Tengo ganas de ti (47 page)

Read Tengo ganas de ti Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

—¡Ay!

—Te quiero maleducado y antipático con la azafata.

—Claro, siempre lo he sido.

—Mírame a los ojos…

Me pongo las gafas de sol riendo.

—¡Hay demasiada luz!

Intenta quitarme las gafas.

—Ahora en serio, dime una cosa: ¿has tenido alguna vez un lío con una azafata?

Sonrío. Bebo un sorbo del vaso que la señorita de la Thai amablemente nos ha ofrecido. Después la beso rápidamente. El suave champán tiñe nuestros labios. Lo hago durar un poco. Las burbujitas parecen tranquilizarla. Quizá también mi beso. Sobre todo mi respuesta: «Jamás.» Y más que nada, el hecho de que el avión empieza a despegar. Gin me abraza con fuerza olvidando mi eventual pasado y preocupándose por el inminente presente. Estamos volando. Recogen el tren de aterrizaje. El aparato llega a las nubes. Un atardecer más cercano nos acaricia desde la ventanilla. Gin afloja su abrazo y posa la cabeza sobre mí.

—¿Te molesta si me pongo así?

Casi no me da tiempo a contestar. Noto cómo se duerme, cómo abandona las últimas tensiones, cómo se deja ir entre mis brazos, en un avión en pleno vuelo, entre nuestras nubes, ligeras. Se siente segura. Tierna. Intento moverme lo menos posible. Cojo de la bolsa que tengo al lado
Lucy Crown
, el libro que me regaló mi madre, y empiezo a leer. Me gusta cómo está escrito. Al menos en las primeras páginas no hace daño. Por ahora.


Oh, happy day

Una música inesperada. Me doy cuenta de que me he dormido. El libro está apoyado sobre la mesita. Gin está a mi lado, mirándome, y sonríe. Tiene una cámara de fotos entre las manos.

—Te he hecho algunas fotos mientras dormías. Estabas guapísimo…, ¡parecías incluso un buen chico!

La abrazo atrayéndola hacia mí.

—Pero si soy bueno…

Y la beso. Más o menos convencida de mi afirmación, decide de todos modos participar. Después advertimos la presencia de alguien y nos separamos para nada intimidados. Al menos yo. Ella se sonroja. Es la azafata de antes, con dos vasos en la mano. Amable y profesional, no hace que nos pese nuestro amor.

—Son para vosotros… Falta poco…

Los cogemos curiosos. La azafata, delicada y suave, se aleja tal como ha venido.

—Ya no me acordaba: es 31 de diciembre… —Gin mira su reloj—. Faltan sólo unos segundos.

Una extraña cuenta atrás con acento americano sale de la cabina del avión.

—Tres, dos, uno… ¡Feliz Año Nuevo!

Suben la música. Gin me da un beso.

—Feliz Año Nuevo, Step el bueno…

Brindamos con los dos vasos que han llegado justo a tiempo. Después nos damos otro beso. Y otro. Y otro más. Ya sin miedo a que nos interrumpan. En el avión todos cantan y festejan contentos por el año pasado o por el que vendrá, contentos de estar de vacaciones o de volver a casa. Sea como sea, contentos. Con su champán. Con la cabeza, y no sólo eso, entre las nubes. El avión desciende un poco y no por casualidad.

—Mira… —dice Gin señalando fuera de la ventanilla. En algún país de allí abajo están celebrándolo. Los fuegos artificiales abandonan la tierra para venir a saludarnos. Para celebrar que pasamos. Estallan debajo de nosotros como flores recién abiertas. De mil colores imprevistos. De mil diseños pensados. Pólvora, perfectamente coordinada, se libera encendiéndose en el cielo. Una tras otra. Una dentro de la otra. Y por primera vez los vemos desde arriba. Gin y yo abrazados, con las caras enmarcadas en la ventanilla, divisamos el final, la parte siempre escondida, conocida sólo por las estrellas, por las nubes, por al cielo… Gin mira extasiada los fuegos artificiales—. ¡Qué bonito!

Luces lejanas consiguen pintarla. Delicadas pinceladas de color luminoso acarician sus mejillas. Y yo, tímido pintor improvisado, la abrazo y la beso. Me sonríe. Seguimos mirando afuera. Un extraño juego de husos horarios, de horas legales, de paso veloz sobre países lejanos, nos regala otro fin de año y otro, y otro más. Cada hora es de nuevo medianoche y de nuevo fin de año, y otra vez, y otra más. Y fuegos distintos, de distinto color, lanzados desde un país distinto, vienen hasta nosotros. Sonríen acercándose, trayendo la felicitación de quién sabe qué pirotécnico. Y la música continúa. Y el avión, veloz y tranquilo, avanza expedito. Atraviesa el cielo, la felicidad y las esperanzas de quién sabe cuántos países. Y la azafata, precisa y ordenada, aparece y desaparece puntual cada fin de año, trayendo champán. Nosotros, borrachos de felicidad y no sólo de eso, nos felicitamos una y otra vez. Brindamos varias veces por ese mismo Año Nuevo, con una única gran certeza: «Que sea un año feliz…»

Y después de haberlo celebrado tanto, cansados de todos esos años pasados en un instante, nos dormimos serenos y tranquilos. Nos despertamos en la playa. Y casi nos parece que seguimos soñando. Frente a ese mar, frente a esa agua cristalina siempre caliente, ese sol y esos atardeceres.

Tailandia, Koh Samui.

—¿Has visto, Step? Es igual que las postales que recibo. Siempre he creído que quizá un extraño falsificador las había retocado por ordenador.

Gin.

—Incluso trabajando no podría haber imaginado tanto.

—Pero qué gran fantasía tiene Dios. Y además, de la nada. Él no tenía ejemplos a los que referirse… Gran pintor…

Y sale así, dejándome en el agua, entre miles de peces de colores y ninguna respuesta. Después, se me ocurre algo.

—Bueno, le debemos un gracias a Romani.

En su pequeña proporción. Ríe y se aleja hacia el bungaló. Sin pareo. Serena y tranquila como pocas. Contoneándose adrede divertida, saludando a una niña pequeña tailandesa, que la llama por su nombre, ya amigas, y no sólo porque Gin le ha regalado una camiseta.

Vietnam. Phuquoc.

Otra vez en el agua, ahora abrazados, ahora salpicándonos, ahora en una pequeña batalla en la arena ante los ojos divertidos de niños curiosos ante esos dos extraños turistas, ¡que primero se pelean y después se besan! Y seguimos así, besándonos un poco más, mecidos por el sol, mojados de deseo, y antes de que la curiosidad de todos esos niños se vuelva malicia, entramos en el bungaló. Una ducha. Cortinas echadas bailan al ritmo del viento pero sin alejarse demasiado de los cristales. Alguna que otra ola rompe contra las rocas y nosotros, cerca, seguimos su ritmo.

—Oye, eres un milagro de la naturaleza… Te has vuelto buena.

—¡Idiota!

Me propina un puñetazo suave en la barriga.

—Siempre olvido que eres tercer dan.

—Ahora quiero guiar yo.

—Acuérdate de la vez que quisiste conducir mi moto… y estuviste a punto de caerte en el semáforo.

—Cretino. Pero después la llevé bien, ¿no? Confía en mí.

—Está bien, quiero fiarme.

Sale de debajo y se me sube encima, sellando ese paso con un gran beso, muy largo. Se pone a horcajadas sobre mí, me la coge con la mano y se la mete dentro, suave y decidida, con seguridad. Sigue besándome. Inclinada sobre mí, tiene los brazos abiertos y empuja hacia abajo la pelvis con fuerza, acogiéndome hasta el fondo en su vientre más lejano. He hecho bien en fiarme. Me aprieta fuerte las muñecas y abandona por un instante su beso. Abre la boca, que queda suspendida sobre mis labios. Suspira varias veces para después pronunciar esa fantástica frase. «Me corro.» Lo dice despacio, lentamente, separando casi cada pequeña letra, con una voz baja…, demasiado baja. Eróticamente insaciable… Y en un instante me corro también yo. Gin se echa el pelo hacia atrás, empuja una o dos veces la pelvis hacia mí y después se para y abre los ojos. Plop. Como si hubiera vuelto de repente. De nuevo reluciente de encanto.

—¿Tú también te has corrido?

—¡Pues claro! ¿Qué creías?

—Pero ¿tú estás loco? —Se ríe—. Estás completamente loco. —Se desliza hasta mi lado, se apoya en un hombro y me mira divertida—. O sea que te has corrido dentro de mí…

—Pues claro, ¿de quién si no? Aquí sólo estamos tú y yo.

—Pero no tomo nada, no tomo la píldora.

—¡Dios mío! ¿De verdad? ¿No eres tú la que toma la píldora?… ¡Me he confundido! ¡Te he tomado por otra!

—¡Cretino…, imbécil!

Vuelve a ponerse encima y empieza a pegarme.

—¡Ay! ¡Ay! Basta, Gin, estaba bromeando.

Se tranquiliza.

—Entiendo, pero ¿bromeabas también cuando has dicho que te habías corrido?

—¡No, sobre eso, no! ¡Claro que no!

—¿Qué significa «claro que no»?

—Que era un momento tan bonito, tan único, tan fantástico, que me parecía estúpido interrumpirlo. ¿Cómo decirlo?, fuera de lugar…

Vuelve a tumbarse a mi lado y se hunde casi con una zambullida en la almohada.

—Tú estás loco… ¿Y ahora qué hacemos?

—Bueno, recupero un poco el aliento y si quieres volvemos a empezar. ¿Guías también tú?

—¡Digo qué hacemos, qué hacemos, venga, si ya lo has entendido! No bromees siempre… ¿Dónde encontramos la píldora del día después en Vietnam? ¡Esto es absurdo, no la encontraremos nunca!

—Pues entonces no la busquemos.

—¿Cómo?

—Si no vamos a encontrarla nunca, es inútil que la busquemos, ¿no?

La beso. Se queda un instante turbada. Pero se deja besar. No participa demasiado. Me separo y la miro.

—¿Entonces? —Tiene una cara divertida. Está sorprendida y perpleja al mismo tiempo—. Tu razonamiento es impepinable y…

—Y entonces ya te lo he dicho: no la busquemos. Recupero el aliento y volvemos a empezar.

Sacude la cabeza y sonríe, loca también ella, y me besa. Me acaricia y me besa de nuevo. Y el aliento vuelve pronto. Y decido guiar yo, sin prisa, sin sacudidas en el motor, acelerando. Y mientras el atardecer una vez más juega al escondite, nosotros nos corremos de nuevo, esta vez sin escondernos, riéndonos, unidos, como antes, más que antes. Locos de absurdo, locos de amor, y de todo lo que vendrá.

Más tarde. En un extraño pub llamado por unos irónicos dueños vietnamitas Apocalipsis Now, tomamos una cerveza. Gin garabatea a toda velocidad en su diario.

—Oye, ¿se puede saber qué clase de
Divina comedia
estás escribiendo? Desde que estamos aquí sentados no has hecho más que escribir, ¿dónde queda entonces la conversación? La pareja es también diálogo, ¿no?

—¡Sh! Estoy inmortalizando el momento.

Gin escribe una última cosa rápidamente y después cierra el diario.

—¡Hecho! Mucho mejor que Bridget Jones. ¡Será un bestseller mundial!

—¿Qué has escrito?

—Lo que hemos hecho.

—¿Y tardas tanto en describir un polvo?

—¡Idiota!

Es un instante. Gin me arroja su cerveza encima. Algunos vietnamitas se vuelven. Primero se ríen y después se quedan en silencio preocupados, un poco indecisos sobre lo que sucederá. Yo me sacudo la cerveza de la cara, me seco en la medida de lo posible con la camiseta. Y luego me río tranquilizándolos.

—Todo en orden… ¡Ella es así! Como no sabe decir «te quiero», te arroja la cerveza a la cara.

No entienden nada pero sonríen. También Gin esboza una sonrisa «simpática», pero es falsa. Bebe otro sorbo.

—¿Quieres saber qué he escrito? ¡Todo! No sólo que hemos hecho el amor, sino también lo que ha pasado. Es un fragmento de nuestro destino. Quizá gracias a ese instante tendremos un hijo. Estaremos juntos para siempre.

—¿Para siempre? ¿Sabes?, lo he pensado bien. Yo creo que en Vietnam tal vez exista la píldora del día después. ¡Busquémosla en seguida!

Me agacho veloz precisamente cuando Gin me lanza la poca cerveza que queda en su vaso.

Esta vez no me alcanza. Los vietnamitas se ríen divertidos y aplauden. Han entendido el juego, más o menos. Me inclino hacia ellos y me celebra un extraño coro: «Te quiero…, te quiero…, te quiero.» Lo pronuncian mal pero lo han entendido de verdad. No me da tiempo a volver a levantarme. El vaso de cerveza me alcanza en la barriga.

—¡Ay!

Esta vez es Gin la que se inclina y las mujeres vietnamitas explotan en un bramido. No sé si tendremos un hijo, pero una cosa es segura: si las cosas fueran mal, siempre podemos montar una compañía de teatro y hacer espectáculos.

Malasia. Perentian. Tioman.

Dorados, sanos, ligeramente tostados por un sol que no nos ha abandonado nunca. Caminamos. Una tarde de un día cualquiera. Como son todos los días cuando estás de vacaciones. Nos paramos delante de un pintor tumbado a la sombra de una palmera y elegimos sin prisa.

—¡Aquél, ése!

Uno de los muchos cuadros clavados en la arena como grandes conchas de colores dejadas secar al aire. Lo elegimos juntos, divertidos de que precisamente nos haya impresionado el mismo.

—Qué simbiosis la nuestra, ¿verdad, Step?

—Ya.

Pago cinco dólares, el pintor nos lo da y nos lo llevamos caminando lentamente hacia nuestro bungaló.

—Estoy preocupada.

—¿Por qué? ¿Por tu barriga? Es pronto.

—¡Cretino! Me parece extraño. ¡Diez días y aún no nos hemos enfadado! Ni siquiera una vez. Todo el día juntos y ni una discusión.

—Bueno, entonces es mejor decir: «Todas las noches juntos y siempre hemos…»

Gin se vuelve de golpe. Pone cara de dura.

—¡Hecho el amor! No te enfades. ¿Por qué me miras mal? Estaba a punto de decir precisamente eso. Todas las noches juntos y siempre hemos hecho el amor.

—Sí…, si…, claro.

—Aunque… —Seguimos andando—. Perdona, eh, Gin, pero decir que hemos follado siempre refleja mejor la idea.

Echo a correr.

—Cretino. ¡Entonces dime que quieres discutir!

Empieza a correr también ella intentando alcanzarme. Abro de prisa la puerta del bungaló y me meto dentro. Poco después llega también ella.

—Entonces…, quieres discutir.

—¿No ves —le señalo la ventana— que es casi de noche? ¡Ya es tarde, si se discute, se discute de día! —La atraigo hacia mí—. Porque de noche…

—¿De noche…? —dice ella.

—Se hace el amor, ¿de acuerdo? Lo diré como tú prefieras.

—Está bien.

Sonríe. La beso. Es preciosa. La alejo un poco de mi cara y sonrío yo también.

—¡Pero ahora follamos!

Me pega otra vez. Pero es un instante. Luego nos perdemos entre las sábanas frescas que huelen a mar. Y hacemos el amor, follando.

Sesenta y tres

Hemos pasado varios días en la isla. Y es verdad, no hemos discutido nunca. Es más, hasta nos hemos divertido. Nunca hubiera imaginado que eso fuera posible, y con una chica como ella… La otra noche me encontré extraviado entre las olas del mar. Parecían dulces por lo suaves y calientes que eran, en aquellas aguas bajas, sin corriente. O quizá todo fue por la belleza y la sencillez de ese beso que nos dimos. Así, en silencio, mirándonos a los ojos, abrazados bajo la luna, sin ir más allá. Nos hemos reído, hemos charlado, nos hemos quedado abrazados. Lo más bonito de una isla como ésa es que no tienes compromisos. Todo lo que haces lo haces simplemente porque te apetece, no porque tengas que hacerlo. Cenamos cada noche en un pequeño restaurante. Es todo de madera, y está precisamente sobre el mar, de modo que si bajas tres escalones ya estás en el agua. Leemos el menú sin entender muy bien qué dice realmente. Al final, pedimos siempre explicaciones. Las personas que trabajan allí son todas muy amables y sonríen. Y tras haber escuchado sus explicaciones más o menos comprensibles, hechas de gestos y de risas, nos ponemos de acuerdo cada vez sobre un plato distinto. Quizá porque queremos probarlos un poco todos, porque esperamos que al menos uno nos guste. Pero sobre todo porque estamos bien.

Other books

Happily Ali After by Ali Wentworth
The Faerie Tree by Jane Cable
Untitled by Unknown Author
Just That Easy by Moore, Elizabeth
Bard's Oath by Joanne Bertin
The Ravenscar Dynasty by Barbara Taylor Bradford