Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
—Tal vez sea así. ¿Cuándo llegará
El Diablo
?
—Aún tardará bastantes días —mintió Irina. Estaba debatiéndose en un mar dudas. Todas las soluciones le parecían malas. Sólo existía una buena, que Lupe y Gregorio se casaran en seguida. Pero antes era necesario impedir que
El Diablo
actuara. Debía obrar con mucha prudencia. En aquel caso
El Coyote
no debía intervenir.
—¿Dónde te instalarás? —Preguntó César—. Este rancho no es el lugar indicado para ti. Se comentaría muy mal en la ciudad si tú te alojaras aquí. Y más desde que no está Lupe.
—Iré a la ciudad —se apresuró a d Irina—. Sólo quería verte. ¿Por qué no te marchas a San Francisco o a otro sitio donde no corras peligro?
—No creo que
El Diablo
intente nada contra mí. Y si estoy en mi rancho, mi presencia evitará desmanes.
—Bien. De eso entiendes tú más que yo. ¿En qué lugar puedo instalarme?
—La posada del Rey Don Carlos es la mejor de Los Ángeles. En ella estarás bien.
—Gracias. Y ahora te voy a pedir un favor. No digas a nadie lo que piensa hacer
El Diablo
. Yo sólo te quería ayudar a ti. Si se lo dices a otros,
El Diablo
, sabrá que yo le he traicionado y se vengará.
—Si fuese necesario,
El Coyote
acabaría con
El Diablo
.
—Prefiero que no luchéis. Él es muy peligroso. Adiós.
Don César la vio salir de la sala y sintió un pequeño remordimiento por no haber sido más caritativo con ella. Además, aquella mujer le atraía. Le atraía a su pesar.
Cuando oyó alejarse el carruaje en que Irina había llegado, don César se dejó caer en un sillón. Un nuevo enemigo en perspectiva.
El Diablo
. Un bandido sanguinario, implacable, impulsado por un afán de venganza que en cierto modo, sólo en cierto modo, estaba justificado. ¿Qué relaciones podían existir entre Irina y él?
De pronto se dio cuenta de la realidad. Él no amaba a Irina. No la amaba, porque la idea de que ella pudiera ser de otro hombre no le atormentaba como en el caso de Guadalupe. El amor por la mujer que le había otorgado su primer amor y que le había permanecido fiel a pesar de los muchos años transcurridos y de que entre medio él había sido el esposo de otra mujer a quien había querido con locura, era el único que no podía resistir la idea de un rival.
¡Pobre Irina! Ahora sentía piedad hacia ella.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó don Goyo cuando su criado le anunció que la princesa Irina deseaba hablar con él. Y notando un estremecimiento de Guadalupe inquirió, volviéndose hacia ella—: ¿Es que tú la conoces?
—No… Personalmente, no. Don César la conoció en Sacramento cuando estuvo allí por lo de la elección del gobernador.
—¿Es que viene a interceder por él? —Refunfuñó el viejo—. ¿Por qué no sales a ver qué quiere?
—Desde el momento en que desea hablar con usted…
—Claro, claro. Tendré que recibirla; pero no estoy presentable para recibir a una princesa. Oye, Lupita, ¿por qué no la entretienes tú un momento mientras yo voy a arreglarme un poco?
Y antes de que Guadalupe pudiera replicar, don Goyo siguió, dirigiéndose al criado:
—Haz pasar a la princesa y que la señorita Martínez la atienda. Yo voy a cambiarme.
El dueño del rancho salió por un lado y el criado por otro. Antes de que Guadalupe pudiera tomar ninguna determinación, encontróse frente a Irina, en tanto que el criado indicaba:
—La señorita Guadalupe Martínez la acompañará hasta que don Goyo esté preparado, alteza.
Las dos mujeres quedaron frente a frente. Irina sonrió. Se sentía triunfante. Guadalupe tenía diez años más que ella. Y, además, los representaba. No, no era una rival temible.
Guadalupe comprendió los pensamientos tan claramente reflejados en aquellos hermosos ojos, y levantando altivamente la cabeza pareció mil veces más princesa que la otra.
—Siéntese, tenga la bondad —dijo, indicando con un ademán uno de los sillones.
—Gracias —dijo Irina, sentándose. Luego, sin dejar de mirar a Guadalupe, preguntó—: ¿Es cierto que se casa usted con el señor Paz?
—Sí —respondió Lupe, teniendo que dominarse para no decir que sus asuntos particulares no importaban a nadie.
—Le deseo muchas felicidades. Mejor dicho, se las deseamos.
—¿Quién más me las desea?
—Don César.
—Gracias.
Pero de buena gana Lupe habría gritado: «¡Te odio!».
—Hace usted una buena boda —siguió Irina—. Este rancho parece muy próspero.
—No pienso casarme con el rancho.
—Ya lo sé; pero las mujeres siempre pensamos en que un novio rico tiene más atractivos que un novio pobre.
—No sé cuáles son sus pensamientos, señora. Sólo conozco los míos.
La entrada de don Goyo evitó un choque violento entre las dos mujeres. El estanciero vestía un antiguo y riquísimo traje de terciopelo. Las calzoneras estaban abrochadas con cadenitas de oro, y el hilo de oro había entrado en enormes cantidades en los bordados que adornaban la corta chaquetilla. Una faja de seda roja ceñía la cintura del estanciero. Aquel traje había costado una fortuna cuando fue estrenado, treinta años antes.
Inclinándose ante Irina, don Goyo le besó la mano, asegurando:
—Es un gran placer recibir su visita, princesa.
—Muchas gracias, don Gregorio. Tiene usted un hermosísimo rancho. El mejor que he visto en California.
Se oyó un portazo. Guadalupe había abandonado el salón. Irina, sonriendo, declaró:
—Su futura nuera es muy simpática. Y muy bonita.
—No tanto como usted, princesa.
—¡Es usted muy amable! Pero siéntese, por favor. Mi visita le debe de sorprender, ¿verdad?
—Me honra demasiado para sorprenderme.
—¿Está en casa su hijo?
Don Goyo miró suspicazmente a Irina. ¿Sería que Gregorio y aquella mujer se conocían y ella trataba de impedir la boda? Por un momento desapareció toda la afabilidad del rostro del estanciero. Irina, que le observaba, se echó a reír.
—Sólo deseaba felicitarle por su elección de novia —dijo.
—Mi hijo no ha elegido a su novia. Fui yo quien se la eligió.
—Entonces, le felicito a usted. Ahora debe de estarse preguntando a qué he venido yo a su casa, ¿no?
—Sí, me lo pregunto.
—Vengo a hacerle un favor. Y como usted es demasiado inteligente para creer en favores desinteresados, le diré toda la verdad acerca de los motivos que me han traído aquí.
Don Goyo miró, interesado, a la extraña mujer que estaba ante él. Era muy hermosa. Una de las mujeres más bellas que había visto. Y joven. Sin embargo, hablaba como una mujer vieja y muy ducha en todas las artes del disimulo y de la doble intención.
—Usted dirá, princesa.
—Siento deseos muy grandes de que su hijo y la señorita Martínez se casen lo antes posible.
—Se casarán a su debido tiempo.
—¿No está aquí su hijo?
—¿Cómo quiere que esté mi hijo en la misma casa que su novia? Mi hijo ha ido a pasar unos días en casa de una tía suya. De una hermana de mi mujer.
—Ya sé que no tiene usted ningún motivo para hacer caso de mi consejo —siguió Irina—; pero si es usted prudente lo seguirá.
—¿Qué consejo es ése?
—Mañana por la mañana es necesario que su hijo se case.
—Sería incorrecto.
—Si no se casa mañana por la mañana, no se casará nunca.
—¿Quién lo impedirá?
—Hay varias personas dispuestas a impedirlo. Entre ellas figura don César de Echagüe.
—Ese lechuguino no impedirá que mi hijo se case con Guadalupe.
—Yo sé que puede impedirlo. Y no me interesa que lo haga.
—¿Porqué?
—Porque estoy enamorada de él y deseo con toda mi alma que sea mi esposo.
—¡Ah! ¿Es ése el interés que la mueve?
—Sí. Ya ve que le hablo con franqueza y que en este asunto tenemos que ser aliados forzosos. Usted desea que su hijo se case con la señorita Martínez. Yo quiero casarme con don César.
—Don César no es ningún rival peligroso.
—La señorita Martínez le ama.
—Le amaba, si es que alguna vez le amó. Ahora le odia.
—¿De veras cree que le odia?
Don Goyo quedó pensativo unos instantes. ¿Podía decir, honradamente, que estuviera seguro de la no existencia de un gran amor por parte de Lupe hacia don César? Unas horas antes, don César había estado a punto de llevarse a Lupe. Fue la noticia de que aquella mujer estaba en el rancho de San Antonio la que hizo cambiar a Lupe, resucitando su ira.
—Tal vez tenga razón —murmuró, al fin—. Puede que no le odie, aunque tiene motivos para odiarle.
—Don César cree estar enamorado de Lupe. Es posible que lo esté. Para el caso, tanto da que el amor sea verdadero como figurado. Lo cierto es que don César está proyectando algún medio de evitar que su hijo se case con la señorita Martínez.
—¿Cómo lo evitará?
—Eso no lo sé; pero no olvide que tiene un aliado muy poderoso en el amor que la señorita Martínez le profesa. Ahora ella está ofendida y accederá a todo; pero si le da tiempo para reflexionar, para dejar que el amor vuelva a ella, entonces no se casará. Por lo tanto, siga este consejo: Haga que su hijo se case mañana por la mañana, a primera hora, con la señorita Martínez. Evite que se entere la gente. La ceremonia se puede celebrar en privado. Con que lo sepa el sacerdote que los ha de casar, basta y sobra. Pero no le avise esta noche. Hágalo mañana por la mañana, también. Y luego, una vez se hayan casado márchense todos hacia San Francisco y de allí a Nueva York o Chicago.
—¿Yo también?
—Usted también.
—La gente creerá que huimos de César.
—Nadie imaginará semejante cosa —respondió Irina—. En Los Ángeles todo el mundo sabe quién es usted y quién es don César. ¿Desde cuándo el gato huye del ratón?
Don Goyo sonrió.
—Es verdad —dijo—. Nadie creerá que le tenemos miedo; pero… si no le tengo miedo, ¿por qué he de huir de Los Ángeles?
—Aunque no sea por otra cosa, hágalo por mí, como pago del favor que le he hecho.
—Quisiera una justificación mejor.
—Si se la diera no querría usted marcharse.
—Entonces…
—Don Goyo, trato de hacerle un favor. No lo dude. En estos momentos soy su mejor amiga.
—Yo no me marcharé de Los Angeles —declaró el viejo—. Si me quiere hacer un favor es que corro algún peligro, y de Goyo nunca ha huido de los peligros.
—Por lo menos, haga que se marchen ellos —dijo Irina—. A su hijo no le gustaría ver cómo asesinan a su padre.
—¿Quién me va a asesinar? —preguntó don Goyo.
—Alguien que le odia muchísimo. No sea loco y márchese.
Irina hablaba con tal seriedad que don Goyo empezó a sentirse inquieto.
—¿No puede darme más detalles? —preguntó, al fin.
—No. Me es imposible. Ojalá pudiera hacerlo; pero si hablase correría peligro la vida de otro hombre.
—¿Es don César quien piensa asesinarme?
—Don César es un caballero. Sólo le diré que hay culpas que no se olvidan y odios que no envejecen. Usted quizás ha olvidado sus culpas y los odios que nacieron hace veintitantos años.
—No entiendo nada.
—Lo creo; pero, de todas formas, márchese de Los Ángeles.
—No me marcharé.
Don Goyo calló un momento y luego, con una sonrisa que hubiera resultado extraña hasta para quienes le conocían más íntimamente y que jamás le habían visto reír, agregó:
—No quiero marcharme sin saber de qué culpas se me acusa y qué odios he despertado. Aunque viejo, aún me queda mucha sangre de luchador.
—Por lo menos, envíe fuera de la ciudad a su hijo y a su… hija política.
—Eso sí que lo haré; pero no porque tenga miedo, sino porque no quiero que don César me quite a la novia de mi hijo. Este rancho no ha ido todo lo bien que hubiese podido ir si lo hubiera gobernado una mujer ordenada. Las mujeres son ahorradoras, saben sacar partido a muchas cosas que los hombres descuidamos. Además, mi hijo es un buen hijo; pero fuera de eso es una calamidad. Ahora don César estará rabiando porque se va a quedar sin Lupe, que para él ha sido muy útil, pues le ha llevado la hacienda mejor que ningún hombre. Mientras ella la gobernó, todos fueron más derechos que husos.
—Entonces, ¿será mañana la boda?
—Claro que lo será. Fray Andrés me debe muchos favores y además me teme más que al diablo. Él buscará una combinación que permita la boda. Si es necesario los casará en «artículo mortis».
Irina sonrió alegremente. Su plan no había fallado del todo. Poniéndose en pie se dispuso a marchar a Los Ángeles. Se instalaría en la posada del Rey Don Carlos.
El Diablo
debía reunirse con ella en aquel lugar.
*****
Decir que fray Andrés le tenía a don Goyo más miedo que al diablo era, en cierto modo, verdad y en cierto modo una exageración. Como religioso temía al diablo; pero se sabía dueño de armas muy poderosas contra él. Esas armas de la fe no servían de nada contra el irascible don Goyo y tampoco servían de nada contra
El Diablo
.
Ahora estaba ante él, sentado en uno de los frailunos sillones que eran el único adorno de la humilde estancia en que pasaba la mayor parte de las horas el franciscano. A los treinta y seis años, Juan Nepomuceno Mariñas estaba bastante bien conservado, aunque aparentaba alguna edad más de la que en realidad tenía. Era de estatura mediana, muy fornido, pero no grueso, aunque algunos lo hubieran creído. En su cuerpo no había grasas superfluas. Todo era carne y músculos.
Vestía un sencillo traje mejicano como los que podían verse a docenas por las calles de Los Ángeles. Un sombrero de picuda copa descansaba en el respaldo de una silla, y del mismo respaldo colgaba un cinturón canana con dos revólveres de gran calibre enfundados en magníficas pistoleras aztecas.
El rostro de Mariñas no expresaba brutalidad, como hubiera podido esperarse de un hombre de tan terrible fama. Por el contrario, con sus bigotazos y sus astutos ojillos, parecía un tendero bonachón, incapaz de hacer otra cosa que robar en el peso a los clientes.
—Por lo menos, dime a qué has venido —pidió, una vez más, fray Andrés.
—Ya le dije que vine a verle a usted, hermano —replicó Mariñas—. Ya sabe que yo le aprecio muchísimo. Nunca olvidaré el mucho bien que hizo por mí…