Tengo ganas de ti (53 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

—Ya, no creía que fuera a hacerme famoso por eso. ¡Si ni siquiera la firmé!

Mi madre se ríe.

—Pero la gente habla, ¿no lo sabes? Siempre se sabe todo. ¿Y ella? La que estaba contigo…, a tres metros sobre el cielo…, ¿qué dice?

—La vi ayer.

—¿Qué quiere decir que la viste ayer? ¿No estás saliendo con otra?

Guardo silencio. Mamá estira los brazos.

—Bueno… Creo que soy la persona menos indicada para hablar de eso, ¿no? —Nos miramos. Después, de repente, nos echamos a reír. Parece estar mejor. La medicina ha hecho su efecto—. No sé qué has hecho, pero ¿quieres un consejo? No le cuentes nada a la otra, ni siquiera que la has visto. Supera solo y en silencio tu error. Espero que lo que yo hice no sea hereditario, porque si no tendría que sentirme culpable también por tus errores.

—No, mamá, déjalo, con que yo me sienta culpable es suficiente. He deseado tanto volver a verla, he pensado en ella día y noche, he imaginado ese momento, cómo sería…

—¿Y cómo ha sido?

—¡Tú y yo… a tres metros sobre el cielo!

—A veces hacemos cosas estúpidas. Y no precisamente cuando estamos enamorados, sino cuando creemos estarlo.

Nos quedamos en silencio.

—Bueno, mejor así. Al menos has aclarado algo. Las historias pasadas son pasado. Se acabó. Creo que no podías evitarlo.

—Pero debería haberlo hecho y, para colmo…, va a casarse.

—Ah, bien. ¿Y es por eso por lo que te has quedado mal?

—No. Lo absurdo es que no me importó nada. Me pareció otra persona, alguien que no tenía nada que ver conmigo, con lo que yo recordaba; ya no era la chica que tanto había añorado, por culpa de la cual había estado tan mal. Y lo más absurdo es que se casa y que me lo dijo cuando ya había pasado todo. Me sentí aún más culpable.

—¿Por lo que te dijo?

—No, por la otra chica. Por lo distinta que es de ella y porque no se lo merece.

Mi madre me mira. Después sonríe. Y vuelve a ser esa madre que tanto he echado de menos.

—Stefano, hay cosas que tienen que suceder, ¿y sabes por qué? Porque si hubiera ocurrido más adelante, entonces ya no habría sido posible arreglarlo. De eso, lamentablemente, estoy segura.

Nos quedamos así un rato, en silencio.

—Bueno, me voy. No quiero que vuelva la enfermera y me vea aun aquí.

—Yo en tu lugar estaría más preocupada por si vuelve tu pequeña admiradora.

—¡Ah, eso seguro!

Le doy un beso en la mejilla. Ella me sonríe.

—Ven a verme otra vez.

—Claro, mamá.

Llego a la puerta y me vuelvo para saludarla. Me sonríe desde lejos y levanta la mano. Hasta me guiña el ojo, quizá para que la vea más fuerte.

—Stefano…

—Sí, mamá, dime. ¿Necesitas algo?

—No, gracias, ya lo tengo todo. Bienvenido.

Setenta y tres

El sol se pone. Interfono. Alguien contesta.

—Perdone, ¿está Ginevra?

—No. Está en la iglesia, aquí al lado, en San Bellarmino. ¿Quién es?

Me alejo. No tengo ganas de contestar. Maleducado por una vez. Perdonadme también vosotros, pero hoy me lo puedo permitir. Entro en la iglesia en silencio. No sé qué decir, qué hacer, acaso rezar, y en ese caso, ¿por qué? Ahora no. Ahora no quiero pensarlo. Algunas señoras mayores de rodillas mirando hacia el altar. Todas ellas tienen un rosario. Lo mueven de vez cuando entre las manos, nerviosas, pronunciando palabras dirigidas al Señor, oraciones que esperan que él pueda oír. Él puede, claro que sí. Pero quién sabe si quiere. Quién sabe si lo considerará justo, siempre que exista la justicia. Pero no quiero pensarlo. Tengo otras cosas que hacer. Yo ya tengo mi pecado. Para mí es todo más fácil. Allí está. La veo de espaldas. No está arrodillada, pero reza. De todos modos, le dice algo ella también al Señor. Me acerco despacio.

—¿Gin?

Se vuelve y me sonríe.

—Hola… Qué bonita sorpresa… Le estaba dando las gracias al Señor, ¿sabes?… —Se lleva las manos al vientre—. Todo está en su sitio. Estaba muy preocupada… Es decir, no es que no quisiera… Pero así, por casualidad, me parecía feo. Una cosa tan importante, tan bonita, tener un hijo…

—Sh —le digo.

Le doy un beso suave en la mejilla. Me acerco después a su oreja y sin pausa, sin esperar más, sin miedo, me lanzo. Se lo cuento todo, le susurro mi pecado, lentamente, esperando que entienda, que pueda entender, que pueda perdonarme. Ya he acabado. Me echo hacia atrás. Ella me mira en silencio. Yo la miro. No me cree.

—¿Es una broma? —Intenta sonreír.

Sacudo la cabeza.

—No. Perdóname, Gin.

Empieza a pegarme con los puños, con rabia, llorando, gritando, olvidándose de que está en la iglesia o, quizá, justificándose por eso.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Dime por qué? ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?

Sigue así, desesperada, cae de rodillas y sigue llorando, sollozando, buscando esa respuesta que yo no tengo. Después se marcha corriendo, dejándome allí, en esa iglesia casi vacía, bajo las miradas de esas mujeres mayores que por un instante han olvidado sus oraciones y se ocupan de mí. Las miro y estiro los brazos. Quizá vosotras podréis perdonarme. Pero no podéis, vosotras no. Contra vosotras no he pecado. Sólo os he molestado un poco… Sí, por eso tal vez podáis perdonarme. Se vuelven de nuevo hacia el altar y retoman en silencio sus oraciones. Quizá me hayan perdonado. Al menos ellas. Con ella será más difícil.

Setenta y cuatro

Algunos días después. La casa de los Gervasi está a oscuras. Un silencio y una tranquilidad que desde hace tiempo no se veía. Suave perfume de flores. Babi mira en la cocina y se da cuenta de que hay distintos ramos de novia para la prueba.

—¡Vete, Lillo, no tienes que ver nada! Lo estropearás todo, venga. Será más bonito si es una sorpresa.

—Esperaba que pudiéramos estar un rato juntos, con todos estos preparativos, estamos dejando de lado otro tipo de entrenamiento…

—Quizá más tarde, creo que hay alguien en casa. Venga, vete, quizá luego te llame. Si se marchan, vienes tú, y si no, voy yo a tu casa, ¿de acuerdo?

—Está bien, como quieras.

Babi le da un beso fugaz a su futuro esposo. Lillo, ligeramente enojado, sonríe, después baja velozmente la escalera y desaparece en el rellano del piso de abajo. Babi cierra la puerta.

—Mamá…, ¿estás en casa?

—Estoy aquí, en el salón.

Raffaella está sentada en un sofá, con las piernas estiradas, bebiendo un té verde que, naturalmente, hoy en día está muy de moda. Babi se reúne con ella. Las persianas están cerradas. Un amable reloj de péndulo marca el tiempo que pasa. Se oye alguno que otro ruido de la calle como un eco lejano y nada más. Babi se sienta en el sofá delante de ella:

—¿Sabes, mamá?, he pensado que… Nosotros no sabemos realmente qué ocurre en las demás familias, lo distintas que son de nosotros, qué historias tienen…

—Pues no sé, pero está claro que lo tienen difícil para superarnos.

Se miran y repentinamente se echan a reír.

—No, estoy segura de que no. Tengo que decirte algo. Anoche vi a Step.

Raffaella se pone seria.

—¿Por qué me lo cuentas?

—Porque decidimos que nos contaríamos todo.

La madre se queda pensativa.

—Sí, precisamente el otro día ordenaba tu habitación y encontré el póster que te trajo, aquel que tuviste tanto tiempo colgado del armario. Donde hacíais el «caballito», como lo llamáis vosotros.

—Sí, me acuerdo. ¿Lo tiraste?

—No, cuando sea el momento lo tirarás tú.

Un extraño silencio entre ellas, roto repentinamente por Babi:

—Ayer hice el amor con Step.

—¿Lo dices a propósito? ¿Pretendes fastidiarme?

Raffaella se levanta y después pierde por un instante la calma.

—¡Dime la verdad! ¿Qué quieres de mí, eh? Dime qué quieres…

Parece querer abofetearla, sacudirla con violencia. Está cerca, demasiado cerca. Babi levanta la mirada y le sonríe tranquila, serena.

—¿Qué quiero de ti? Si ni siquiera sé qué quiero de mí, imagínate si puedo saber qué quiero de ti. Además, lo que tú podías darme ya me lo has dado.

Raffaella vuelve a sentarse. Respira hondo. Vuelve la calma. Permanecen un momento en silencio sentadas en los sofás. Figuras femeninas de distinta edad pero muy parecidas en tantas cosas, en demasiadas cosas. Después, Raffaella sonríe.

—Te sienta bien ese nuevo corte de pelo.

—Gracias, mamá. ¿Cómo va con papá?

—Bueno. Ya te puedes imaginar… volverá. Ha querido demostrarse algo a sí mismo, pero volverá. No es capaz de estar lejos. Él no es un problema. Pero ¿qué has decidido tú?

—¿Yo? ¿Sobre qué?

—¿Cómo que sobre qué? Dime qué tengo que hacer. Esta noche voy a la fiesta de los Marini. Quizá alguna amiga me pregunte algo, querrán saber… Acabas de decirme que viste a Step anoche… ¿Y bien? ¿Qué has decidido? ¿Te casarás igualmente?

—Claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?

Raffaella suspira; ahora está más tranquila. Todo volverá a su sitio. Es sólo cuestión de tiempo y todo volverá a ser perfecto como antes, es más, mejor que antes.

Un nieto de quién sabe quién, una boda como Dios manda y un marido castigado temporalmente. Sí, todo volverá a su sitio. Raffaella se levanta del sofá.

—Bueno, entonces puedo marcharme. Esta noche tenemos partida de burraco. ¿Sabes jugar?

—No. Una vez vi que jugaban en casa de Ortensi, pero no me senté.

—Tienes que probarlo, es mucho mejor que el gin. Es más divertido. Un día que tenga un poco de tiempo te lo enseñaré, ya verás cómo te gusta.

—De acuerdo.

Raffaella la besa y está a punto de salir.

—Mamá…

—Sí, dime.

—Hay otro problema…

Raffaella vuelve a entrar en el salón.

—A ver…

—Lo he pensado mucho y no quiero que te enfades, pero no quiero llamar las mesas de los invitados con nombres de flores. Es demasiado banal. Stefanelli también lo hizo en su boda.

—Tienes razón.

—Qué sé yo, podríamos usar, por ejemplo, nombres de piedras preciosas. ¿No es más elegante?

Raffaella sonríe.

—Mucho más. Tienes razón, es una excelente idea. Haremos que cambien el cartel y las tarjetas de mesa. Si todos los problemas fueran como esos…

La besa otra vez y sale feliz. Tengo una hija espabilada. Es un poco como yo, resuelve siempre cualquier problema encontrando la mejor solución. Raffaella va a su habitación a arreglarse. Al cabo de poco sale corriendo, elegante e impecable como siempre. Quiere llegar puntual a casa de los Marini. Y sobre todo, tiene una última y gran preocupación. Esta noche tiene que ganar como sea al burraco.

Setenta y cinco

—Mamá, yo salgo.

—De acuerdo, Gin. Pero llámame si se te hace demasiado tarde. Dime si vendrás a cenar. Quiero prepararte esa pizza que te gusta tanto.

No la escucho.

—Sí, gracias, mamá.

Me pongo una sudadera y decido salir, perderme así, sin prisa. Sólo yo puedo entenderlo. He deseado tanto todo esto. ¿Y ahora? Nada, ahora me encuentro sin nada, sin mi sueño. Pero ¿era todo verdad lo que tanto había soñado? No quiero pensar en eso. Estoy fatal. Uf, no hay nada peor que encontrarse en una situación así. Todos hablamos mucho cuando nos cuentan cosas parecidas que les ocurren a otras personas. No sé por qué, pero nunca pensamos que puedan sucedemos a nosotros y, en cambio, el día menos pensado, ¡pam!, te toca a ti, como si te hubieras traído mala suerte tú sola. Joder, Gin, tienes que arreglar cuentas con tu orgullo y tus ganas de seguir con él… ¡Pero no me apetece arreglar cuentas, me cago en la puta! ¡Qué coñazo! Siempre he sido una negada en matemáticas. ¡Y además, en el amor no existen ecuaciones ni operaciones matemáticas! No existe el contable de los sentimientos, o peor, el asesor financiero del amor. ¿Qué ocurre, que hay que pagar un impuesto para ser feliz? Si fuera verdad, lo pagaría a gusto… Pero qué ganas tengo de estar con él… Estoy en el puente Milvio. Paro el coche y bajo. Me acuerdo de esa noche, de esos besos, de mi primera vez. Y después aquí, en el puente… Me detengo delante de la tercera farola veo nuestro candado y me acuerdo de cuando arrojó la llave al Tíber. Era una promesa, Step. ¿Tan difícil era mantenerla? Me echo a llorar. Por un instante, querría llevar algo encima para romper el candado. ¡Te odio, Step!

Subo de nuevo al coche y arranco. Me voy a dar una vuelta, así, sin saber adónde ir. Durante un buen rato. No sé cuánto, no lo sé. Sólo sé que ahora voy en dirección al mar. Perdida en el viento, distraída por las olas, por la cantinela de las corrientes. Pero estoy fatal. Y además, me siento tan estúpida… No puedo creerlo, no es posible. Echo muchísimo de menos a ese imbécil, echo de menos todo lo que había soñado. Sí, claro, lo sé, alguien podría decirme: «Pero, Gin, es normal, ¿qué esperabas? ¡Era su novia! Step se fue a Estados Unidos porque estaba mal. ¡Es normal que haya vuelto a caer!» ¿Ah, sí? Pues entonces yo no soy en absoluto normal, ¿entiendes? ¡No me siento así y, sobre todo, no me importa nada! Sí, así es. ¿Entonces, qué? ¿Lo has comprendido o no, gafe, que no eres más que una gafe?… Ah, pero yo lo sé, estoy segura… Pensabas desde el principio que pasaría esto, ¿verdad? Desde que empezó nuestra historia… Pues ¿sabes qué te digo, a ti, que no eres más que un asqueroso cenizo? No me importa nada de nada, ¡porque estoy loca! ¿De acuerdo? Sí, estoy loca, estoy loca por él, y por todo lo que había soñado para nosotros. O sea, que te lo digo: si te veo, te parto la cara. Es más: te hago un tercer dan que te acordarás toda la vida. Y además, no puedes ni imaginarte lo mucho que deseo hacerlo.

Setenta y seis

El enfermero de guardia está sentado delante de un monitor. Es el mismo de antes. Acaba de teclear algo en el ordenador y después me ve entrar. Me reconoce y se pone rígido de repente. Luego se encoge de hombros y esboza una media sonrisa, como diciendo: «Claro, no es la hora pero puedes entrar.»

—Gracias.

Me dan ganas de reírme. Pero no es justo. También me siento un poco culpable. Y no sólo por eso. Lo sé. No me gusta cambiar las reglas con la violencia, pero necesito ver a mi madre, ahora que la he reencontrado. Recorro el pasillo en silencio. De las habitaciones situadas a ambos lados me llegan respiraciones afanosas y dolientes. Todo huele a limpio y a lavanda. Pero con un no sé qué de falso. Un hombre se arrastra en pijama con la barba descuidada y los ojos apagados. Bajo el brazo lleva una
Gazzetta dello Sport
de un rosa abarquillado. Quizá la compra por parte de su equipo de un nuevo jugador podría de alguna manera volver a animarlo. Quién sabe. En el dolor, las cosas más sencillas y banales asumen un valor inesperado. Todo se convierte en un pretexto cualquiera para la vida, un interés que de algún modo pueda distraernos. Ahí está, descansando, perdida en un cojín mucho más grande que su pequeña cara. Me ve y sonríe.

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