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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (44 page)

Asiento con la cabeza, sigo fingiendo que escucho. Fragmentos de palabras un poco balbuceantes. Una extraña justificación plantada allí, en el aire, como puede. Parecen las letras de un anónimo, distintas unas de otras, pegadas y después enviadas para pedir el rescate que debe pagarse. Pero yo no tengo ese dinero. Yo no puedo hacer nada. Recojo los últimos folios, los estampo sobre la mesa y los dejo allí, delicadamente. Después de un «Claro, Marcantonio, te entiendo, tienes razón…» salgo de escena con un «Sí, quizá yo también habría reaccionado de esa manera». Y dejo así, con ese quizá, una duda tranquilizadora en él, un pequeño espacio para su dignidad. Gin no habría tenido dudas. Ella habría descubierto mi mentira en seguida. Tal vez. ¡Ojalá! Ojalá me arrojaran los folios a la cara los tres a la vez. No espero nada más. Me están tocando las narices. Y cultivando este pequeño sueño, me alejo. Cierro la puerta y me pongo las gafas. Después me dan ganas de reírme. Qué estúpido, pero si Gin no está.

Cincuenta y seis

Entro en casa y dejo la bolsa. Me quito la chaqueta y oigo charlar a Paolo a lo lejos. ¿Estará con alguien o es la televisión? Paolo llega sonriendo hacia mí.

—Hola…, tengo una sorpresa para ti.

No es la televisión. Hay alguien. Después, de repente, ese alguien aparece. Enmarcada por la puerta del salón, con un poco de luz de la ventana a sus espaldas que desenfoca a mis ojos la silueta, delicada visión así, fuerte y presente en cambio en mi vida, en toda mi vida pasada. Mi madre. Mamá.

—He preparado algo por si tienes hambre, Step —dice Paolo cogiendo el chaquetón del armario y poniéndoselo—. Si tienes hambre, está todo allí, en la mesa.

Insiste, preocupado por esa situación. No sé si en la duda de que yo tenga hambre o al haberme servido ese plato que tal vez en ese momento no me apetecía: encontrarme con mamá. Tal vez no tenía ganas, podría haberlo pensado, o quizá no. Pero es un instante. Paolo ha salido dejándonos así, solos. Solos como nos hemos quedado desde ese día. Al menos, yo. Sólo sin ella. Sin la madre que me había diseñado inspirándome en todos sus cuentos, en aquellas fábulas que me había leído de pequeño, en todas esas historias que me había contado junto a mi cama, donde a mí, con apenas unas décimas de fiebre, me gustaba refugiarme acurrucándome en ese calor, el de las mantas y el suyo. Sabiendo que ella estaba allí, a mi lado, contándome un cuento, cogiéndome de la mano, tocándome la frente, trayéndome un vaso de agua. Ese vaso de agua… Cuántas veces, tan sólo para tenerla cerca un segundo más, a punto de dormirme le había pedido ese último favor para verla entrar de nuevo, enmarcada en la jamba de otra puerta, de otra casa, de otra historia… Aquélla con mi padre. Y este espléndido diseño precisamente creado por ella, lleno de amor, de fábula, de sueños, de encanto, de luz, de sol…, puf, borrado en un segundo. Haberla descubierto allí, en la cama con otro.

—Hola, mamá…

Uno cualquiera, un desconocido, un hombre distinto de mi padre con mi madre y, desde entonces, la oscuridad. Completa oscuridad. Me encuentro mal. Me siento a la mesa, donde los platos ya están puestos. No veo ni siquiera qué hay, y sólo ante la idea de comer me dan ganas de vomitar. Pero es mi única posibilidad de escapar. Calma, Step. Pasará. Todo pasa. No, no todo. Con ella el dolor aún no ha pasado. Ese vaso de agua… Calma, Step. Has crecido. Bebo un poco de agua.

—Ya sé que estás trabajando, ¿estás contento? —¿Contento? Dicha por ella, esa palabra me da ganas de reír. Pero no lo hago. Respondo algo, igual que al resto de sus preguntas—. ¿Qué tal te fue por Estados Unidos? ¿Tuviste problemas? ¿Hay muchos italianos? ¿Piensas volver? —Contesto. Contesto a todo más o menos bien, creo, tratando de sonreír, de ser amable. Precisamente como ella me ha enseñado. Amable—. Mira, te he traído esto.

Y saca algo de un bolso, no del que yo le regalé aquella vez por Navidad o por su cumpleaños, no recuerdo cuándo. Pero recuerdo que ese bolso lo encontré allí, en la butaca de aquella casa. En el salón… La cama de otro que la había invitado a ella, a mi madre. Invitar. Invitar. Invitar… Basta, Step. Déjalo ya.

—¿Los reconoces? Son los
morselletti
que te gustaban tanto.

Sí, me gustaban mucho. Me gustaba todo de ti, mamá. Y ahora, por primera vez, después de haberla mirado varias veces, la veo de nuevo. Mi madre. Sonríe con la pequeña bolsa transparente entre las manos. La deja con suavidad sobre la mesa y me sonríe otra vez inclinando la cabeza hacia un lado. Mi madre. Ahora lleva el pelo más claro. Ahora su piel parece también más clara. Ella, delicada como siempre, parece aún más frágil. Más delgada. Eso, parece más delgada y tiene la piel ligeramente encrespada por un viento ligero. Y los ojos. Sus ojos, un poco empañados, es como si tuvieran menos luz. Es como si alguien, malvado conmigo, hubiera girado hace poco ese interruptor, dejando en penumbra nuestro amor. Mi amor. Bebo un poco más de agua.

—Sí, me acuerdo. Me gustaban muchísimo.

Y uso el pasado sin querer, sin saber, con el miedo de que incluso esos simples bizcochos hayan perdido ese sabor que me gustaba tanto.

—¿Has abierto mi regalo?

—No, mamá.

No consigo mentirle. Aún ahora no consigo decirle una mentira. Y no es sólo por el miedo a ser descubierto… Me acuerdo de Gin y de la historia de los ojos. Por un instante, me dan ganas de sonreír. Y es una suerte.

—No, mamá, no lo he hecho.

—Eso no es bonito, ¿lo sabes?

Pero no espera que le pida perdón, no hace falta. Su sonrisa me da a entender que todo está en su sitio, ya es pasado, y ella no hace que me pese.

—Es un libro y me gustaría mucho que lo leyeras. ¿Lo tienes aquí?

—Sí.

—Entonces ve a buscarlo.

Y sus palabras son tan amables que no puedo no levantarme, ir a mi habitación y volver inmediatamente después con el paquete, apoyarlo sobre la mesa y desenvolverlo.

—Ya está. Es de Irwin Shaw:
Lucy Crown
. Es una historia muy bonita. Cayó en mis manos por casualidad y me impresionó mucho. Si tienes tiempo, me gustaría que lo leyeras.

—Sí, mamá. Si tengo tiempo, lo haré.

Nos quedamos un momento en silencio, y aunque es sólo un instante, me parece larguísimo. Bajo la mirada, pero tampoco la cubierta del libro me ayuda a que pase esa infinidad. Doblo el papel de regalo, pero tampoco eso me hace aumentar el peso de los segundos que parecen no pasar nunca. Mi madre sonríe. Es ella quien finalmente me ayuda a salvar esa pequeña eternidad.

—También mi madre doblaba siempre el papel de los regalos que recibía. Tu abuela. —Se ríe—. Quizá lo hayas heredado de ella. —Se levanta—. Bueno, me marcho…

Me levanto también yo.

—Te acompaño.

—No, no te molestes.

Me da un beso ligero en la mejilla y después sonríe.

—Yo me las arreglo. Tengo el coche abajo.

Va hacia la puerta y sale, sin volverse. Me parece cansada y yo me siento agotado. No encuentro toda esa fuerza que siempre he creído tener. Ese beso, quizá, no haya sido tan ligero.

Cincuenta y siete

Algo más tarde.

—Oh, precisamente estaba pensando en ti… ¡Tenemos simbiosis! ¡En serio, estaba a punto de llamarte!

Siempre tan alegre, Gin desarma.

—¿Dónde estás?

—Aquí abajo. ¿Me abres?

—Acabo de cenar; mi tío aún está aquí. Además, ¿qué quieres? ¿Subir a mi casa y que te presente a toda la familia?

Se ríe alegre.

—Venga, Gin, invéntate algo. Qué sé yo…, que tienes que recoger la ropa de la azotea, que tienes que ir a buscar algo a casa de tu amiga que vive en el piso de arriba, que tienes que escaparte conmigo, di eso si quieres, pero sube… Tengo ganas de ti.

—No has dicho «tengo ganas de verte», sino «tengo ganas de ti».

—¡Sí, y te lo repito!

Tengo la impresión de ser el participante de uno de esos estúpidos concursos. Espero no haberme equivocado de respuesta. Gin hace una pausa larga, demasiado larga. Quizá me haya equivocado de respuesta…

—Yo también tengo ganas de ti.

No dice nada más y oigo que abre el portal. No cojo el ascensor. Subo los escalones veloz como un rayo hasta el último piso, sin pararme, a veces incluso de cuatro en cuatro. Y cuando llego, se abre el ascensor. Es ella. Simbiosis hasta en eso. Me zambullo en sus labios y busco allí mi respiración. Besándola sin tregua, sin dejarla respirar. Le robo la fuerza, el sabor, los labios, le robo hasta las palabras. En silencio. Un silencio hecho de suspiros, de su camiseta que se abre, del gancho de su sujetador que salta, de nuestros pantalones que se bajan, de la barandilla que se mueve, de ella que se ríe haciendo «Sh» para que no la oigan, de ella que suspira para que yo no me corra, al menos no en seguida. Y extrañas posturas en aquella trampa de piernas, en esa maraña tejana que me excita aún más, que me fascina, que me extasía. Parar por un momento y de rodillas, sobre el frío mármol del rellano, besarla entre las piernas. Ella, Gin,
cowgirl
extrañamente descompuesta, imita un rodeo muy personal para no caer de mis labios. Para después cabalgarla otra vez y correr juntos, nosotros, estúpidos, salvajes, apasionados, caballos enamorados agarrados al suelo por una barandilla de hierro. Ésta vibra en silencio como nuestra pasión. Por un instante suspendidos en el vacío. Ruidos lejanos. Ruidos de las casas. Una gota que cae. Un armario que se cierra. Pasos. Después ya nada. Nosotros. Sólo nosotros. Su cabeza hacia atrás, su pelo suelto, abandonados en caída en la tromba de la escalera. Se mueven frenéticos, casi querrían saltar, como nuestro deseo. Pero un último beso nos hace corrernos juntos, volver al suelo precisamente mientras llaman el ascensor.

—Sh —ella se ríe derrumbándose en el suelo. Casi exhausta, sudada, mojada, y no sólo de sudor. Con el pelo que se le pega a la cara y se ríe con ella. Nos abrazamos juntos así, púgiles tocados, deshinchados, agotados, acurrucados en el suelo, vencidos. Esperando un inútil veredicto: empatados en puntos… Y sonriendo, nos besamos—. Sh —dice otra vez ella—. Sh. —Se complace en ese silencio… Sh.

El ascensor se detiene un piso más abajo. Nuestros corazones laten veloces y no ciertamente de miedo. Me escondo entre su pelo. Me apoyo en su suave cuello. Descanso tranquilo. Mis labios cansados, felices, satisfechos en busca sólo de una última respuesta.

—Gin…

—¿Sí?

—No me dejes…

Y no sé por qué, pero lo digo. Y casi me arrepiento. Y ella se queda un momento en silencio.

Después se separa de mí y me mira curiosa. Luego lo dice despacio, casi susurrándolo:

—Tiraste al río la llave del candado.

Después, cariñosa, coge mi cabeza entre sus manos y me mira. No es una pregunta. No es una respuesta. Después me da un beso y otro, y otro más. Y no dice nada más. Sólo me sigue besando. Y yo sonrío. Y acepto encantado esa respuesta.

Cincuenta y ocho

Una tarde calurosa, extrañamente calurosa para ser diciembre. El cielo azul, intenso, como esos días de montaña donde te mueres de ganas de esquiar. Sólo que yo tengo que trabajar. Como dice Pallina, he entrado en el embudo, pero es el último programa o, mejor dicho, el último día de ensayo antes del último programa. Sin embargo, me parece un día especial. Siento algo extraño y no entiendo por qué. Tal vez sea un sexto sentido, pero nunca lo hubiera imaginado.

—Buenos días, Tony…

—Buenas, Step.

Entro apresuradamente en el teatro. Un grupo de fotógrafos más o menos lamentables, con cámaras de fotos tan distintas como sus ropas, me corta el paso. No son ciertamente como esos pesados grupos de japoneses que te encuentras por las plazas de Roma. A ellos no se les escapa ninguna imagen.

—Por allí, se ha ido por allí… Rápido, que la pillamos.

Me quedo asombrado y esto Tony, naturalmente, no lo deja escapar.

—Están persiguiendo a la Schiffer. Ha llegado antes porque tiene que ensayar la entrada en el escenario. Pero ¿qué tendrá que ensayar si sólo tiene que andar? Si por lo menos hubiera escaleras… ¿Qué tiene que ensayar, si hace un montón de años que sabe andar? ¡Bah! Quizá sea para justificar el dinero que cobra, me cago en sus muertos. —Y ya puestos, Tony añade—: Si buscas a Gin, ha ido precisamente al camerino de la Schiffer. La ha llamado uno de los autores. A lo mejor la hace entrar con la Schiffer. Mira que si aprende a andar ella también, verás el dinero que gana. Más que andar…, prepárate para dar en seguida la vuelta al mundo. Viajes gratis contigo y con el chófer.

Tony. Se ríe algo descarado tropezando con una extraña tos llena de humo y con ninguna salud. A pesar de ello, enciende en seguida otro MS y tira el paquete acabado. ¿Es el que le llevé ayer u otro nuevo? Qué importa. Total, si no le importa a él. Bueno, mejor que vaya a ver cómo está Marcantonio y cómo va nuestro trabajo. Eso, aunque sea por contrato, tendría que interesarme. Allí está. Sentado frente al ordenador, concentrado. Lo miro desde lejos a través de la puerta entreabierta. Después sonríe para sus adentros, pulsa una tecla, lo manda a la impresora y, satisfecho, enciende un cigarrillo justo a tiempo para verme llegar.

—Eh, Step, ¿quieres uno?

Bueno, al menos él, a diferencia de Tony, ofrece y no parece estar tan mal.

—No, gracias.

Vuelve a cerrar el paquete.

—¡Mucho mejor! —Se lo mete en el bolsillo de la chaqueta y se alisa el poco pelo que tiene a ambos lados de la cabeza echándoselo hacia atrás—. Lo he conseguido… He podido enfocarlo todo precisamente como querían.

—Ah, muy bien.

Me doy cuenta de que evita voluntariamente decir «como querían los autores», pero no es el momento de hacérselo notar. Cuando menos porque me ha ofrecido un cigarrillo. Nos quedamos un momento en silencio mirando los folios que salen de la impresora. Brrr. Brrr. Uno tras otro. Precisos, limpios, ordenados. Colores claros y suaves, perfectamente legibles, precisamente como querían, imagino. Marcantonio espera la salida del último folio, después los coge delicadamente de la máquina y sopla suavemente encima para que se seque la última tinta recién impresa.

—Ya está. Creo que están perfectos. —Me mira buscando mi aprobación—. Sí, creo que sí.

La verdad es que no estoy demasiado seguro. Que le hayan tirado esas hojas a la cara a Marcantonio me ha hecho olvidar por completo cuál era el motivo de la discusión.

—¡Sí, perfectos! —me limito a decir, queriendo así salir airoso de alguna manera. Pero no basta. Por desgracia, no es suficiente.

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