Read Tengo ganas de ti Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (49 page)

—¡Bueno, tú también, por las fotos que he visto!

—No lo sabía. ¿Han publicado también las fotos de los tres? Eso me lo he perdido.

Pero no es importante. Aún tengo bien presente la escena real con los originales de carne y hueso. Dejo el tema de lado.

—Entonces ¿qué puedo hacer por ti?

—Soy yo el que puede hacer algo por ti. Pasaré a recogerte a las nueve, Step, ¿te apetece?

—Depende.

—Oye, ¿no te habrás convertido en una de esas señoritas que creen tener la exclusiva del placer masculino? ¿Del estilo «iría pero no puedo»? Venga, te llevaré a una bonita fiesta, gente tranquila, cosa fina. ¿No me digas que has acabado en la jaulita de alguna piba? ¡Veremos a los colegas, algo tranquilo!

La idea de recordar viejos tiempos me apetece. Ha pasado un montón de tiempo. ¿Por qué no? Desconectar un momento de todo. Una zambullida en el pasado. Pienso en Pollo, pero no me duele. Un buen baño es lo que me hace falta. Manotazos en el hombro de gente que no veo desde hace demasiado tiempo. Alguna historia del pasado, apretones de manos y miradas sinceras. Amigos de peleas, los amigos más sinceros.

—¿Por qué no?

—De acuerdo, entonces dame la dirección y paso a buscarte con el coche. —Nos despedimos—. ¡A las nueve! Estate preparado…

Sigo entrenándome aún un rato. Le pongo más ímpetu. Presuntuoso. ¿Qué haces? ¿Quieres estar en forma para encontrarte con los amigos de antes? ¿Estar a la altura de sus recuerdos? ¡Step, el mito! Y, autoirónico, decido parar y darme una buena ducha.

Poco después ya estoy en casa. Me suena el móvil.

—Hola, no has pasado a buscarme.

Gin parece decepcionada.

—He pensado que aún estarías en el gimnasio.

—¡Ya quisiera! He tenido que ayudar a mi madre a subir la compra. Después se ha dado cuenta de que había olvidado comprar leche y entonces he ido yo. Después he vuelto y se ha dado cuenta de que se había olvidado el pan y he ido otra vez yo. Y encima el ascensor estaba estropeado.

—Bueno, no has ido al gimnasio pero estás igualmente en forma.

—Sí, claro. ¡Tengo unos glúteos fantásticos! ¿Quieres venir a verlos ahora? Justo tengo que subir a la azotea a recoger la ropa tendida porque esta noche me parece que lloverá.

—No, no puedo. Dentro de poco pasará a buscarme un amigo.

—Ah… —Gin parece quedarse mal.

—He dicho un amigo, Guido Balestri, aquel tipo alto y delgado… Estaba la noche que fuimos al Colonnello.

Intento tranquilizarla.

—Pues no me acuerdo. Está bien, como quieras. Bueno, yo a la azotea subiré igualmente. Y quien esté…

—Venga, no seas tonta. ¿Todavía nada?

—Todavía nada. Por ahora, eres aún un hipotético papá…

—Bueno, entonces aprovecho y esta noche salgo. Quizá hablemos luego.

—Nada de quizá. ¡Hablamos luego! ¡Y
llámame
sin la
elle
!

—De acuerdo. —Me río—. Como quiera el tercer dan.

No me da ni tiempo a colgar cuando suena el interfono. Es Guido.

—Ahora bajo.

Sesenta y seis

Raffaella da vueltas por el piso. Nada que hacer. No le salen las cuentas. Peor que el charcutero de debajo de casa, que cada vez te anota algo de más en la cuenta, o el gasolinero de la plaza, que te lava el coche y luego te llena el depósito. Personas de confianza que después se disculpan con la frase de siempre: «Pero si no es tanto; es el euro, señora, que nos ha hecho doblar el precio de todo.» Parece que haya sido acuñado adrede para sus timos. Pero aquí se trata de otra cosa, de Claudio. Claudio ha cambiado. Hasta en cómo le hizo el amor el otro día, sin querer quitarse la camisa. Es raro. Además de la música, ha cambiado incluso de gustos de lectura. Siempre había leído sólo
Diabolik
y, como mucho,
Panorama
. Y qué casualidad que esa revista sólo la cogía cuando en la portada salía una chica guapa. Naturalmente, medio desnuda. Hasta aquí, todo normal. Decía siempre que dentro había un importante artículo sobre el mundo de las finanzas. Pero ¿ahora? ¿Cómo se explica ese libro? Raffaella se acerca a la mesilla de noche de Claudio y lo coge.
Poemas
, de Guido Gozzano. Lo hojea. Nada, no hay nada. Después, de repente, algo que está entre las páginas cae. Una postal. Le da la vuelta en seguida para ver qué hay escrito. Nada. Sólo el sello y la firma de quien la ha enviado. Una «F», una simple «F». El sello es de Brasil. ¿Quién puede habérsela enviado? Alguien que ha estado en Brasil. Mira la fecha del matasellos. Fue enviada hace seis meses. De los amigos que conocemos, ¿quién pudo haber ido a Brasil hace seis meses? Filippo, Ferruccio, Franco. No, no me parece que haya ido ninguno de ellos. Por otra parte, ninguna de sus mujeres les habría dejado ir. A menos que fuera uno de ellos a escondidas… y le enviara una postal a Claudio con una F… No, no encaja. Da la vuelta a la postal y la mira. Hay una guapa chica brasileña. La clásica foto de una chica paseando por la playa con el culo al aire y un biquini tipo hilo dental. Lo raro es que se ve perfectamente su cara y sonríe. Nada. Vuelve a meterla en el libro y empieza a hojearlo. En un punto encuentra una frase subrayada en rojo. ¿Cómo puede ser? Claudio odia el rojo. Nunca lo usaría. Le recuerda los muchos errores que cometía en el colegio en clase de italiano, precisamente porque no leía nunca nada. Y además, el verso subrayado: «No amo más que las rosas que no cogí», con un signo de exclamación añadido. ¿Un signo de exclamación? Encima alguien que para colmo ha estropeado la sintaxis del poema, la ha afeado, violado. Alguien que no respeta nada y a nadie. Ni siquiera a mí. Sobre todo, a mí. Raffaella va velozmente a las últimas páginas para ver si está el precio, si ha sido recortado o tapado. No, el precio está ahí. Lo mira mejor. Se lo acerca a la cara, y de repente se da cuenta. Hay restos de pegamento. El precio estaba tapado. Han quitado la pegatina. ¡Ha sido Claudio! No quería que se viera el nombre de la tienda donde compraron este libro. ¡Se lo han regalado! Y ha sido esa «F». Esa imbécil de «F». Raffaella lo deja todo en su sitio. Tiene que idear un plan. Por desgracia, la única persona que conoce en la Telecom es el doctor Franchi, un amigo de Claudio. A ella no le diría nunca nada, ni de las llamadas ni de los mensajes que Claudio envía. La estúpida solidaridad masculina… No hablaría nunca, ni siquiera bajo tortura. Raffaella ya ha examinado su teléfono, y varias veces. Ni un mensaje, ni enviado ni recibido. También las llamadas realizadas, las recibidas o las perdidas son pocas, muy pocas. Es un móvil limpio, demasiado limpio. O sea, que está sucio. ¿Pero cómo puede arreglárselas? No es evidentemente como ese imbécil de Mellini, que para ahorrar se abonó al «You & Me», ese plan de llamadas donde eliges el número al que llamas más a menudo, y en el contrato mandó incluir directamente el número de la amante. Ése fue un juego incluso demasiado fácil de descubrir. Menudo desgraciado. Al menos en eso podía tener un poco de estilo. Debería estar contento ahora, con lo que ahorra: hasta la amante lo ha dejado. Pero a lo mejor lo hizo adrede para que lo descubrieran. Cuando un marido deja un mensaje en el móvil, quiere decir que, de todos modos, no le importa nada su mujer. Y que no sabe cómo decírselo. Así se ahorra también el mal trago. Qué desgraciados son los hombres. O sea que, por absurdo que parezca, tendría que estar contenta de que quite la etiqueta que tapa el precio del libro y que me lo esconda todo… Y así, mientras sopesa desesperada esta última consideración suya, repentinamente se le ocurre una idea. Una inspiración, un instante, una iluminación. Entorna los ojos y empieza a estudiarla en todos sus detalles. Y al final sonríe, porque entiende que es perfecta.

Algo más tarde. Claudio regresa a casa y Raffaella sale a su encuentro, saludándolo.

—Hola, ¿cómo estás? ¿Ha ido bien el trabajo?

—Muy bien.

—Ven, que te ayudo.

Claudio se deja quitar la americana, pero se queda perplejo. ¿A qué se debe esa repentina amabilidad? Hay algo que no funciona. ¿Habrá descubierto algo? ¿Otro problema con sus hijas? Pues habrá que afrontarlo en seguida. Claudio la sigue al dormitorio.

—¿Todo bien, tesoro? ¿Hay algún problema?

—No, todo bien, ¿por qué? ¿Quieres algo de beber?

Hasta me pregunta si quiero algo de beber… Entonces hay un problema, y gordo.

—¿Cómo está Daniela?

—Muy bien, fue a hacerse los análisis. Hoy deberían darle los resultados, pero parece que todo está bien. Pero ¿por qué me haces todas esas preguntas?

—Es que estás tan amable, Raffaella…

—Yo siempre soy amable.

—¡Pero no tanto!

Es verdad —piensa Raffaella—. Demonios, me estoy traicionando.

—¡Tienes razón, no se te puede esconder nada! Había olvidado por completo que Gabriella me ha invitado a jugar al burraco con ella. Pero habíamos dicho que a lo mejor íbamos al cine con los Ferrini, ¿no?

—Ah. —Claudio suspira, relajándose—. Pues seré sincero, querida: yo también lo había olvidado. Además me ha llamado Farini diciendo que esta noche me da la revancha al billar, ¿te das cuenta? ¡Ahora seguro que viene a nuestro despacho!

—¡Perfecto, me alegro por ti! Entonces date una buena ducha, así te relajas. Si pierdes otra vez, pensará que lo haces adrede para darle gusto…, ¡y eso no está bien!

—Tienes razón, esta noche lo gano, estoy seguro.

Claudio se desnuda del todo y se mete en la ducha. Se relaja bajo el chorro de agua. «Qué maravilla —piensa—, nunca nada me ha parecido tan fácil. Y ella hasta se siente culpable. Puedo ir al hotel Marsala sin problemas y disfrutar hasta tarde. Qué suerte tengo…» Y no sabe cuánto se equivoca. Raffaella acaba de ultimar su plan. Ahora no tiene dudas. No es perfecto: es diabólico. Claudio termina de ducharse. Se seca rápidamente, excitado ante la idea de salir, y se despide.

—Pero ¿qué haces? ¿Tú no sales?

—No, jugamos hacia las diez. Así que esperaré a que regrese Daniela, me apetece.

—Vale, salúdala de mi parte y diviértete.

—Tú también.

Raffaella se despide de él con una sonrisa. Claudio sale corriendo. Pero si hubiera tenido ojos en la nuca habría visto como esa sonrisa, en cuanto se ha vuelto, se ha transformado en una mueca horripilante. La de una mujer que sabe lo que hace. Y que llegará hasta el fondo. Raffaella coge el teléfono fijo y llama a sus dos hijas. Después, a todas sus amigas más íntimas, a las que podrían de alguna manera tratar de localizarla en el móvil. A todas les dice lo mismo. Para todas inventa la misma mentira.

Sesenta y siete

Poco después estoy en el coche con Balestri. Le he traído una cerveza. Conduce alegre y deportivo, quizá no sólo por la cerveza.

—Ya está, ya hemos llegado.

Via di Grottarossa. Bajamos. Algunos coches están aparcados delante de la villa pero no reconozco ninguno. Llama a un interfono. Corsi. Tampoco conozco el apellido. Guido me mira curioso, parece divertido.

—Oye, Guido, ¿no te habrás equivocado de dirección? No veo la moto de nadie. Además, ¿ese Corsi quién es?

—Ésta es la casa, confía en mí y estate tranquilo. Al menos seguro que conoces una persona.

Abren la verja. Entramos. La villa es muy bonita, vidrieras tapadas con cortinas de distintos colores asoman sobre el jardín. Una piscina medio vacía descansa algo más allá, esperando los primeros días de mayo, y allí cerca, una pista de tenis con tierra batida y la red tensa parece montar guardia. Un camarero sonriente nos espera en la puerta, se aparta y nos hace pasar cerrándola a nuestras espaldas.

—Gracias.

Guido lo saluda. Parecen conocerse.

—¿Está Carola?

—Claro, está allí, pasad.

Nos acompaña por un pasillo. Cuadros iluminados se alternan perfectos en el interior de una impecable librería, entre libros antiguos, jarrones chinos suavemente pintados y objetos de cristal. Todos delicadamente encajados en esa madera clara. Llegamos a un gran salón. El camarero se aparta y una chica corre a nuestro encuentro.

—Hola.

Abraza a Guido saludándolo afectuosamente, pero sin besarlo en los labios. Debe de ser Carola.

—¿Lo has conseguido?

Guido se vuelve hacia mí y sonríe como diciendo: «Claro, Carola, ¿no ves que está aquí?»

Ella me mira. Se queda por un instante sorprendida. Me observa con atención como si me estuviera sopesando. Entorna los ojos, los aprieta como si no creyera que yo… soy yo.

—Pero él…, ¿es él?

Guido le sonríe.

—Sí, es él.

—Sí, creo que soy yo… Por lo general, me llaman Stefano, Step para los amigos… Pero nunca me habían llamado «él»… Pero ¿podéis explicarme qué está pasando?

Y repentinamente, desde esa puerta entornada, desde ese salón lleno de personas desconocidas, de voces lejanas y confusas, de libros antiguos, de cuadros pintados por el tiempo, oigo una risa. Su risa. La risa de la que he añorado, de la que he buscado, de ella, que ha sido mi sueño de mil noches. Babi. Babi. Babi… Babi está sentada en un sofá en medio del salón. Es el centro de atención, cuenta algo y se ríe, y todos se ríen. Mientras yo, solo, me quedo en silencio. Ése es el momento que tanto he esperado. ¿Cuántas veces en Estados Unidos, hurgando en los recuerdos, apartando momentos dolorosos, peñascos de desilusión, he llegado allí, al fondo, hasta encontrar esa sonrisa? Y ahora está aquí, frente a mí. Y la comparto con otras personas. Todo lo que era mío, sólo mío. Y repentinamente me veo corriendo a través de un laberinto hecho de momentos: nuestro primer encuentro, el primer beso, la primera vez… La explosión enloquecida de mi amor por ti. Y en un instante recuerdo todo lo que no he podido decirte, todo lo que hubiera querido que supieras, la belleza de mi amor. Eso es lo que hubiera querido mostrarte. Yo, simple cortesano admitido en tu corte, arrodillado delante de tu simple sonrisa, frente a la grandeza de tu reino, hubiera querido mostrarte el mío. Sobre una bandeja de plata, abriendo los brazos en una reverencia infinita, mostrándote mi regalo, lo que sentía por ti: un amor sin límites. Aquí tienes, mi señora, ¿ves?, todo esto es tuyo. Sólo tuyo. Más allá del mar y en el fondo, allí abajo, más allá del horizonte. Y aún más, Babi, más allá del cielo y más allá de las estrellas, y aún más, más allá de la luna y más allá de lo que se esconde. Eso es, éste es el amor que siento por ti. Y más aún. Porque esto es sólo lo que podemos saber. Te amo por encima de todo aquello que no podemos ver, por encima de lo que no podemos conocer. Ya está, eso es quizá lo que también hubiera querido decirte. Pero no pude. No pude decirte nada que tuvieras ganas de escuchar. ¿Y ahora? ¿Qué podría decirle ahora a esa chica que está sentada en el sofá? ¿A quién puedo mostrarle las maravillas de ese gran imperio que le pertenecían? Te miro y ya no estás. ¿Dónde te has metido? ¿Dónde está esa sonrisa que me convertía en náufrago de certezas, pero tan seguro de felicidad? Querría escapar pero no hay tiempo, ya no hay tiempo. Aquí estás. Babi se vuelve lentamente hacia mí.

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