Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (18 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Cuando
El Diablo
se alejaba, su lugarteniente entró en la posada.

—¿Qué tal, don Ricardo? —Saludó a Yesares—. No debe de gustarle todo esto, ¿verdad?

—Las opiniones de un posadero no cuentan mucho —replicó Yesares.

—¿Adónde ha ido el jefe?

—Creo que en busca de jurados para el juicio que va a celebrar contra don Goyo y su hijo.

Weaver guardó silencio unos instantes; luego comentó:


El Diablo
acabará mal.

—Es posible.

—Usted no le profesa ninguna simpatía, ¿verdad?

—Yo soy un humilde posadero. Prefiero no tener opiniones.

—Eso es lo que hacen todos los posaderos —sonrió Weaver.

—Es natural. Nos debemos al servicio de nuestros clientes y procuramos respetar sus opiniones, no enfrentarlos con las nuestras.

—Bien. Pero yo le conozco bien… y puedo ayudarle mucho, Yesares. No lo olvide. Soy un buen amigo y un mal enemigo.

—Lo creo, señor.

—Entonces… procure ser amigo mío.

—Lo seré.

—¿En qué habitación está la princesa?

—En la veinticinco. ¿Desea que la avisemos?

—No. Ya sabré encontrarla. Y no olvide, Yesares, que si necesita ayuda de alguien, será preferible que me la pida a mí.

—Así lo haré.

Cuando Weaver se alejó hacia la escalera que conducía a las habitaciones de los huéspedes, Yesares miró, pensativo, a los guardas, que con sus grandes sombreros, sus chillones sarapes y sus carabinas, formaban un policromo cuadro en la sala de la posada. Él era, en realidad, uno más de los prisioneros del
Diablo
. Sin embargo, podía hacer muchas cosas, aunque no se atrevía a tomar ninguna decisión hasta que su jefe se lo ordenase.

¿Trataría
El Coyote
de enfrentarse con
El Diablo
?

Esta pregunta también se la estaba haciendo en aquellos momentos Juan Nepomuceno Mariñas, que estaba ya a la vista del magnífico rancho de San Antonio. ¿Trataría
El Coyote
de estorbar sus planes? No, no era posible que lo hiciera. Al fin y al cabo,
El Coyote
se parecía mucho al
Diablo
. No tenía una banda tan numerosa, pero había mucho de común entre ellos. Los dos eran enemigos declarados y acérrimos de los yanquis.
El Diablo
los ahorcaba;
El Coyote
los marcaba en la oreja o los mataba de un tiro. El procedimiento era lo de menos. Lo importante era el odio.

Desmontando ante el edificio principal del rancho de San Antonio, Juan Nepomuceno Mariñas entró en él rodeado por su guardia de corps. No se esperaba ninguna resistencia y no la hubo. Los peones y criados de don César se mostraron muy obsequiosos, y a poco de entrar Mariñas en la sala de recibo bajó don César, en respuesta a la poco cortés llamada de uno de los bien armados hombres del
Diablo
.

—Hola, don César —saludó éste, saliendo al encuentro del estanciero—. Encantado de verle.

Don César se inclinó y, volviéndose hacia su hijo, que le acompañaba, dijo:

—Hijo mío, te presento a uno de hombres más malos del mundo:
El Diablo
.

El pequeño César irguió altivamente la cabeza y no saludó a Mariñas, frunciendo el ceño preguntó a don César:

—¿Es ésa una muestra de la educación que ha sabido dar a su hijo?

—Perdónele. Y perdóneme por lo mal educador que soy. No he sabido inculcarle el respeto hacia las personas importantes. Ni siquiera a mí me respeta.

—Tiene usted un hermoso rancho.

—Gracias por su opinión.

—Y es usted muy rico.

—Es uno de mis defectos.

—Otro de sus defectos es su amistad con los yanquis.

—He de ser amigo suyo por culpa de mi hermana. Se enamoró de un norteamericano y se casó con él.

—Pero sus simpatías son para California, ¿no?

—¿Por qué?

—Porque es natural que así sea, descendiendo de una familia tan noble.

—Yo soy amigo de los que mandan —sonrió don César—. Simpatizo con fuertes. Hasta esta mañana los fuertes eran los norteamericanos.

—Ahora yo soy el más fuerte.

—Por eso simpatizo con usted.

—¿Conoció a mi padre?

—Desde luego.

—¿Cree que hicieron bien fusilándolo?

—No. Creo que cometieron una terrible injusticia.

—¿Sabe por qué fracasó su rebelión?

—Porque los rebeldes eran menos que los otros.

—¿Sabe a qué he venido?

—A pedirme algo.

—Sí. Voy a pedirle algo que le hará muy feliz. Usted ya sabe que mi padre fue detenido a causa de una traición.

—Claro.

—¿Sabe quién fue el traidor que denunció la conspiración?

—No. Yo no fui.

—No. Usted no fue. El traidor fue don Goyo.

—¿Es posible? —preguntó don César, ahogando un bostezo.

—Sí. Y quiero castigarle.

—Hará usted perfectamente.

—Pero quiero darle oportunidad de que se defienda.

—Eso hacen todos los grandes caudillos.

Mariñas sonrió, complacido.

—Es cierto —dijo—. He dispuesto que le juzgue un tribunal californiano. Yo seré el juez que dictará sentencia y usted será uno de los jurados que le declararan culpable.

Don César se atragantó y, tras algunos carraspeos, preguntó:

—¿No le daría lo mismo buscar a otro?

—¡Oh, no! Quiero que el jurado lo formen personas importantes. Hasta es posible que el alcalde y el jefe de policía figuren en dicho jurado. ¿No sabe que los tengo a todos cogidos?

—Lo suponía —suspiró don César, agregando luego—: ¿Por qué, si tiene a tan importantes personas, quiere complicarme la vida? Yo no deseo otra cosa que vivir tranquilo. Si necesita algo de mi rancho y quiere llevárselo, puede hacerlo. No me opondré.

—No puede oponerse —recordó Mariñas.

—Puedo oponerme. Lo que es menos posible es que usted me haga caso, ¿verdad?

Mariñas volvió a reír.

—Es usted muy divertido, don César. Es lamentable que no nos conozcamos mejor.

—Ya nos conocemos demasiado bien.

—No. Yo, por ejemplo, no sé aún por qué no se alistó usted en las fuerzas de mi padre. ¿Por qué no luchó por la independencia de California?

—Porque en aquellos momentos yo estaba en La Habana y no en Los Ángeles.

—¿De veras? —preguntó, suspicazmente, Mariñas.

—De veras. Le puedo enseñar cartas que dirigí desde allí a mi padre.

—¡Hum! —
El Diablo
se acarició la barbilla y miró astutamente a don César. Por fin preguntó—: ¿Y qué hubiese hecho de estar en Los Ángeles? ¿Se habría unido a mi padre?

—¿Qué habría hecho su padre de saber que si organizaba la rebelión lo iban a fusilar, sin que los resultados prácticos obtenidos por su acto pasaran de la muerte de tres o cuatro yanquis?

—Mi padre ya demostró lo que era capaz de hacer.

—Pero no lo que hubiera hecho de saber lo que le esperaba —sonrió don César—. No, no sé lo que hubiese hecho. Yo admiraba mucho a su padre y es posible que me hubiera alistado en sus fuerzas; pero siempre he sido muy amante de mi tranquilidad y, por lo tanto, puede que le hubiese sugerido que buscara a otros voluntarios más enérgicos que yo.

—Es usted terrible, don César. Debiera hacerle fusilar.

—¿Por qué? No le perjudico en nada, ¿verdad? Haré lo que usted me ordene, y le agradeceré que no me ordene nada, porque eso es lo que más me gusta hacer.

—Tiene que actuar como jurado esta noche. No lo olvide. Y no intente huir de Los Ángeles, porque ya he tomado todas las precauciones necesarias para que nadie pueda escapar de aquí.

—Eso no está bien —murmuró don César—. Se hará usted antipático.

—Es lo que más me gusta —replicó Mariñas—. Ser antipático es el ideal que siempre he alimentado. Por lo tanto, esta noche, a las diez y media, se presentará en la posada del Rey Don Carlos para actuar de jurado en el juicio contra don Goyo y su hijo.

—Está bien. Si no me concede otra solución, tendré que aceptar ésa y actuar de jurado; pero a cambio de un favor le voy a pedir otro.

—¿Cuál? —preguntó, divertido, Mariñas.

—El de que ponga en libertad a Guadalupe Martínez.

—¿Se refiere a la que iba a ser esposa de Gregorio Paz?

—Sí.

—Bien. No hay inconveniente. Creo que alguien me dijo que usted estaba enamorado de ella.

—Lo estoy —admitió don César—; y por eso me complica usted la vida al hacerme actuar de jurado. Si condeno a los Paz, todos creerán que lo hago para eliminar a un rival. Y la primera que lo creerá será Guadalupe. Ella no se querrá casar conmigo.

—¿Dice que no se querrá casar? —Mariñas se echó a reír—. ¡Ésa sí que es buena! Ya verá cómo yo lo arreglo. Me pinto solo para esas cosas. Ahora se viene usted conmigo a Los Ángeles.

Don César comenzó a alarmarse.

—No es necesario —dijo—. Le prometo que acudiré a la hora que usted ha dicho.

—Nada de eso. He ordenado que me acompañe y me acompañará. Su hijo puede quedarse aquí. Vamos.

Mariñas cogió del brazo a don César y le hizo salir de la sala. Al llegar al vestíbulo vieron a uno de los hombres del
Diablo
que estaba registrando un bargueño traído de España en los tiempos de la conquista.

—Conque robando, ¿eh? —gritó Mariñas.

Sin averiguar más, desenfundó uno sus revólveres y de un solo disparo derribó al hombre, que cayó contra el magnífico mueble, rebotando de allí al suelo, donde quedó sin vida. Su mano derecha estaba aún cerrada en torno a un largo y afilado puñal.

Mariñas se acercó a él y recogió el arma, arrancándola de la crispada mano. Después de examinarla unos instantes comentó:

—¡Tenía buen gusto el muy sinvergüenza! Es un puñal estupendo.

Volviéndose hacia don César, preguntó:

—¿Le importa que me lo quede?

—No, no; puede guardarlo como regalo mío.

—Gracias —dijo Mariñas, guardándose el puñal en la faja—. Me gustan mucho las armas antiguas. Diga a sus criados que entierren «eso» en cualquier sitio —agregó, dando con el pie al cadáver—. Me molesta que se desobedezcan mis órdenes. Ya les dije que no debían llevarse nada de aquí sin permiso de usted.

—Es usted tan justo como Salomón.

—Ya me lo han dicho muchas veces. Vamos, don César. Adiós, pequeño. Toma cien pesos para que te compres caramelos. —Y Mariñas tiró cuatro monedas de oro al hijo de don César, que irguiendo aún más la cabeza, dejó que cayeran al suelo sin hacer nada por recogerlas. Los restantes hombres de la guardia personal de Mariñas miraron codiciosamente el oro, pero ninguno se atrevió a recoger el dinero que el niño despreciaba.

Don César montó en su caballo, que Matías Alberes le trajo, y emprendió el viaje hacia Los Ángeles en compañía del
Diablo
, a cuyo lado cabalgaba. De cuando en cuando miraba de reojo al famoso bandido. De pronto vio que unas lágrimas asomaban a sus pupilas. ¿Sería posible que se arrepintiese de haber matado a un hombre por tan fútil motivo? Como si comprendiera la curiosidad de don César, Mariñas declaró:

—¡Jamás hubiese creído que el volver a esta tierra me emocionase tanto! Por aquí corrí siendo niño, cuando aún California no conocía a los yanquis. A aquella colina —señaló hacia la derecha— iba yo de niño a ver cómo el sol se ocultaba en el mar. Dicen que el sol es igual en todas partes; pero el sol de California no admite comparación con ningún otro.

—Desde luego —replicó don César, bastante preocupado por las intenciones del
Diablo
. Aquel hombre a quien todos temían y cuyas terribles justicias eran famosas en todas las regiones fronterizas con Méjico era, en el fondo, un chiquillo. Todas sus ansias de venganza fueron metidas en él por su madre. De haber seguido viviendo en California habría llegado a ser un estanciero bonachón, alegre y siempre dispuesto a hacer favores a los amigos.

—¡Cuánto le envidio por haber vivido siempre aquí! —Siguió Mariñas—. Debería pasarse el día dando gracias a Dios por su suerte.

Después de esto
El Diablo
volvió a guardar silencio. Varias veces, sin duda a causa de lejanos recuerdos, la emoción humedeció sus ojos. Cuando entraron en la ciudad lanzó un suspiro, declarando:

—Esto es lo que menos me gusta. Los Ángeles ha crecido mucho, pero no es tan hermoso como antes.

Viendo la dirección que tomaba Mariñas, don César le advirtió:

—Por ahí no vamos a la posada.

—Ya lo sé. Vamos a dar gracias a un buen amigo mío que me tuvo escondido unas horas en su casa.

Cuando se detuvieron ante la casa de fray Andrés, don César comprendió quién era el amigo del
Diablo
. Resultaba irónico que se tratase del buen franciscano.

Al aparecer éste en la puerta del edificio, don César comprendió que los sentimientos de fray Andrés no eran de amistad hacia el bandido, pues, rnirándole furiosamente, exclamó:

—Lo que has hecho es horrible, Mariñas. Si hubiera conocido tus intenciones te habría entregado a la justicia de los hombres; pero si a ésa la has burlado, no ocurrirá lo mismo con la justicia de Dios.

—No se excite, fray Andrés —dijo Mariñas—. Ya sabe que yo soy buen amigo suyo. Va a tener que acompañarme para hacer un favor a otro amigo.

—No cuentes conmigo para ninguna de tus canalladas —previno el fraile.

—¡Claro que no! Ya le digo que va a ser un favor.

Antes de poder protestar de nuevo, fray Andrés encontróse montando en un caballo y sujetado por dos fornidos mejicanos que no se apartaron de él hasta que llegaron a la posada del Rey Don Carlos, donde lo desmontaron, quedando a su lado para impedirle todo intento de fuga.

—¿Quieres decirme de una vez qué pretendes? —Preguntó el fraile, dirigiéndose al
Diablo
—. Te advierto que voy a pedir la excomunión para ti y para toda tu banda. Lo que hiciste esta mañana…

—Aquello estaba mal y por eso lo estorbé. Ahora haremos algo mejor.

Mariñas dio unas órdenes y luego entró en el vestíbulo de la posada. Unos minutos más tarde aparecieron los dos hombres que habían ido a cumplir su encargo, llevando entre ellos a Guadalupe Martínez, vestida aún con el traje de las novias de la casa Paz.

Guadalupe llevaba la cabeza erguida y los labios muy apretados. No obstante, al ver a don César fijó la vista en el suelo.

—Bien, fray Andrés, por fin va a casar usted a esa linda chica —prosiguió Mariñas—. Pero no con el antipático Gregorio Paz, sino con el simpatiquísimo don César de Echagüe.

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