Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (20 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Irina tardó un momento en contestar. Por fin, murmuró:

—Quería que no pudiese evitar la boda y que los novios estuvieran lejos cuando Mariñas llegase. Así desaparecía la mujer que me estorbaba. Pero tú eres don César. Lo sé. No puedes engañarme.

—Puede que tengas razón.

—¡Oh! ¡Estas dudas! He sido una loca huyendo de ti y volviendo a ti una y otra vez.

—Si tienes sentido, cuanto te vayas por tercera vez de mi lado, será para siempre. Pero cuando estés lejos y piense en ti, lo haré con cariño y con respeto. Pensaré que fuiste una mujer excepcional y recordaré que una vez besé una flor porque anhelaba besar tus labios.

—¿Qué puedo hacer para ayudarte en tu trabajo?

—Nada. Permanece aquí. No podrías ayudarme, porque no odias lo suficiente al
Diablo
.

—Harley Weaver le odia muchísimo más que yo, desde luego.

—¿Te refieres a su lugarteniente?

—Sí. Está enamorado de mí. Me propuso traicionar a Mariñas.

—Muy interesante. Tendremos que hacer una visita a ese traidor.

—¿Por qué no quieres decirme quién eres? —preguntó de nuevo Irina, escondiendo el rostro entre las manos. Como
El Coyote
no respondiese, ella agregó al cabo de un par de minutos—: Por lo menos dime si eres o no don César. Has clavado la duda en mi alma. Dime la verdad…

Extrañada por el silencio, Irina levantó la cabeza y miró a su alrededor. De nuevo un escalofrío le corrió por el cuerpo. Estaba sola.

Capítulo VII: Noche nupcial

Cuando los hombres del
Diablo
cerraron la puerta del cuarto, don César se volvió hacia Guadalupe.

—Perdóname —dijo—. Tengo muchísimas cosas que hacer y poco tiempo para hacerlas. Es preciso salvar a don Goyo y a su hijo.

—Desde luego —asintió Lupe, sin poner demasiado entusiasmo en la respuesta. No es que ella deseara que al que debía haber sido su suegro ni a su fracasado marido les ocurriera nada malo; pero tampoco quería dar la impresión de que lamentaba no haberse casado con Gregorio Paz.

Cuando don César abrió la puerta secreta que comunicaba aquella habitación con el pasadizo, Guadalupe, que ya conocía por referencias los misterios de la posada del Rey Don Carlos, preguntóse cuáles eran los sentimientos de su marido. Ella sentíase feliz por haber realizado, al fin, sus anhelos. Estaba casada con don César de Echagüe; pero éste no había ido por propia voluntad al matrimonio. Casi podía decirse que se casó ante la amenaza de una pistola. Esto hería un poco la vanidad de Guadalupe. En seguida recordaba que el día antes César fue a buscarla a casa de don Goyo para llevarla con él. Fue ella quien no quiso acompañarle al saber la llegada de la princesa Irina. Además, César era
El Coyote
y éste sabia salir de apuros muchísimo más graves que el representado por un matrimonio impuesto a la fuerza. Si don César no se hubiera querido casar con ella, lo habría podido evitar.

—¡Dios mío! —Exclamó de pronto Guadalupe—. Ya no tendré que seguirle llamando don César. Ahora será sólo César. Le tutearé. Pero… ¿sabré acostumbrarme? No, no podré nunca llamarle de tú.

Por su parte, don César sonreía mientras recorría los oscuros pasadizos secretos. No podía negarle a Mariñas cierto ingenio para resolver una situación que para nadie resultaba tan difícil como para él. Su solución había sido genial.

Cuando llegó a la puerta que comunicaba con el despacho de Yesares, don César se detuvo a mirar por la mirilla. El despacho estaba ocupado sólo por Ricardo, quien a una señal acudió a la puerta secreta en el momento en que
El Coyote
la abría.

—Lo que está ocurriendo es horrible —dijo el dueño de la posada.

Don César sonrió. La vida tranquila, su matrimonio y la fortuna habían reblandecido a Yesares. Pronto necesitaría otro ayudante para los trabajos difíciles. En aquellos momentos Yesares demostraba una total ausencia de iniciativa.

—Yo lo encuentro divertido —dijo don César.

—¿Hasta lo de tu boda?

—Eso ha sido lo mejor. Pero no perdamos tiempo. Tengo que hacer muchísimas cosas. Dame una luz.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Yesares.

—Voy a vestirme de
Coyote
. Utilizaré tu traje. Luego iré a ver a la princesa Irina.

Yesares entregó una vela a don César y éste entró de nuevo en el pasadizo secreto, donde cambió su traje por el que usaba Yesares cuando representaba el papel de
Coyote
. Un momento después marchaba por el pasadizo en dirección al cuarto de Irina. Antes de llegar a él empezó a oír las exclamaciones de la joven y escuchó la última parte de la conversación entre Mariñas y la mujer. Cuando ésta se quedó sola,
El Coyote
empujó la puerta secreta, cuyos bien engrasados goznes no emitieron el más leve gemido.

*****

Cuando desapareció sin responder a las últimas preguntas de Irina,
El Coyote
tenía proyectado ya todo su plan de acción. Eran muchísimas las cosas que debía hacer. No podía perder más tiempo.

Por una salida que rara vez se utilizaba abandonó la posada del Rey Don Carlos. Deslizándose por la oscuridad, evitando los grupos de guardas del
Diablo
, dirigióse al barrio mejicano y se detuvo ante una casa. Llamó a la puerta y, cuando una voz de mujer le preguntó quién era, respondió en voz muy baja:

—Soy yo, Adelia.

La india abrió, comentando:

—Lo que está ocurriendo es horrible, señor
Coyote

—Ya lo sé; pero no me hagas perder más tiempo. ¿Están aquí los Lugones?

—Sí, don
Coyote
. Vinieron por si los necesitaba…

—Les necesito. Que vengan en seguida.

La india hizo pasar su voluminoso cuerpo a través de una estrecha puerta y regresó casi al momento en compañía de Evelio, Timoteo y Juan Lugones.

Los tres hermanos estaban muy nerviosos.

—¿Qué debemos hacer? —Preguntó Juan—. Esperábamos sus órdenes. Han metido presos a nuestros amos…

—Ya los salvaremos —replicó
El Coyote
—. Tengo un plan muy bueno. Pero ahora me tenéis que ayudar a otra cosa.
El Diablo
ha saqueado los bancos y los comercios principales. Ha reunido una fortuna en oro y moneda. Está guardada en la cuadra de la posada del Rey Carlos. Tenemos que rescatarla.

—Pero la cuadra está guardada por más de cien hombres —dijo Evelio—. No se podrá entrar en ella.

—Por la puerta, no; pero hay otra entrada. Vamos.

Desandando el camino seguido hasta allí,
El Coyote
regresó a la posada, seguido por los tres Lugones, que empuñaban nerviosamente sus rifles. Varias veces tuvieron que pegarse contra las sombras de algún portal para dejar pasar alguna de las rondas de los bandidos. Por fortuna, los hombres del
Diablo
estaban tan seguros de sí mismos, que la vigilancia ejercida era casi nula.

Por la misma puerta secreta entraron en los sótanos de la posada y
El Coyote
les guió hacia un extremo de ellos. Después de escuchar durante varios minutos por si se oía alguna voz o ruido indicador de la presencia de alguien, empujó suavemente una trampa que quedaba sobre su cabeza y el aire se llenó con el olor característico de una cuadra. Los cuatro hombres ascendieron por la trampa y se encontraron en una amplia cuadra en la que se veían dos grandes galeras.
El Coyote
se acercó a una de ellas y, después de registrar su contenido, fue a la otra.

—Esta es —dijo en voz baja.

No habían encendido ninguna luz, teniendo que valerse de la muy escasa que penetraba por las rendijas de la puerta que daba a la calle, donde los centinelas se encontraban reunidos en torno a grandes hogueras. Acercándose a la puerta
El Coyote
miró por las rendijas, observando que, prudentemente,
El Diablo
había cerrado con cadena aquella entrada, impidiendo que ninguno de sus hombres pudiera acercarse al coche donde guardaba su tesoro.

—De prisa —ordenó
El Coyote
—. Vaciad las cajas y ocultad su contenido en el sótano.

Las cajas fueron abiertas y de ellas se extrajeron los lingotes de oro, los saquitos de oro en polvo y pepitas, los que contenían monedas de oro o plata, los objetos de arte de ambos metales y, por último, los fajos de billetes de banco. Todo ello era colocado en una gran caja, en el sótano, y las cajas eran cargadas con trozos de hierro viejo o con libracos, devolviéndolas luego a la galera de donde las habían sacado.

En menos de media hora terminó aquella tarea y la galera volvió a quedar como antes, sólo que las cajas y fardos que antes contenían una fortuna, ahora sólo guardaban cosas sin ningún valor.

—Por esta noche ya no volveré a necesitaros —dijo
El Coyote
a los Lugones.

—¿Y don Goyo? —preguntó Evelio.

—Pronto le salvaré. Marchaos. —Mientras les guiaba hacia la salida secreta,
El Coyote
fue madurando su otro plan—. Un momento —dijo cuando estuvieron en la calle—. Seguidme. Será conveniente que me guardéis las espaldas. No dijo adonde ni a qué iba. Los Lugones sabían que era inútil preguntar nada.

*****

Los centinelas instalados en la estafeta telegráfica de la Western Union dormitaban plácidamente cuando una sombra se deslizó dentro del local. Sólo el operador permanecía despierto, contestando de cuando en cuando a las escasas llamadas telegráficas que se le hacían desde San Francisco.

De pronto le sobresaltó una voz que sonó junto a él, y al volver la cabeza su nariz casi tropezó con el cañón del revólver que ante su rostro sostenía un enmascarado.

—¡Oh! —jadeó el hombre. Y en seguida—: ¡
El Coyote
!

—¡Cállate! —susurró
El Coyote
.

En aquel momento sonaron dos recios golpes y los dos centinelas cayeron al suelo bajo los efectos de dos violentísimos culatazos que les aplicaron los Lugones, sin preocuparse de si con ellos les destrozaban o no la cabeza.

—¡Por Dios! —Gimió el operador instalado allí por
El Diablo
—. No me maten.

El revólver del
Coyote
golpeó seca, pero violentamente, la cabeza del bandido, que cayó al suelo sin conocimiento. El enmascarado cruzó por encima de su cuerpo y sentóse ante el transmisor.

Cuando se proyectó el asalto a Los Ángeles, Juan Nepomuceno Mariñas decidió que se cortaran los hilos telegráficos que unían la ciudad con el resto de California.

—No lo hagas —aconsejó Weaver—. Si en San Francisco o en Monterrey se dan cuenta de que no se puede comunicar con Los Ángeles, sospecharán que ocurre algo anormal y enviarán fuerzas a investigar. Es preferible que crean que la normalidad reina en la ciudad.

Así se hizo, y hasta aquel momento el mundo ignoraba que la banda del
Diablo
se había hecho dueña y señora de la capital de la Baja California.

El aburrido operador de Monterrey empezó a tomar nota del mensaje que le llegaba desde Los Ángeles. Por un momento creyó que se trataba de una broma pesada, pues el mensaje no podía ser más fantástico:

Operador: comunique a presidio militar de Monterrey que el bandido
El Diablo
se ha apoderado por sorpresa de la ciudad de Nuestra Señora de Los Ángeles de la cual es dueño absoluto. Ha detenido guarnición fuerte Moore y hundido fragata de guerra
Nereida
. Envíen fuerzas militares numerosas lo antes posible porque Juan Nepomuceno Mariñas cuenta con casi mil hombres formidablemente armados. Incluso con artillería. No tarden. Transmite
El Coyote
.

Manipulando el transmisor, el de Monterrey preguntó a Los Ángeles:

Es broma el mensaje recibido.

La respuesta no pudo ser más breve:

No.

Y a la siguiente pregunta que desde Monterrey se hizo acerca de la identidad del operador que acababa de transmitir el telegrama, se recibió esta respuesta:

El Coyote;
y no pierdan más tiempo si quieren salvar un gran número de vidas
.

Cuando el comandante del presidio de Monterrey, que vivía, precisamente en el antiguo presidio español, leyó el mensaje que le entregó un mensajero enviado urgentemente desde la central telegráfica, creyó, como creyera antes el operador, que se trataba de una broma pesada; pero, al cabo de un momento, recordando ciertos informes que le habían parecido descabellados por indicar que un numeroso grupo de bandidos tejanos y mejicanos se dirigían hacia California, decidió que, por mucho que se perdiera investigando la veracidad del informe, siempre se perdería mucho menos que si se dejaba la ciudad en manos de sus supuestos conquistadores.

El coronel Suárez se había distinguido como voluntario en la guerra civil. Fue uno de los numerosos californianos que lucharon en las filas de la Unión contra la Confederación. El general Grant le premió con el mando militar del presidio de Monterrey y la confianza que el nuevo presidente puso en el coronel no carecía de fundamento. Suárez era de los que obran sin perder el tiempo haciendo preguntas que unas veces son estúpidas y otras producen grandes retrasos que perjudican el éxito o lo reducen a la nada.

En la bahía de Monterrey se encontraba en aquellos momentos uno de los nuevos y veloces buques de vapor. Se trataba de un barco mercante destinado a la línea de pasajeros y carga ligera. Podía conducir hasta ochocientas personas y Suárez lo eligió en seguida como el medio ideal para transportar hasta Los Ángeles a los hombres de que disponía.

También se encontraba en Monterrey el monitor
Missouri
; pero si su armamento era muy potente, en cambio su andar era escasísimo.

Una hora después de recibir el mensaje del
Coyote
, el coronel Suárez se alejaba de Monterrey en dirección Sur, ayudado por una fuerte brisa que duplicaba, casi, la velocidad del buque. Antes de veinte horas el barco estaría en el puerto de San Pedro, y los setecientos soldados y marinos embarcados en él podrían reconquistar la ciudad de Los Ángeles.

*****

Cuando el operador de la estafeta de Los Ángeles recobró el sentido, su primera intención fue escapar de la ciudad. Sabía que de presentarse ante su jefe a comunicarle que
El Coyote
le había atacado, la reacción del
Diablo
sería completar la obra del
Coyote
y dejarle sin sentido hasta el día del juicio final. Por ello decidió que era preferible no decir nada a Mariñas y comunicárselo, en cambio, a su lugarteniente.

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