Tormenta de sangre (23 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

—Afortunadamente, estaba algo distraído —replicó Malus con tranquilidad y expresión implacable—. No me había dado cuenta de que fueras tan puntillosa en cuestiones de legalidad, querida hermana.

—Sólo cuando conciernen a mi libertad. ¡Has usado ese poder para intentar convertirme en una esclava! ¡No tienes ni idea de lo aborrecible que resulta eso!

—En efecto, hermana. Tienes toda la razón. Nunca dejo de imaginar cómo debe de ser —replicó Malus con frialdad. Abrió las manos hacia adelante—. Muy bien. Eres libre. ¿Qué harás ahora? ¿Darle la noticia a tu amado?

Yasmir rió, y el burbujeante sonido de genuino júbilo a Malus le dio dentera.

—¡Por la Madre Oscura, por supuesto que no! Que se afane bajo las cadenas durante tanto tiempo como lo tengas en tu poder.

La noble se inclinó hasta que su cara quedó a centímetros de la de Malus, que percibió el aroma de su aliento endulzado y casi sintió el sedoso roce de los labios de Yasmir, y lo turbó ver hasta qué punto su cuerpo se sentía atraído hacia el de ella, como hierro hacia una piedra imán.

—Mi silencio tiene un precio, Malus —susurró Yasmir—. ¿Lo pagarás?

—Sabes que sí —replicó él al mismo tiempo que cambiaba de postura contra la amurada, entonces por razones completamente diferentes.

¡Malditos espacios estrechos! Debería haber deducido que ella se traía algo entre manos cuando irrumpió en la sala de mapas sin hacerse anunciar. En ese momento, estaba recurriendo a todos los métodos que tenía a su disposición para no permitir que él recobrara el aplomo, y Malus no podía hacer nada por evitarlo.

—Quiero muerta a esa puta marina de las cicatrices —dijo ella, cuyas palabras se derramaron como veneno puro por sus sonrientes labios—. No me importa cómo, pero debe morir, y cuanto antes, mejor.

Malus intentó reír.

—¡Ya te he prometido la cabeza de Urial, hermana! ¿Es que tu codicia no tiene límites? —Pero la falsa risa murió bajo la implacable voluntad de Yasmir.

—Es el precio para que continúes vivo, hermano —susurró Yasmir—. Por ahora, tú y yo somos socios porque tengo interés en ver sufrir a Bruglir. Ha de pagar por lo que me ha hecho, y la humillación que debe soportar por servirte me resulta dulce. Así pues, no tengo problemas en dejar que esta campaña tuya continúe. Incluso te daré mi apoyo mientras convenga a mis necesidades. Pero la mujer debe morir. Sólo entonces podré hacer que Bruglir se consagre por entero a mí. ¿Lo entiendes?

—Si quieres su muerte, ¿por qué no la matas tú misma?

La constante sonrisa de Yasmir vaciló durante apenas un momento.

—No seas necio, Malus —siseó—. Por supuesto que puedo matarla, pero con eso no ganaré nada. Si muere por mi mano, Bruglir se convertirá en mi enemigo, lo que dificultaría mucho más mis planes.

—¿Así que prefieres que sea yo quien se convierta en su enemigo?

—Por supuesto, si es lo que hace falta —replicó Yasmir—. Pero tú eres el jefe de esta expedición. Estoy segura de que puedes encontrar algún medio hábil de enviar a esa mujer vil a la muerte y mantener limpias las manos. Piénsalo, hermano; piénsalo bien. Cuanto antes, mejor, o podría perder la paciencia y contarle la verdad a Bruglir. —Su deslumbrante sonrisa resplandeció bajo la negrura del velo—. Cabría la posibilidad de que se sintiera tan agradecido por zafarse del poder de hierro que matara a esa puta sólo para complacerme, pero no quiero correr ese riesgo a menos que piense que debo hacerlo. —Dicho esto, giró sobre los talones, abrió la puerta que daba al pasillo en sombras y desapareció grácilmente.

Antes de que Malus pudiera bajar los pies de la mesa, Hauclir entró en la atestada habitación, masticando un mendrugo de pan. Llevaba una bandeja de madera donde había queso, salchichas y rodajas de manzana. Le tendió la comida a Malus.

—Parece que llegamos en el momento oportuno; saquearon un poblado humano hace menos de dos días, y pudieron volver a llenar las bodegas. Antes de eso, se habían visto obligados a comer ratas mientras esquivaban patrullas costeras bretonianas. Tu hermano es un loco por permanecer en el mar durante tanto tiempo. —El guardia señaló el queso, un pequeño semicírculo del tamaño de la palma de su mano—. Creo que es de cabra. Deberías probarlo.

Malus cogió la bandeja que le ofrecía al mismo tiempo que le lanzaba al guardia una mirada de enojo. Presionó dos dedos contra la bandeja y estudió el número de migajas de queso que se le habían pegado.

—Hauclir —dijo con acritud—, aunque tu deber es probar mi comida por si está envenenada, no es necesario que te comas la mitad del queso para comprobarlo.

Hauclir dejó de masticar.

—¿Comprobar si está envenenada, mi señor?

La nave capitana de Bruglir era un largo cuchillo marino de ébano llamado
Saqueador
, construido en los astilleros de Ciar Karond, de la mejor factura y brujería que podía pagar la gran fortuna del capitán. Con tres mástiles escalonados y un largo casco estrecho, podía volar por el agua con todas las velas desplegadas, y los miembros de la tripulación conocían la danza del viento y las olas tan bien como conocían sus territorios de origen. En el caso de algunos, el mar era la única tierra natal que jamás habían conocido y lo único que anhelaban cuando estaban amarrados en puerto.

Pero las cualidades que hacían que el
Saqueador
fuera esbelto y ligero también lo volvían difícil de gobernar cuando el tiempo era muy malo; los altos mástiles y la estrecha manga hacían que fuese propenso a balancearse peligrosamente en los mares picados, como el que entonces enfrentaba la esbelta nave corsaria. El invierno continuaba resistiéndose tozudamente a dejar paso a la primavera a lo largo de la costa bretoniana, y el fuerte viento aún soplaba del oeste, procedente del mar abierto, ante una muralla de cargadas nubes grises. El mar de color acero sin pulir se hinchaba y estrellaba contra el casco de la nave corsaria que bogaba hacia el sur, en dirección a las zonas donde los restantes barcos de la flota buscaban presas. Durante los últimos tres días, Bruglir había reunido a los dispersos barcos en puntos de encuentro preacordados, mediante subrepticias señales hechas en plena noche. En ese momento, otras ocho naves corsarias navegaban detrás del
Saqueador
, y los capitanes se ponían cada vez más nerviosos porque era inevitable que una flota de barcos negros atrajera la atención de los guardias apostados a lo largo de la costa.

Unos gritos sordos y pesados pasos habían atraído a Malus a cubierta, seguido de Hauclir. En el ambiente se había producido un cambio sutil, una corriente subterránea de tensión que reconoció a causa del crucero esclavista que había hecho el año anterior, y a la que había aprendido a prestarle atención. Sucedía algo, y la tripulación estaba nerviosa.

Al salir a cubierta, un viento frío y cargado de salitre le azotó el rostro, e hizo que tendiera las manos hacia atrás para cubrirse la cabeza con la capucha de lana que le colgaba de los hombros.

Se había puesto la armadura y llevaba encima una capa de lana cruda para proteger del agua el costoso acero. El
Saqueador
se balanceó como un borracho al tropezar con otra rumorosa ola, y los marineros situados en los aparejos se transmitieron unos a otros las instrucciones de la mujer que se hallaba de pie ante el timón. Malus vio a Tanithra, la primera oficial, que miraba con ojo experto el frente de tormenta que había al oeste, mientras conducía la nave en una alegre danza sobre el malhumorado mar. Hacia babor, entre el
Saqueador y
la costa, Malus vio dos nuevas naves corsarias con las inclinadas proas dirigidas hacia el sur, voltejeando contra el viento.

Al pasar la ola de largo e inclinarse el barco en la dirección contraria, Hauclir dio un traspié. El antiguo capitán de la guardia aún no se había habituado a los movimientos del mar, aunque el estómago parecía habérsele adaptado bastante bien.

—Parece que dos de nuestros dispersos pájaros marinos han acudido y nos han encontrado, para variar —gritó por encima de las olas y el fuerte viento.

—Eso parece —respondió Malus mientras recorría la cubierta con la mirada.

Aparte de la guardia diurna, el resto de los tripulantes estaban bajo cubierta, sabedores de que dentro de poco tendrían que sufrir su turno de viento gélido y agua pulverizada.

—La pregunta es: ¿por qué? —añadió Malus.

El noble volvió la cabeza para mirar hacia el castillo de popa desde el cual el capitán comandaría los barcos durante la batalla; también podía ver la cubierta principal situada más abajo, y la cubierta elevada del castillo de proa. El timón de la nave se encontraba en el castillo de popa, justo por delante de un par de potentes lanzadores de virotes que podían disparar enormes proyectiles de punta de acero hacia las naves enemigas que se aproximaran al
Saqueador
por la popa. De la cubierta principal ascendían dos escalerillas cortas, una hacia babor y la otra hacia estribor. Por impulso, Malus echó a andar hacia la de estribor. En ese momento, otra ola se lanzó contra el casco de la nave corsaria, que se inclinó como una botella que flotara en la marea. Hauclir se tambaleó al mismo tiempo que lanzaba una maldición, se estrelló contra Malus por inadvertencia y lo lanzó dando traspiés hacia un lado de la escalerilla.

El noble extendió una mano para sujetarse y, de repente, sufrió una tremenda ola de vértigo. Se le nubló la vista mientras un estruendo de sonidos aumentaba y disminuía en sus oídos; eran sonidos discordantes, potentes, y gritos de cólera y dolor. Algo mojado, tibio y espeso le empapó la palma de la mano. Malus se tambaleó y, al mirársela, vio una mancha rojo vivo en su borroso campo visual. «Aquí es donde morí», fue el pensamiento que resonó, descabelladamente, dentro de su cabeza.

Entonces, unas manos fuertes lo cogieron por los hombros y lo sujetaron con firmeza. Malus sacudió ferozmente la cabeza, y el mundo pareció volver a su estado normal. Al mirar por encima del hombro, vio que Hauclir lo sostenía con ambas manos.

—Te pido disculpas, mi señor —dijo Hauclir, algo avergonzado—. ¿Cómo puede acostumbrarse nadie a estos vaivenes incesantes?

Malus se zafó de las manos de Hauclir.

—Tal vez debería hacerte caminar por la cubierta durante toda esta noche hasta que aprendas.

—¿Eso será antes de que me arranques las uñas de las manos y me saques los ojos con una espina de pescado?

—¿Qué?

—Hasta ahora me has prometido que me arrancarías las uñas de las manos por retrasarme en llevarte el desayuno, y luego dijiste que me sacarías los ojos por airear en el exterior tu capa buena, que se empapó de agua salada.

Malus frunció el ceño.

—¿Y todo eso desde que subimos a bordo? —Todo eso desde esta mañana. Ayer, dijiste...

—No importa —murmuró el noble, y le rechinaron los dientes—. Cuando regresemos a casa haré que te echen de comer a los gélidos, y lo dejaremos en eso.

Hauclir asintió con expresión impasible.

—Muy bien, mi señor. Tomaré nota de ello.

—¿Ahora te burlas de mí, desgraciado impertinente?

—Sólo intento ayudarte a no perder el hilo de las cosas, mi señor. Estoy aquí para servirte.

—¿De verdad? Tienes libertad para empezar en cualquier momento.

Malus rodeó el pie de la escalera y comenzó a ascender hacia la cubierta del castillo de popa, con el guardia obedientemente detrás.

—Te pido perdón, mi señor —dijo con rigidez—. Sé que no soy nada bueno con la ropa, la comida y cosas por el estilo. Tal vez si me encomendaras alguna tarea que se adapte a mis habilidades...

—¿Te refieres a la extorsión? Eso puedo hacerlo yo mismo —gruñó Malus—. Aunque confieso que demuestras tener un arte particular para ese tipo de cosas.

—La ambición es una virtud, mi señor —declaró Hauclir con sutileza—. En cuanto a mis habilidades profesionales, soy rápido con el cuchillo y el garrote. Sé qué hacer con los cadáveres inconvenientes, y soy bueno en percibir qué se oculta tras los ojos de una persona, si comprendéis lo que quiero decir.

—¿Eras un guardia al servicio del drachau o un asesino? —preguntó Malus mientras subía la escalera.

—¿Hay alguna diferencia, mi señor?

—No, supongo que no. De acuerdo, entonces. ¿Qué sacas en conclusión de la situación actual?

—Que nos han echado a los gélidos, mi señor, con un filete atado al cuello.

La imagen provocó una repentina carcajada del noble.

—Tan bien está la cosa, ¿eh?

Hauclir se encogió de hombros.

—Los tripulantes están apostando cuál de tus hermanos te clavará primero el cuchillo. Todos, incluso ese tullido de ojos muertos de Urial, te estudian como a una extraña clase de insecto. Ahora mismo están más interesados en lo que eres y en lo que te traes entre manos, pero en sus ojos puede verse que, antes o después, van a aplastarte para pasar de largo.

—Nada de eso me sorprende mucho —dijo Malus—. Así que ya has trabado conocimiento con los tripulantes, ¿eh?

Hauclir se encogió de hombros.

—Son muy de clan, como la mayoría de los pájaros marinos, pero apuestan, beben y se quejan como los guardias, así que he tenido oportunidad de charlar con algunos de ellos.

Malus se detuvo en lo alto de la escalera y se dio unos pensativos golpecitos en el mentón.

—Muy bien, he aquí una tarea para ti. Quiero que averigües cómo es la lealtad de estos pájaros marinos, cuánto aprecian a Bruglir y a la primera oficial. Si el ilustre capitán muriera, ¿a quién seguirían?

El guardia meditó la orden, y luego asintió con la cabeza.

—Bastante fácil de hacer, mi señor. —Miró a su amo y rió entre dientes—. Parece que le prometiste a cada hermano la cabeza del otro. ¿Has decidido a cuál vas a matar?

Malus le devolvió la mirada a Hauclir; la sonrisa era fría y los ojos destellaban.

—Al final, los veré a todos muertos o hundidos, Hauclir. Quién viva o muera cuando termine esta expedición depende de quién continúe siéndome útil en el futuro, incluyéndote a ti.

Hauclir se irguió, y sus ojos se abrieron más ante la amenaza del tono de voz del noble, pero luego se rehízo.

—Como tú ordenes, mi señor —dijo con rigidez, y después dio media vuelta y descendió.

La cubierta del castillo de popa medía más de sesenta pasos de largo por veinte de ancho, y con sólo la guardia diurna en ella, se veía muy desierta. Cuatro vigías, dos a cada lado, se encontraban junto a la borda del barco y observaban con largos catalejos el gris horizonte y los rocosos acantilados de Bretonia. Ante cada escalera había un marinero alto, armado con una pica de abordaje, y la primera oficial, cuyos dedos se movían con ligereza sobre la pulida rueda de madera de teca, ejecutaba una danza solitaria con el timón y las velas. Un alférez recorría todo el perímetro de la cubierta y vigilaba con ojos de águila a todos los miembros de la tripulación, para asegurarse de que cada uno llevara a cabo su tarea. El guardia que estaba en lo alto de la escalerilla, un veterano que presentaba las cicatrices de muchas incursiones, miró a Malus con la desconfiada beligerancia de un viejo perro guardián, pero se apartó a un lado para dejarlo pasar.

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