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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (52 page)

Y cuelga. Gin. Gin. Gin. Con su alegría, Gin con sus ganas de vivir. Gin con su belleza. Gin con su pureza. Me siento como una mierda. Estoy lleno de mierda. Me cago en el ron, me cago en todo lo demás. Madre mía, cuánto bebí. ¿Cuánto había bebido puede servir como justificación? No es suficiente. Era capaz de razonar y de saber lo que quería. De decir que no desde el principio, de no irme con ella, de no aceptar la bufanda, de no besarla. ¡Culpable! Sin ninguna sombra de duda. Aunque una sombra sí que tengo… ¿Y si lo hubiera soñado? Me levanto de la cama. Esa ropa que descansa sobre la silla aún mojada de lluvia, esos zapatos aún sucios de barro no dejan lugar a dudas. No fue un sueño. Es una pesadilla. Culpable. Culpable más allá de toda duda razonable. Busco en la cabeza una frase, palabras a las que agarrarme. ¿Por qué no encuentro nada a mi alrededor? Recuerdo algo que me dijo una vez el profesor de Filosofía: «El débil duda antes de tomar una decisión; el fuerte después.» Me parece que era de Kraus. O sea que, según él, yo sería fuerte. Y sin embargo, me siento tan estúpido y débil. Y así, estúpido artífice de esta condena mía, me arrastro hasta la cocina. Un poco de café me ayudará. Pasará un día y después otro y después otro más. Y luego todo esto estará lejos, pertenecerá al pasado. Me sirvo el café ya hecho. Aún está caliente. Debe de haberlo dejado Paolo antes de salir. Me siento a la mesa. Bebo un poco, como una galleta. Después veo la nota. Reconozco la letra. Es de Paolo. Perfecta y ordenada como siempre. Pero esta vez me parece un poco tambaleante. Quizá estaba cansado y la ha escrito corriendo. La leo. «He ido con papá al hospital Umberto I. Han ingresado a mamá allí. Ven pronto, por favor.» Ahora entiendo la escritura incierta. Se trata de mamá. Dejo el café y voy a darme una ducha rápida. Sí, ahora me acuerdo. Paolo me había dicho algo, pero no me parecía especialmente preocupado. Me seco, me visto y algunos minutos después ya estoy en la moto. Un poco de viento en la cara hace que me tranquilice en seguida. Todo va bien. Step, todo va bien. Es ese «ven pronto, por favor» lo que me preocupa.

Setenta y dos

—Perdone, estoy buscando a la señora Mancini, me parece que la han ingresado hoy.

Un enfermero perezoso de aspecto aburrido subrayado por un cigarrillo que pende de sus labios apoya un
Corriere dello Sport
abierto sobre quién sabe qué objetos de contrabando y echa un vistazo al ordenador que tiene delante.

—¿Has dicho Mancini?

—Sí.

Después se me ocurre que podría haber usado el apellido de cuando era joven. No me sale llamarla por su apellido de soltera. ¿Cuál era? Ah, sí.

—Podría ser también Scauri.

—¿Scauri? Sí, aquí está. Segunda planta.

—Gracias.

Hago el gesto de buscar en la lista. Pero en cuanto paso por delante de su sitio, el enfermero aburrido parece despertar de golpe y me interpela:

—No, ahora no puedes subir. Las visitas son a las tres. —Mira el reloj que hay a mi espalda—. Y duran una hora.

—Sí, lo sé, pero mi madre…

—Ya. Pero a mí eso me trae sin cuidado. Es a las tres para todo el mundo.

Y en ese instante vuelvo a ver la nota de Paolo: «Ven pronto, por favor…»

Y después ya no veo nada. Lo agarro por el cuello con la mano derecha y lo empujo hasta encontrar la pared más cercana, contra la que lo estampo. Me apoyo con la mano abierta en su cuello con todo mi peso.

—Tengo que ver a mi madre. Ahora. Inmediatamente. No quiero armar jaleo, así que no me lo impidas, por favor…

Uso la misma palabra que ha empleado Paolo esperando que pueda obtener algún resultado. El enfermero quiere decir algo. Aflojo la presa. El tipo recupera el aliento y refunfuña: «Segunda planta.» Después tose: «Habitación ciento catorce.» Tose de nuevo. «Puedes ir.»

—¡Gracias!

Me alejo así, rápidamente, antes de que se lo piense mejor, antes de que diga o haga algo justo pero que en este momento me parecería profundamente equivocado. Ciento veinte, ciento diecinueve. Derecha e izquierda. Avanzo así entre algunas habitaciones, entre algunas habitaciones con personas acostadas, entre algunas vidas abandonadas en el umbral de un más o menos infierno feliz. Un viejo desdentado me dirige una sonrisa. Intento devolvérsela pero no consigo gran cosa. Ciento dieciséis. Ciento quince. Ciento catorce. Aquí está. Casi tengo miedo de acercarme. Mi madre. La veo allí, tumbada entre las sábanas, pálida, pequeña como no la había visto nunca. Mi madre. Parece haber notado algo, un ligero ruido que, sin embargo, no he hecho. Quizá sólo un latido acelerado, el de mi corazón al verla de ese modo. Se vuelve hacia mí y sonríe. Se acomoda incorporándose sobre los hombros, inclinando hacia atrás la espalda. Pero un dolor repentino se le dibuja en el rostro haciendo que deseche la idea. Se afloja y vuelve a caer sobre la almohada, mirándome avergonzada por ese intento fallido. Acudo en seguida a su lado. La cojo delicadamente por debajo de la espalda y la ayudo a incorporarse despacio. La ayudo teniendo mucho cuidado de no tocar todos esos tubos que cuelgan con quién sabe qué medicina, perdiéndose en sus brazos. Tiene la cara atravesada por una mueca, teñida de dolor. Pero es sólo un instante. Ya ha pasado. Me sonríe mientras cojo una silla libre de una de las habitaciones de al lado y me siento junto a ella, junto a su cabezal para que no tenga que hablar en voz alta, para que no se canse, ya no.

—Hola.

Intenta hablar pero la hago callar llevándome el índice a la boca. Luego permanecemos en silencio unos instantes, al cabo de los cuales parece sentirse mejor.

—¿Cómo estás, Stefano?

Es absurdo. Ella preguntándomelo a mí. Una sonrisa delicada. Me mira buscando respuesta. Intento hablar pero no me salen las palabras.

—Bien. —Consigo decir antes de que eso suceda. Una palabra un poco más larga se habría roto entre mis labios, como un frágil cristal. Mi dolor se habría hecho mil pedazos, añicos, como un espejo delgadísimo que refleja toda nuestra vida, la mía y la de mi madre. Juntos. Sus palabras, sus cuentos, sus risas, sus bromitas, sus carreras, sus regañinas. Su cocina, su ponerse guapa. Resbalan así, sin posibilidad de ser retenidos, como gotas de agua en el cristal de un coche en marcha, en la ventanilla de un avión que despega, en caída libre desde una ducha de playa que han dejado abierta y el viento barre. Mamá.

Como ella ha hecho conmigo tantas veces, me sale natural. Le cojo la mano. Ella, como respuesta, me la aprieta. Noto sus dedos más delgados, algunos anillos más sueltos, la piel casi puesta al azar sobre esos huesos finos. Acerco su mano a mi boca y la beso. Se ríe, leve.

—¿Qué es, el beso del perdón?

—Sh. —No quiero hablar, no puedo hablar—. Sh.

Apoyo la mejilla sobre el dorso de su mano. Me tranquiliza estar sobre ese cojín humano, pequeño pero lleno de amor. ¿El mío?, ¿el suyo? No sé. Me quedo allí descansando, con los ojos cerrados, con el corazón tranquilo, con las lágrimas suspendidas, en silencio. Me acaricia la cabeza con la otra mano y juguetea con mi pelo.

—¿Has leído el libro que te regalé?

Asiento con la cabeza moviéndome suavemente por su mano, mi cojín. La noto sonreír.

—¿Has entendido entonces que puede pasar? Tu madre es una mujer, una mujer como todas… ¿Como todas? Quizá más frágil.

Me quedo en silencio. Busco una ayuda, algo, no puedo más. Me muerdo el labio inferior y contengo las lágrimas. Auxilio. Que alguien me ayude. Mama, ayúdame.

—Me equivoqué, es verdad, y el Señor quiso que precisamente lo descubrieras tú. Pero ha sido un castigo demasiado grande. Perder por ese error a mi hijo.

Me levanto de golpe y consigo sonreírle, tranquilo, fuerte, como ella me quiere, como me ha hecho ella, mi madre.

—No me has perdido: estoy aquí.

Me sonríe. Consigue alargar el brazo y acariciarme la mejilla.

—Entonces te he reencontrado. —Le sonrío y asiento con la cabeza—. Aunque te perderé otra vez…

—¿Por qué? No…, ya verás como todo irá bien.

Mamá cierra los ojos y sacude la cabeza.

—No, me lo han dicho. Volveré a perderte.

Hace una pausa y me mira. Después sonríe lentamente. Veo en su rostro la felicidad de tenerme a su lado y después, en cambio, el dolor que la asalta desde dentro. Imprevisto. Una pequeña mueca. Cierra los ojos. Poco después vuelve a abrirlos, otra vez serena. El dolor ha pasado. Me mira y sonríe.

—Pero esta vez no será por mi culpa.

Me quedo en silencio. Querría encontrar algo que decir, volver atrás, retroceder. Disculparme por todo el tiempo pasado. Querría no haber entrado nunca en esa casa, no haberla visto con otro hombre, no haberla molestado, no haber sufrido, haber sido capaz de entender antes, de aceptar, de perdonar. Pero no ha sido así. No puedo hablar. No sé hacer nada más que apretarle la mano, suavemente, con el miedo de que todo pueda volver a romperse. Pero ella me salva, me ayuda, una vez más. Por otro lado, es mi madre. Mamá.

—Hablemos de lo que nos ha alejado al uno del otro.

Me coge por sorpresa. Me quedo en silencio.

—No hagamos ver que no pasa nada. Creo que lo peor es fingir que no ocurre nada. Si estás aquí, quiere decir que de alguna manera lo has superado.

Nada, no hablo. Entonces intenta ayudarme.

—Bueno, de todos modos, no creo que fueras a Estados Unidos por mi culpa, ¿no?

Sonríe. Y esa sonrisa suya lo hace todo… más fácil.

—Necesitaba unas vacaciones.

—¿Dos años? Te lo has tomado con calma. De todos modos, siento lo que pasó. Tu hermano no entendió nada. Y tu padre… no quiso entender. Tendría que haber estado él en tu lugar. Habían pasado cosas… —Se interrumpe.

Repentinamente, una punzada de dolor atraviesa su sonrisa. Como una ola ligera venida de quién sabe dónde. Después desaparece de nuevo y mamá vuelve a abrir los ojos. Y vuelve a buscar la sonrisa. Y la encuentra.

—¿Ves?, no tengo que hablar. Mejor así. Al menos de él te quedará siempre un buen recuerdo. Yo soy la culpable, la que lo estropeó todo, y es justo que lo pague.

Otra punzada. Esta vez parece más fuerte. Me acerco a ella.

—Mamá…

—No es nada, estoy bien, gracias… —Respira hondo—. Las medicinas que me dan son muy fuertes. A veces es como si no estuviera. Sueño aun estando despierta, ya no siento nada. Es bonito. Debe de ser una droga. Ahora entiendo por qué los jóvenes tomáis tanta. Hace olvidar cualquier clase de dolor.

—Pero si yo nunca he tomado drogas…

—Lo sé. Has sabido vivir cerca de tu dolor. Pero ahora basta. No le permitas nada más. Haz que te devuelva tu vida.

Nos quedamos un momento en silencio.

—Te he echado de menos, mamá.

Apoya su mano en la mía y me la aprieta. Intenta hacerlo con fuerza, pero la siento débil, frágil. Miro su mano. Es delgada. Ha perdido mucho de esa vida que ella misma generosamente me ha dado.

—De todos modos, Stefano, no quería hablar de mí.

—¿Qué quieres saber?

—Recuerdo que cuando era muy joven, más joven que tú, tuve un novio que me gustaba muchísimo. Estaba convencida de que compartiría toda mi vida con él. Sin embargo, se fue con mi mejor amiga y yo estaba como enloquecida. Deberías haber visto a mis padres… Al final lo asumí, y justo después conocí a tu padre. ¿Sabes?, me hubiera gustado que la primera vez fuera con él… Quiero decir, lo que en un momento concreto nos parece perfecto, con el paso del tiempo, puede no serlo. Quizá entendamos que no era tan perfecto, y aunque lo hemos perdido, nadie dice que no podamos volver a encontrarlo, o incluso encontrar algo mejor.

Se queda un momento en silencio y me sonríe. Le gustaría que yo fuera feliz. Y a mí me gustaría mucho serlo. También para ella.

—He conocido a una chica.

—Muy bien, eso es lo que quería oírte decir. ¿Me cuentas cómo es?

—Es divertida, es guapa, es rara. Es… especial.

Y precisamente en ese momento:

—¡Step! —Martina, la cría de once años que conocí en piazza Jacini, aparece en la puerta—. ¡No me lo puedo creer!

—Dios mío… —Mi madre se queda sin palabras—. ¿No me digas que ella es esa chica tan «especial» con la que sales ahora?

Después se echa a reír. Al final tose y otra vez le sobreviene una punzada de dolor. Pero se le pasa en seguida. Y vuelve a abrir los ojos. Y sonríe de nuevo.

—Martina, ¿qué haces aquí?

—Mi madre trabaja aquí. Ahí está.

En la habitación entra una mujer guapa con una bata blanca.

—Hola. Soy la jefa de sala y tendría que cambiar el goteo de la señora. De todos modos, ésta no es la hora de las visitas.

—Sí, lo sé, perdone.

—Mamá, es amigo mío. ¿No sabes quién es? Es Step, el de la inscripción del puente…

—Martina, acompaña fuera al señor. Hago mi trabajo y después lo dejo entrar un momento para despedirse de la paciente, ¿de acuerdo?

—Gracias.

Estoy a punto de salir de la habitación cuando mi madre me llama.

—Stefano, ¿puedes hacerme un favor? ¿Puedes traerme un vaso de agua?

—Claro —y salgo con Martina.

—¿Quién es esa señora?

—Mi madre.

—¿Está muy mal?

—Creo que sí, pero aún no lo sé con seguridad.

—Si quieres se lo pregunto a mi madre. Ella lo sabe todo; es genial en su trabajo. Hoy no podía dejarme en casa y me ha hecho venir. Bueno, entonces, ¿quieres que se lo pregunte?

—No, Martina, no te molestes.

Se queda un poco desilusionada. Camina a mi lado en silencio.

—Pero, enséñame dónde puedo conseguir el agua.

—¡Claro! —Se anima otra vez—. Ven, vayamos por aquí, que se llega antes.

Poco después regresamos a la habitación. La jefa de sala acaba de controlar el último tubito.

Le da un golpe preciso a un gotero, comprobando que el líquido empiece a caer. Le parece que está todo en orden.

—Bueno, pasaré otra vez hacia medianoche. —Después se dirige hacia la salida—. Puede quedarse cinco minutos más.

—Gracias.

—Ven, Martina, vamos.

Coge a su hija del brazo para estar segura de que sale de la habitación.

—¡Ay, mamá, no me estires! ¡Ya voy! Adiós, Step, hasta pronto.

La saludo con la mano y vuelvo a ocupar mi sitio junto a la cama. Dejo el vaso de agua sobre la mesilla.

—Gracias, Stefano. No sabía que tuvieras tantas admiradoras. La enfermera me ha contado que Martina y sus amigas están literalmente enloquecidas con tu inscripción del puente.

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