Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (11 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

—¡Por los mismísimos clavos de Cristo! —Bramó, levantando de un puñetazo la escribanía de plata de encima de su mesa—. ¿Es que en Los Ángeles todo lo malo lo hace
El Coyote
? ¿Por qué? ¿Para que usted se marchara a Méjico?

Marian quiso dar algunas explicaciones; pero ninguna convenció a Mateos.

—No, no. No me cuente esa historia china acerca de la Virgen de Guadalupe que lucía un brillante en un dedo. Mis tragaderas tienen un límite. Lo mismo que mi paciencia. Y sus lindos ojos no le servirán de nada, señorita. Esta noche la pasará en un calabozo. Mañana la volveré a interrogar. Pero no me diga que el brillante se lo dio el jefe de los comanches o de los navajos. No la creeré ni la creerá el jurado que la ha de condenar a unos años de cárcel.

Marian empezó a comprender la trampa que le había tendido
El Coyote
. Aquella era su venganza. Hubiese querido avisar a Lehatzky; pero no se atrevió a hacerlo. Si confesaba la verdad, Lehatzky la haría matar.

Su tía fue a verla y trató de reunir buenas voluntades para sacarla de la prisión; pero a Herminia Plazuela se la temía más que a un nublado, y si ella no daba por satisfechos sus instintos de venganza, nadie se atrevería a interceder en favor de la mujer que le había robado el famoso brillante.

Aquel mediodía, don César preguntó a Lupe:

—¿Qué noticias hay, Lupita?

—Ninguna que usted no conozca —replicó, secamente, el ama de llaves—. Todo lo que ocurre es obra suya.

—Puede que sí; pero ¿no me preguntas nada?

—Los asuntos del señor no me interesan. Tengo otros particulares mucho más importantes.

—Bien, bien. Estás muy seria y sin embargo… ¿Te lo puedo decir?

—¿El qué? ¿Qué estoy muy guapa? Gracias. Ya lo sé. Antes de entrar me he mirado en el espejo.

—¡Ah! Esta mañana pinchas como un puerco espín, Lupita.

—Las plumas se me han convertido en pinchos. Suele ocurrir cuando llega la vejez.

—Está bien, Lupita —replicó don César—, puedes marcharte. No te necesitan más por hoy. ¿Qué clase de tábano te ha picado? Esta noche he visto a un conejito con piel de coyote; pero ahora estoy viendo a una pantera que hasta ahora había llevado piel de cordero.

—Es una comparación muy original que no me hace ninguna gracia porque hoy no estoy de humor, por lo tanto, excuse que no me eche a reír.

—Haz lo que te parezca —gruñó don César—. Por lo visto me quieres complicar más la vida. Hoy que necesito estar sereno.

—No creo que le cueste mucho volver a estar sereno —dijo Guadalupe—. ¿Desea algo más?

—No. Adiós. Oye; ¿se han casado ya Palacios y su prima?

—Sí. Y toda la población está escandalizada.

—Gracias.

Cuando Lupe cerró la puerta del comedor, don César tuvo que hacer un esfuerzo para olvidarse de ella y dirigir sus pensamientos hacia sus audaces y arriesgados planes para aquella noche. Aquella sería la noche de la justicia del
Coyote
.

*****

Colorado Smith sentía escalofríos de terror cada vez que miraba al hombre que estaba ante él.

—Sólo quiero saber dónde está Aarón Lipman —murmuró
El Coyote
—. Nada más.

—Pero… yo no puedo hacer eso, señor
Coyote
—dijo Smith—. Sería una traición… a un compañero.

—A quien tú deseas traicionar, Colorado —sonrió
El Coyote
—. ¿Para qué, sino, viniste a Los Ángeles? Tú no eres de aquí. Por lo tanto, si tu venida sólo hubiera sido casual, no te habrías desfigurado la cara, ni puesto esa peluca, ni utilizado un nombre falso. No te interesaba que nadie supiera que estabas aquí porque cuando Aarón Lipman fuera asesinado las sospechas recaerían, fatalmente, sobre ti. Pero ahora recaen otras sospechas, Colorado. Ahora se te supone culpable del asesinato de James Darby.

El revólver que
El Coyote
sostenía con mano firme impidió a Colorado lanzarse sobre él. Luego, haciendo un esfuerzo por serenarse, Smith declaró:

—Yo no le maté.

—Pero él te reconoció.

—No…

—Sí. Y habló contigo. Quiso saber qué hacías aquí. Darby os conocía a todos.

—Pero no conoció a Lipman a pesar de tenerlo tan cerca.

—Eso ya me gusta más. Ahora dime cómo se llama en Los Ángeles Aarón Lipman.

—No me atrevo. Cuando vi a Lehatzky…

—Deja a Lehatzky tranquilo. Dime el nombre de Aarón Lipman.

—¿Qué hará usted con él?

—Sufrirá las consecuencias de sus culpas y de mi justicia. Cuando se trata de castigar a un culpable no perdono. No lo olvides.

—Se hace llamar Adrián Colbin. Y está…

—Ya sé dónde está. Gracias, Colorado. Y ahora, escucha mi sentencia respecto a ti. Mañana por la noche debes estar fuera de la ciudad. Si permaneces en ella, será para siempre.

—Eso no es justo…

—Lo es. Cuando asesinaron a James Darby dejaron en su habitación pruebas que me acusaban a mí como autor del crimen. Otras pruebas acusaban a un muchacho inocente. Y otras, en fin, te acusaban a ti.

—¿Qué pruebas eran ésas?

—Escúchalas. Se trata de un mensaje de su cuaderno de notas. James Darby lo anotaba todo en su cuaderno. Es una costumbre que tienen los agentes que se dedican a la investigación. Respecto a ti, dice:

«Hoy he visto a Colorado Smith. Me ha reconocido y pareció asustarse. Va disfrazado y averigüé que se hace llamar Gardiner Trowbridge. No sé si se sobresaltó por las cuentas que aún tiene pendientes con la Justicia o porque teme que yo le estropee algún buen plan que se debe de traer entre manos. Hablaré con él. Es astuto como un zorro y quizá sepa algo de lo que yo deseo averiguar. Si se resiste, poseo medios para suavizarle».

—¿Qué te parece?

—¿Eso es verdad? —murmuró Smith.

—Está escrito por un agente de Pinkerton que, además, ha sido asesinado por alguien que tal vez conocía qué medios de suavización poseía. Eres terriblemente sospechoso. No olvides, pues, que al evitarte esas sospechas te he hecho un favor. Aprovéchalo. Tienes sobre tu persona un hecho honroso. Salvaste muchas vidas. Sigue el buen camino y ya verás cómo sales beneficiado.

—¿Cuándo acabará con ellos? —preguntó Smith.

—Esta noche.

—Me alegro. Así podré asistir a su entierro.

—Sí. Asistirás a él, pero no intentes ayudarme. Mis justicias las realizo yo solo. Hasta nunca más, Colorado.

*****

Aarón Lipman no vivía tranquilo. Las cosas no habían salido como proyectara el jefe. Aunque sin graves resultados, podía decirse que el plan había fracasado. Claro que Darby había muerto; pero eso sólo era importante para el jefe.
El Coyote
seguía vivo, y esto era grave para él.

Llamaron a la puerta y Lipman buscó, con la mirada, el revólver que guardaba bajo la almohada de su cama. Por fin, lo empuñó y metiéndolo en un bolsillo, abrió la puerta. No se veía a nadie. El pasillo del último piso de la Posada del Rey Don Carlos, donde estaban las habitaciones de los camareros y empleados, estaba casi a oscuras. Al abrir la puerta, se produjo una fuerte corriente de aire que hizo oscilar la llama del candil de aceite que trataba de alumbrar el pasillo.

—¡Bah! ¡Algún bromista! —refunfuñó Lipman, cerrando la puerta y disponiéndose a volver a la cama en la que había estado sentado.

Una invisible pero recia mano le contuvo. Frente a él, sentado en una mesilla y de espaldas a la ventana que daba a la galería superior estaba
El Coyote
. Igual que la última vez que le vio. Sonriendo como deben de sonreír los gatos que juegan con los ratones.

—Hola, Adrián Colbin —saludó—. Me ha costado bastante reconocerte. Te felicito por el disfraz.

Aarón Lipman, encubierto bajo la personalidad de Adrián Colbin, uno de los nuevos camareros de la Posada del Rey Don Carlos, acercó la mano al bolsillo en que había guardado su revólver. El que empuñaba
El Coyote
apuntó recto a su corazón.

—No, Lipman; no hagas eso. Sería como si te suicidases. Y aún eres joven para eso. Además, dentro de un par de días o tres te juzgarán, te condenaran a morir ahorcado y dentro de un mes te colgarán, quizá, ante esta misma casa.

El otro movió negativamente la cabeza.

—A mí no me ahorcarán, don
Coyote
. No he hecho nada malo.

—¿No? ¡Increíble! ¿Puedes decirme quién asesinó a Darby? Nadie mejor que tú, empleado en esta casa, con liberta de moverte a tu antojo por toda ella, pudiendo entrar en las habitaciones sin asombrar a nadie. Y, además, en tu maleta guardas la daga con que fue asesinado Darby. ¿La recuerdas? Una hermosa daga española, de grandes gavilanes Una obra de arte que, a pesar de tener más de doscientos años, aún penetra en el cuerpo como si en vez de carne atravesara manteca.

—¡Yo no le maté! —chilló Lipman.

—¿Quién llamó a su puerta? ¿Quién facilitó la entrada al asesino? Fuiste tú Lipman, Darby no te conocía. Creyó que eras el camarero que ibas a recoger alguna prenda de ropa o a arreglar algún detalle de la habitación y te dejó entrar sin recelo. Cuando oyó otros pasos y se encontró frente a Lehatzky, sólo tuvo tiempo de pensar en Dios, y antes de lanzar ni un grito, Lehatzky le hundió la daga en el corazón. Entre los dos examinasteis el contenido de la habitación. Os llevasteis lo que comprometía a Lehatzky y dejasteis lo que me comprometía a mí, a Palacios y a Colorado. Muy listos. Luego, tú avisaste a la Policía. Te quitaste el disfraz y sólo vieron a un camarero de la posada. Cuando te volvieron a ver eras de nuevo Adrián Colbin. Pero mientras tú creías que el asesino iba a dejar la daga en casa de Palacios, tu jefe hizo otra cosa. Cuando yo me marche abre la maleta y verás lo que encontrarás en ella. Ahora dame el revólver.

El Coyote
arrebató el arma a Lipman y retrocediendo hacia la ventana, salió por ella y desapareció por una cuerda tendida hasta la calle.

Al quedar solo, Lipman fue hacia la maleta. La abrió y sólo tuvo que revolver unas cuantas piezas de ropa para descubrir, como insinuara
El Coyote
, la daga española con que había sido asesinado Darby. Junto con la daga había unos pañuelos empapados en sangre ya casi negra.

La expresión de Lipman se endureció. ¿Qué hubiera sucedido si la daga hubiese sido hallada en su poder? Su calidad de criado de la posada y el hecho de ocultar su verdadera identidad, habría sido suficiente para acusarle de aquel crimen y enviarlo a él solo al cadalso.

Bien. Lehatzky era muy listo. Muy astuto. Sacudía la basura encima de sus cómplices, en lugar de ayudarles, como prometió. Pero a él no se le engañaba así. Era demasiado hombre para tolerar…

Lentamente empezó a limpiar la daga. Tenía mucho tiempo. Afilaría bien aquel viejo acero para que alguien se atragantara con él aquella noche.

Capítulo XI: La justicia del
Coyote

Asa La Grew salió lentamente de su despacho. La concurrencia era bastante numerosa y se estaba realizando un buen negocio en las mesas de ruleta y faro. Sin embargo, Asa no se sentía alegre. Le rondaban demasiados peligros. Cambió una mirada con Melsheimer, el cajero, que se interrumpió en la tarea de contar los billetes de Banco.

Marian no había llegado. Asa La Grew se acarició las manos. Algún día Marian sabría lo que otras supieron antes. Se estaba poniendo muy tonta. Quería casarse… ¡Bah! Le había ayudado mucho en el asunto Darby; pero ahora estaba ya resultando muy peligrosa. Además, las mujeres son muy dadas a hablar. Especialmente, las pelirrojas. Por eso, a veces hay que obligarlas a que se callen.

Pero… ¿A qué se debía aquel súbito silencio, roto sólo, por los saltitos de la bola de marfil en la ruleta?

Asa La Grew volvió la vista hacia las mesas de juego y tropezó con una unanimidad de expresiones heladas que le guiaron hasta…

…¡ELCOYOTE!

Se hallaba casi en el centro de la sala. Vestido con su traje mejicano, sus altas botas, su sombrero y, sobre todo, con su antifaz y empuñando sus revólveres.

—Buenas noches, Lehatzky —saludó
El Coyote
.

Asa La Grew tuvo la misma impresión de cuando se produce un derrumbamiento que desde hace mucho se presiente.
El Coyote
conocía su identidad La sombra de ocho cadalsos pasó por si imaginación. Y una tumba en cualquier rincón árido y hostil.

—Buenas noches, don
Coyote
—replicó por fin. Era un hombre capaz de dominar sus nervios—. ¿Qué le trae por aquí? Esta noche no hay mucho que robar.

—Sí; hay mucho que llevarme —replicó
El Coyote
, sonriendo a los nerviosos espectadores—. He venido a jugar contigo Lehatzky.

—Llámeme La Grew.

—No. A La Grew no le busca nadie. Pero en cambio por Lehatzky se ofrecen muchos miles de dólares. ¿Te gusta el
poker
?

Lehatzky se encogió de hombros.

El Coyote
volvió a sonreír.

—Ya sé que te gusta con delirio. Eres rico, Lehatzky. Puedes perder medio millón. Vamos a jugar unas cuantas partidas que no se olvidarán en Los Ángeles, Si ganas, te dejaré marchar libre y vivo. Pero si pierdes…, te mataré.

Lehatzky buscó con la mirada algún auxilio. En ningún rostro halló la promesa de ayuda. Sus guardas habían huido a raíz del primer asalto. Los criados y
crupiers
no estaban dispuestos a jugarse la vida por él.

—¿Me da su palabra de que no me perseguirá si gano? —preguntó de pronto.

—Te la doy, Lehatzky.

—Sentémonos.

—Ustedes harán de jueces —dijo
El Coyote
, volviéndose hacia los espectadores—. Me sentaré de espaldas a la pared. ¿Le importa, Lehatzky?

—No. ¡Melsheimer! Trae dinero.

El cajero acudió con una caja llena de billetes de mil dólares, que dejó sobre la mesa, regresando a su garita. Desde ella vio cómo La Grew repartía entre él y su adversario el dinero, a la vez que decía:

—Si gano me marcho con el dinero y con la vida.

—Si pierdes, te quedarás aquí —replico
El Coyote
.

Meísheimer dirigió la mirada hacia el revólver que tenía en un estante, al alcance de la mano. Si él lo empuñaba y disparaba contra
El Coyote
… Si lo mataba ganaría cincuenta mil dólares… Claro que no podía fallar…

La Grew abrió un paquete de cartas nuevas y las barajó velozmente. En sus manos los naipes parecían cobrar vida. Ofreció la baraja al corte y sirvió cartas. Sus ojillos se iluminaron. Pidió una carta por compromiso y
El Coyote
pidió dos.

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