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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (46 page)

—Ah, ¿las hojas? Por lo que he oído, son ellos los que están estropeados, y no sólo físicamente. Es una fea historia. Ya verás como sales bien parado.

Arranco la moto.

—Gracias, Marcantonio. Nos llamamos.

Meto primera y me alejo. ¿Bien parado? Pero ¿de qué? Sinceramente, me da igual. Gin está bien, eso es lo que me importa.

Algo más tarde. Estoy en casa y la llamo. Hablamos por teléfono. Aún está nerviosa. Ha hablado con sus padres. Se lo ha contado todo. Habla despacio. No ha recuperado toda la fuerza. Oigo sus palabras algún tono más bajo que de costumbre. Pero es normal.

—Por suerte ha llegado un chico que me ha salvado, eso les he dicho a mis padres.

Se ríe un poco. Y eso me alegra. Me da por pensar: «No has dicho ha llegado mi chico…» Me parece demasiado. Aún es pronto para bromear sobre ello… Sigo escuchándola tranquilo.

—Me han dicho que los denuncie. Tú harías de testigo, ¿verdad?

—Sí, claro.

Me divierte haber cambiado de papel. Me había hartado de la película de costumbre donde siempre interpretaba el mismo personaje. Bueno, de imputado a testigo. Y además, de parte de la justicia. ¡Contra el sistema! No está mal. Aunque tendría que empezar a cambiar de género, porque mis películas siempre tratan de juicios…

La escucho aún un rato. Después le aconsejo que se tome una tila y que intente descansar. No me da tiempo a colgar cuando el teléfono empieza a sonar. No me apetece contestar y además está Paolo, o sea, que quizá es para él.

—Ya voy.

Parece contento de contestar.

—Claro.

Pasa por delante de mí. Asiento y decido darme una ducha. Mientras me desnudo, entiendo que no era para él. Lo oigo hablar en el salón.

—¿Cómo? ¡En serio! ¿Y cómo están? Ah, nada grave… ¿Cómo que gravísimo? Ah, bastante grave. Me estaba preocupando… Pero ¿cómo ha pasado? Ah… ¿Cómo? ¿Qué quieren invitarlo al programa de Mentana? Ah, ¿y también a «Costanzo Show»? ¿Y al de Vespa? Pero habrá tenido una razón para hacer lo que ha hecho… —Por el tono entiendo que intenta salvarme—. Bueno, él es así… Ah…, ¿dice que ha hecho bien? ¿Cómo? ¿Qué quieren presentarlo como un héroe? Ah, una especie de héroe, un paladín, el justiciero en el trabajo… Bueno, no sé si aceptará… No, yo no soy su agente…, sólo soy su hermano.

Me dan ganas de reírme y me meto en la ducha. Qué idiota, Paolo; podría haber dicho que era mi agente. Hoy en día todos los hermanos hacen de agentes de los divos. Sólo hay un problema. Abro más el grifo del agua caliente. Yo no soy un divo y no tengo intención de serlo. Pero sobre esta última decisión mía nadie parece estar de acuerdo conmigo.

Al día siguiente, a las siete de la mañana, el teléfono empieza a sonar. Llegan las preguntas más absurdas. Una tras otra. Se presentan todas las radios, las más diversas televisiones, invitaciones para toda clase de programas, de cualquier formato, de cualquier género, a cualquier hora, sobre cualquier tema. Y después más periodistas, críticos, comentaristas, simples curiosos… Y Paolo les contesta a todos. Después de la ducha de anoche, mi hermano quiso saber la historia con pelos y señales… Me tuvo más de una hora en un pseudointerrogatorio, aunque ofreciéndome, en lugar de la lámpara de costumbre en la cara, un plato de espaguetis. No estuvo mal. Cocina bien, mi hermanito. Hablé y comí con gusto. También tomé una buena cerveza helada. La necesitaba. Desayuno mientras lo miro. Está al teléfono. Lo anota todo y contesta; apunta los números de teléfono, las citas, los horarios para participar en eventuales programas.

—Ah, enviarán al chófer. Sí, sí… ¿Y cómo retribución? mil quinientos euros… Sí… No… No… De acuerdo… Aunque en «Fatti e fattacci» nos han ofrecido dos mil quinientos…

Me mira sonriendo y me guiña el ojo. Sacudo la cabeza y muerdo el
croissant
. He oído decir que, por lo general, son los abogados cansados del derecho los que se convierten en representantes. Pero un asesor financiero que se hace representante… Eso no lo he oído nunca, aunque podría ser una buena idea.

El abogado que se hace representante en el fondo parte de un concepto del derecho y de la justicia para después perderlo de vista. En cambio, el asesor financiero no. El asesor financiero parte del concepto de fisco, fraude y ahorro, y haciéndose representante no hace más que perfeccionarlo. Mi hermano. Seguro que sería un excelente agente, pero yo sería un pésimo divo.

—Adiós, Pa, yo salgo.

Paolo se queda así, con el teléfono suspendido en el aire y la boca entreabierta.

—No te preocupes, voy a ver a Gin.

Y parece entenderlo.

—Sí, sí, claro.

Lo veo precipitarse en seguida sobre la hoja. Hace una suma rápida de las que podrían ser sus hipotéticas ganancias. Después me mira y en un instante ve cómo se esfuman. Cierro la puerta. Estoy seguro de que está pensando en el día de fiesta que ha cogido en la oficina. Mi hermano. Mi hermano, el asesor financiero que se convierte en mi representante. Qué absurda es la vida.

Sesenta

Gin está bien. Tiene los ojos aún un poco enrojecidos, está algo abatida, pero está bien. La camiseta rasgada y el sujetador los ha metido en un sobre. Como prueba, dice ella. No los quiero ver. Me duele volver a pensar en la escena. Le doy un beso suave. No tengo ganas de ver a sus padres, no sabría qué decir. Pero han entendido quién soy. «El de la botella de champán», les ha dicho Gin a sus padres para que lo entendieran.

—Quieren darte las gracias.

—Sí, ya lo sé. Diles que ya me doy por… No, mejor diles que tengo problemas, que debo ir a casa… Bueno, di lo que quieras.

No tengo ganas de oír sus gracias. Gracias. «Gracias» a veces es una palabra incómoda. Hay cosas por las que no quisieras que te las dieran. Intento hacérselo entender con amabilidad. Me parece que lo he conseguido.

Más tarde, ya estoy en casa. Paolo intuye que tiene que dejarme en paz. No me propone citas ni la idea de fáciles ganancias. No me pasa ni a papá ni a mamá. También han salido fotos en algunos periódicos y un montón de gente me ha llamado por teléfono para saber cómo estaba. Para apoyarme. O quizá sólo para decir: «Yo lo conocía bien…» Pero yo no quiero a nadie. Quiero ver el programa. Eso es. Son las nueve y diez. Empiezan las siglas. Después sólo dos rótulos con los títulos de siempre y la sorpresa. Los nombres y los apellidos de los tres autores ya no están. Las bailarinas siguen bailando perfectamente sonrientes y tranquilas a pesar de lo que ha pasado. Por otro lado, ¿qué tienen que ver? Además ya se sabe que… el espectáculo debe continuar. Es el último programa. Cómo no va a salir en antena. Razones de mercado. Algo he aprendido. Es fácil entender de qué material está hecho el embudo. De dinero. Los títulos continúan. Las chicas bailan. La música es la misma. El público sonríe. Hay otra sorpresa: mi título aún está. Me suena el móvil. Veo el número. Es Gin. Contesto. Se ríe. Parece mucho más alegre, en plena recuperación.

—¿Has visto? Tenía yo razón. Lo pensaba, pero no te lo he dicho, es como decir que no tendrás problemas. Estoy contenta por ti.

Está contenta por mí. Ella está contenta por mí. Qué chica. Es increíble. Siempre consigue sorprenderme. Me despido.

—Nos llamamos luego, cuando se acabe.

Cuelgo. No tendrás problemas. ¿Qué problemas puedo tener? Como mucho, una denuncia por pelearme. Otra. El único problema es que no acabo la colección. Abro una cerveza y en ese momento suena el móvil. Es un número oculto. No tendría que fiarme y, sin embargo, no sé por qué, tengo ánimos y contesto. Y no me he equivocado. Es Romani. Reconozco su voz. Echo un vistazo a la tele. Efectivamente, están en una pausa publicitaria. La primera del programa, casi siempre a las nueve cuarenta y cinco. Miro el reloj. Van algunos minutos adelantados. Quién sabe quién habrá hecho la escaleta. Quizá ya la habían hecho esos tres. Seguramente no han podido rehacerla. Pero me olvido de todos esos pensamientos. Intento prestar atención a lo que me está diciendo y me quedo sorprendido escuchándolo.

—Así que quería decirte, Stefano, que lo siento mucho. No lo sabía. Nunca lo podría haber imaginado. —Y sigue con su calma de costumbre, con su elegancia, con su voz tranquila y firme, rotunda. Una voz que da seguridad. Lo escucho en silencio y me quedo sin palabras aunque hubiera querido decir algo. Otras dos chicas han denunciado el mismo hecho sucedido hace tiempo. No habían tenido el valor de hablar por miedo a perder el trabajo o, peor, simplemente a salir en los medios. Y quizá haya más—. Después de lo que has hecho, Stefano, están ganando seguridad. No se habría descubierto en mucho tiempo, tal vez nunca. Así que me siento culpable de haber hecho que te encontraras en una situación como ésa. Además, precisamente tu novia… —Sacudo la cabeza. No hay nada que hacer. Hasta Romani lo sabe. Debe de haber sido Tony—. Por lo que te ruego que aceptes mis disculpas y gracias, gracias de verdad, Stefano.

Aún otro gracias. Gracias de Romani. Gracias. La única palabra que no quería oír.

—Bueno, ahora te dejo, tengo que volver al programa. Pero ven a verme. Tengo una cosa para ti. Es un regalo. Al fin y al cabo, yo no lo puedo usar. Tengo otro programa que empieza dentro de dos meses y no puedo parar.

Intenta no dar demasiada importancia a su gesto. No hay nada que hacer, es un tipo grande.

—Así estáis un tiempo tranquilos. Después, si va bien, trabajamos otra vez juntos…

Hace una pausa.

—Si os apetece… A mí me gustaría. Te espero… ¿Stefano?

Por un instante teme que se haya cortado la línea. No he dicho nada. Ni siquiera un comentario, pero acabo la conversación con elegancia:

—Sí, Romani, de acuerdo, pasaré mañana, gracias.

Acabamos así la llamada. Miro la tele. Como por arte de magia, la publicidad termina y la emisión vuelve a empezar. Me acabo la cerveza. Bueno, al menos un gracias he conseguido decirlo también yo.

Sesenta y uno

En el TdV lo están desmontando todo. Pedazos de escenario son sacados uno tras otro con una facilidad extrema. Un equipo de destructores actúa implacable, con determinación, sin ninguna duda, casi con rabia. Se ríen entre sí y casi parecen sentir placer haciéndolo.

—Es más fácil destruir que construir…

Su voz me sorprende a mis espaldas, pero siempre es tranquilizadora. Sonrío dándole la mano. Hasta su apretón me gusta. Sincero, sereno, fuerte, que no necesita demostrar nada. Ya no. Romani. Ha sido la persona más interesante que he conocido. La más distinta, la más inesperada. Al verdadero amo de ese embudo, frustrante y preocupante por tantos lados, al final consigues llegar a apreciarlo. Andamos. Pedazos de escenografía siguen cayendo desde lo alto. Pequeños derrumbes de colosos de Rodas pictóricos, mañana ya olvidados. Seguir adelante por la fuerza, la importancia y la estupidez del éxito, la droga del éxito, la belleza del éxito. Creer por un instante que no te olvidarán. Pero no será así. No será así.

—Toma. —Me da un sobre—. Son los contratos para ti y para Ginevra para el próximo programa que haré. Si os apetece, ya estáis dentro. En marzo, un concurso sobre música. Un programa muy fácil y ya emitido en varios países de Europa. Alcanza más del treinta y cinco por ciento en España. Estará Marcantonio y también el mismo coreógrafo. He confirmado a algunas bailarinas y he excluido a otros. —Sonríe aludiendo a esos tres—. También porque no creo que vuelvan a trabajar en el mundillo. He pedido una campaña de prensa contra esos tres de quitar el aliento. No por nada…, ¡sólo para destacarnos a los que somos buenos! —Se ríe—. También he escrito un artículo especial sobre ti. Saldrá dentro de unos días. Te harás famoso. —Otra vez. Nada. No hay nada que hacer. Estoy condenado a ser famoso gracias a una pelea—. Querría que Ginevra y tú aceptarais este contrato. He pedido que os aumenten las retribuciones a los dos. Digamos que es un contrato… reparador. No por culpa nuestra, pero ya que la cadena ha aceptado mi sugerencia… ¿Vosotros por qué tendríais que rechazarlo? —Se ríe. Después permanece en silencio—. Bueno, pensadlo…

—Oiga, Romani, ¿puedo preguntarle algo?

—Claro.

Lo miro un instante. Pero ¿qué más me da? Se lo pregunto.

—¿Por qué lleva siempre uno de los dos botones del cuello desabrochado?

Me mira y guarda un momento de silencio. Después sonríe.

—Es muy sencillo: para conocer a quien tengo delante. Todos tienen esa curiosidad, las ganas de preguntármelo, de saber. Pero muchos no lo hacen. Por eso la gente se divide en dos grupos: quien no osa hacerme esa simple pregunta y quien sí se atreve. Los primeros se quedarán siempre con la curiosidad. ¡Los segundos, en cambio, descubrirán la razón de esa gilipollez! —Nos reímos. No sé si es verdad, pero como explicación me gusta mucho y decido aceptarla así—. Éste, en cambio, es un sobre de mi parte. Un sitio excelente donde ir a pensar en el contrato… La playa y el calor ayudan a decir que sí.

Y sonríe aludiendo a todos aquellos hipotéticos síes que se pueden decir. Después se aleja veloz fingiendo que tiene algo que hacer y da alguna que otra orden inútil al equipo. Al fin y al cabo, ahora ya lo han destruido todo. Pero así me ha burlado. Esta vez no he tenido tiempo de darle las gracias.

Sesenta y dos

No me lo puedo creer. Gin ha dicho que sí. Ha tenido que inventarse que, además de mí, van a ir otras tres o cuatro personas, pero sus padres han dicho que sí. No sólo eso. Una frase tranquilizadora: «Además, si va él…» Ese «él» soy yo. Qué absurdo. Por primera vez unos padres imaginan que su hija está segura a mi lado. Bueno, de algo ha servido el embudo. Gin segura… ¡Sí, entre mis brazos! Un sueño. Como el sobre de Romani. Otro sueño. Vuelo en primera: Tailandia, Vietnam y Malasia. Todo pagado, todo organizado. A veces, hacer las cosas bien vale la pena. Incluso en un mundo a menudo demasiado indiferente e injusto. A veces. Cuando encuentras a alguien valiente y honesto. Como Romani. Los mejores vuelos. Los mejores bungalós. Las playas más bonitas. El sol, el mar y un contrato que nos espera cuando volvamos para decir que sí o que no. Y la libertad. La libertad de decir que sí a cada minuto si nos apetece hacer algo o no, sin compromisos, sin «la mesa está lista», sin se «debe» hacer, sin llamadas inesperadas, sin problemas, sin encuentros con quien no quieres encontrarte. Subimos al avión libres, tranquilos.

Yo un poco menos. Miro a mí alrededor. Qué bobo. No, no está. No puede estar. Eva, la azafata, no trabaja para la Thai. Una señorita con los ojos almendrados, la piel ligeramente ambarina y un perfecto uniforme nos acomoda en nuestros asientos. Le sonrío. Es muy amable. También es muy guapa. Nos sirve algo de beber. Cuando se marcha, Gin me da un codazo.

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