rafaella esboza una sonrisa desafiante.

—Nada, una inspección. ¿Cómo te llamas?

—Francesca, ¿por qué?

En un instante, esa «F» toma forma. Francesca la imbécil.

—Estás esperando a Claudio, ¿verdad?

Francesca no entiende nada. O quizá no quiere entender. De todos modos, Raffaella no le da tiempo. Coge el móvil de su marido y marca el número, su propio número.

—Espera, que ahora te lo paso.

Claudio acaba de comprar una cerveza y está bebiendo un sorbo en el coche cuando casi se queda de piedra al oír sonar ese móvil en su bolsillo. Vibra y suena con un timbre que no es el suyo. Lo coge. Lo mira sorprendido, sin entender nada. Después lo abre. Y en ese momento ve lo que nunca habría esperado: su nombre, «Claudio», que brilla enorme en la pantalla. ¿Cómo es posible que me esté llamando a mí mismo? No entiende nada. Ése es su último, estúpido pensamiento, antes de poder reaccionar, entender, caer en las profundidades del drama. Sigue mirando su nombre como hipnotizado por ese timbre, sin entender que ese sonido es su llamada para un viaje sin retorno al infierno. Después, de repente, no aguanta más y decide contestar.

—¿Sí? —dice casi temeroso, preocupado por oír quién sabe qué al otro lado. Y, en efecto, es precisamente ella, la última persona que hubiera querido oír: su mujer.

—Hola, Claudio, te paso a una persona.

Él se queda sin palabras, no le da tiempo a decir nada, mientras Raffaella pone el móvil contra la oreja de Francesca. Claudio no puede imaginar, no quiere imaginar cuál será ahora la segunda voz que oirá… ¿Quién es la persona que está con su mujer? ¿Quién puede ser? Entonces, completamente desorientado, decide hablar igualmente.

—¿Hola…?

—Claudio, ¿eres tú? Soy Francesca… Aquí hay una señora que me ha preguntado…

Pero no le da tiempo a acabar. Raffaella le quita el móvil de la oreja y vuelve a hablar con Claudio.

—Te espero en casa.

Precisamente en ese momento, Claudio pasa con el coche por delante del hotel Marsala con el móvil aún abierto y las ve juntas: Raffaella y Francesca. No cree lo que ve, se queda aterrado y acelera, intentando huir de alguna manera. Pero no sabe que desde este momento ya no tiene escapatoria.

Other books

Plastic Polly by Jenny Lundquist
Weekend Getaway by Destiny Rose
One Little Kiss by Robin Covington
Come Little Children by Melhoff, D.
Conflicting Hearts by J. D. Burrows
Heroin Annie by Peter Corris
Blues for Zoey by Robert Paul Weston
Celluloid Memories by Sandra Kitt
Warrior's Daughter by Holly Bennett