Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (12 page)

—Diez mil —pujó La Grew.

El Coyote
llevó al centro de la mesa diez billetes de mil dólares. Luego, los dos mostraron su juego. La Grew había tenido un poker de reinas de damas.
El Coyote
un full.

Dos partidas más fueron ganadas por La Grew. La cuarta y quinta fueron para
El Coyote
. Los espectadores, que permanecían algo apartados, no decían ni una palabra. Todos presentían el final.

La mano de Melsheimer se cerró en torno de la culata del revólver. Lo fue levantando. A diez metros de él, con la mirada fija en sus naipes, estaba
El Coyote
. Eran cincuenta mil dólares para quien tuviese el valor necesario… ¡Él lo tenía! Procurando no hacer ningún ruido, levantó el percusor del arma y clavó los ojos en
El Coyote
. Ahora estaba cambiando cartas y tenía las manos ocupadas. No podría…

Dos detonaciones resonaron en la sala; pero el disparo del
Coyote
fue el primero en llegar a su destino, desviando así la mano que empuñaba el revólver apuntado contra él.

Melsheimer se derrumbó en el fondo de la cabina mientras su revólver se disparaba inofensivamente contra el suelo y la bala iba a rebotar en el techo.

Los que presenciaron la forma que tuvo de disparar
El Coyote
sintieron un escalofrío de terror. En un momento dado, las dos manos del
Coyote
estaban ocupadas con las cartas. Y, de súbito; en una de aquellas manos apareció un llameante revólver que, de un solo disparo, resolvió un gravísimo momento de peligro.

—Continuemos —dijo
El Coyote
, tomando las cartas que había dejado sobre la mesa—. Tengo demasiado buen juego para desperdiciarlo.

La Grew estaba tan pálido como si el muerto fuera él. No había vuelto la cabeza; pero sabía cuál había sido la suerte de su cajero. Estaba muerto.

—Pujo veinte mil —dijo la fría voz del
Coyote
.

La Grew no tuvo fuerzas para sostener la mirada de aquellos ojos que relucían a través de los agujeros del antifaz.

—Veinte mil, y diez mil más —dijo La Grew.

—Va el resto —declaró
El Coyote
, empujando todo el dinero hasta el centro de la mesa.

Con voz impersonal, La Grew declaró:

—Acepto.

Por la sala corrió un murmullo. Aquella jugada era la definitiva. Si ganaba
El Coyote
… Habría nuevos disparos… Todos se fueron apartando de detrás de La Grew.

—Ha perdido, don
Coyote
—dijo La Grew, mostrando una escalera real máxima.

El Coyote
dejó caer sus cartas sobre la mesa. Un poker de nueves.

—Bien, ha ganado, La Grew —dijo—. Me inclino ante su suerte. Mi palabra se mantiene. Puede marcharse.

La Grew alargó las manos hacia el dinero; pero de pronto, todos vieron cómo
El Coyote
le encañonaba con uno de sus revólveres y le ordenaba:

—¡Quieto, maldito tramposo!

La Grew dejó las manos sobre la mesa, a la vez que miraba, como hipnotizado, al
Coyote
. Éste llevó la mano derecha hacia la manga izquierda de La Grew, y de ella, a la vista de todos, extrajo un naipe: el as de corazones.

La Grew miró, como alelado, aquel naipe. Luego, miró al
Coyote
que sonreía malignamente. Por último, se llevó la mano derecha a la garganta. No se atrevió a sacar su derringer. Aquel revólver le apuntaba directamente al corazón.

Como un sonámbulo, se puso en pie y empezó a retroceder hacia la puerta. Todos se asombraron de que
El Coyote
no disparase. Si alguna vez había estado justificado matar a un hombre, era en aquella ocasión.

La Grew llegó a la puerta de la sala y fue a salir.

Entonces todos oyeron estas palabras:

—Te estaba esperando, canalla.

Y un alarido terrible. La Grew retrocedió de nuevo hacia la sala. En la espalda llevaba hundida hasta los gavilanes una daga española. Su mano derecha empuñaba un derringer con el que hizo dos disparos antes de caer al suelo.

Las detonaciones fueron acompañadas de otro grito de agonía. Abrieron violentamente las puertas y
El Coyote
vio cómo Aarón Lipman iba a caer encima del cuerpo de La Grew, quedando tan inmóvil como él.

—Bien —dijo, volviéndose hacia los espectadores—. Ya se ha hecho justicia. Díganle a Teodomiro Mateos que aquí encontrará muchos datos importante acerca del asesinato de James Darby.

Al decir esto,
El Coyote
dejó sobre la mesa la libreta de Darby, de la cual se había apoderado aprovechando el rato en que la habitación de Darby estuvo solitaría.

—El dinero que me llevo es para devolverlo a su legítimo dueño. Procuren no tocar ni un centavo del que dejo.

El Coyote
contó ciento ocho mil dólares. Luego, saludando a todos fue hacia la puerta, saltó por encima de los dos cadáveres y llegó a la calle, dejando tras él a una serie de hombres llenos de asombro y de horror.

Un silbido le indicó que no había ningún peligro. Unos instantes más tarde estrechaba la mano de Yesares.

—Todo fue bien —dijo—. Ya han muerto. Se mataron el uno al otro.

Montando a caballo,
El Coyote
partió a realizar la última etapa de su labor. El banquero John Emigh recibió de sus manos cien mil dólares, a cambio de los cuales entregó el pagaré de don César, que
El Coyote
quemó allí mismo.

A la mañana siguiente, Jaime Palacio encontró bajo la puerta de su habitación de recién casado, un sobre conteniendo ocho mil dólares, o sea, lo que había perdido aquella noche en casa de La Grew. Más tarde supo la verdad de lo ocurrido y respiró más tranquilo.

Doña Herminia recibió también la visita del
Coyote
, y ella, que no aceptaba órdenes de nadie, envió sin embargo a Mateos una carta en la cual se pedía que se dejase en libertad a Marian Louise O'Connor. Se retiraba toda acusación contra ella. Marian recibió, pues, el dinero que se le había quitado; pero también recibió la orden de salir para siempre de Los Ángeles.

Ya era casi de día cuando
El Coyote
regresó a su casa. Iba satisfecho de sí mismo.

Cuando don César entró en el comedor, después de mal dormir unas seis horas, recibió la primera sorpresa desagradable. Anita, una de las criadas del rancho, le sirvió el almuerzo.

—¿Y Lupe? —preguntó don César.

Anita le miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué le ocurre a Lupe? —insistió don César.

Anita movió negativamente la cabeza, aunque ni ella sabía a qué decía que no.

—¿Quieres decirme de una vez qué le sucede a Lupe? —gritó el dueño de la hacienda.

—Se ha marchado.

—¡Eh! ¿Adónde?

—No sé… Dijo que se va a casar y que no está bien que siga haciendo de criada. Se va a casar con don Gregorio, el hijo de don Goyo.

Don César reconoció más tarde que había sabido encajar el golpe.

—Está bien —dijo—. Tú me atenderás por ahora.

Anita se maravilló de lo sereno que estaba su amo. No debía de ser verdad aquello que se decía de que Lupe y él se querían. Si se hubiesen querido, Lupe no se habría marchado ni don César se hubiese conformado tan fácilmente a perderla.

—Yo haré lo posible por serle agradable, don César —musitó Anita, muy sofocada. También ella estaba enamorada de don César. Lo estaba desde hacía bastante tiempo. Desde que tenía trece años. O sea, desde hacía cuatro años.

—Gracias, Anita —replicó don César.

Conque Lupe se iba a casar con Gregorio Paz, ¿eh? Ya les enseñaría él a que se burlasen… ¡Gregorio Paz! ¡Un mamarracho como su padre! ¿Qué habría encontrado Lupe en él? Le gustaría saberlo.

Atacó rabiosamente la comida y se asombró de que toda tuviera el mismo gusto. Igual sabía la sopa, que la carne, que la verdura, que la fruta y que el café.

¡Todo sabía a diablos!

Capítulo I: Una mujer llega a Los Ángeles

Don César hizo ensillar su caballo, Y quienes sólo le conocían como don César de Echagüe, propietario del rancho de San Antonio, se asombraron de la velocidad que sabía arrancar al animal, al que guió en dirección al rancho de don Goyo siguiendo unos caminos que, si no eran los mejores, eran, en cambio, los más directos.

—Por ahí viene un gavilán buscando a una palomita —comentó Timoteo Lugones, dirigiéndose a sus hermanos.

—Ése no es gavilán, sino pato —replicó Evelio Lugones.

—Pero Lupe es una linda palomita —suspiró Juan—. ¡Es un dolor que no sea uno rico para reñirle la novia a niño Gregorio!

—Aunque seas mi hermano, debo reconocer que te faltan muchos atractivos para poder resultar un rival temible —dijo Evelio, echándose a reír.

—Yo creo que Lupita busca otra cosa que esto que ya ha conseguido —declaró Timoteo—. Ella quiere a don César.

—Las mujeres siempre se enamoran de cosas raras —dijo Juan Lugones—; pero don César es de lo más raro que se conoce.

—No hables mal de él —respondió Evelio—. Ya sabes que
El Coyote
le aprecia bastante.

—Nunca he comprendido cómo un hombre como
El Coyote
, que es todo valor y energía, puede sentir aprecio por un botarate como don César, que es todo pereza y estupidez.

—Pero es rico —dijo Timoteo—. Estoy seguro de que él ha prestado mucho dinero al
Coyote
.

Don César se iba acercando a la hacienda de don Goyo, de la cual eran guardianes armados los tres hermanos Lugones. Aún estaba a alguna distancia, y los Lugones, que le observaban desde su puesto de vigilancia junto a la puerta de entrada, prosiguieron sus comentarios acerca de lo ocurrido aquella mañana y que pronto sería conocido en toda la ciudad.

—¿Qué mosca debió picarle a Lupita para plantar a don César y venirse aquí? —preguntó Timoteo.

—Niño Gregorio le andaba haciendo la rosca —dijo Evelio—. No es mal partido para una criada.

—Lupe no tiene nada de criada —protestó Juan—. Ella ha sido la que ha sostenido en alto el rancho de San Antonio y el de Acevedo. Si cuando murió la señora ella no hubiera estado allí, se lo habría llevado la trampa. Porque don César no hizo maldita la cosa. Lloró mucho, no quiso ni ver a su hijo, y luego se fue por el mundo a viajar y a gastar el oro que Lupita ganaba para él.

—Don César y doña Leonor se amaban mucho —dijo Timoteo—. Yo creí que él se volvía loco. No es agradable que a uno se le muera la mujer por culpa de uno. Al fin y al cabo, todo ocurrió porque nació el chiquillo.

—En Los Ángeles se habló mucho de que entre Lupe y don César había algo más que amistad —dijo Evelio.

—Eso es una mentira —protestó Juan.

—Ya lo sé —respondió Evelio—. El tiempo demostró que don César no se moría por los pedazos de Lupita ni por los de ninguna otra mujer.

—Sin embargo, con aquella Isabel Perkins estuvo a punto de enredarse de lo lindo —recordó Juan—. Estaba muy enamorado de ella
[3]
. Y aquella noche que pasaron en el cañón de los cristianos donde ahora está enterrada…

—A pesar de todo, yo creo que don César estaba, y aún está, enamorado de Lupe —insistió Timoteo—. Y ella lo está de él.

—Si lo estuviera no se habría marchado del rancho —observó Juan.

—Eso lo hizo para obligar a don César a ir detrás de ella —dijo Timoteo Lugones—. Es un truco muy viejo que emplean las mujeres desde los tiempos del Paraíso Terrenal.

—Lupe es incapaz de decirle a niño Gregorio que le ama y hacerlo sólo para darle celos a don César —insistió Juan.

—Yo no le he oído decir que esté enamorada de Gregorio —dijo Evelio.

—Pero está en el rancho —replicó Juan.

—Está como invitada de don Goyo —recordó Timoteo—. Claro que todo el mundo se ha dado cuenta de que niño Gregorio, por su gusto o por el gusto de don Goyo, se ha enamorado de Lupita.

—Y este rancho es el mejor después de las haciendas de don César.

—Parece mentira que una mujer lleve de cabeza a tantos hombres ricos —suspiró Evelio—. Y a lo mejor no quiere a ninguno. Pero ¡cuidado!

Don César estaba ya muy cerca de la gran verja de hierro del rancho de don Gregorio Paz, más conocido por don Goyo.

—Buenas tardes, don César —saludó Evelio Lugones, acudiendo a abrir la verja, después de dejar contra la pared el rifle, que no abandonaba casi nunca.

—Hola, muchachos —replicó don César—. Creo que Lupita está en casa, ¿verdad?

Los Lugones se miraron; pero antes de que replicaran, don César agregó:

—Me dejó aviso de que venía aquí. Tengo que darle algunas instrucciones.

—Pues… creo que sí que está dentro —dijo Timoteo—. La avisaré.

—No hace falta. Conozco el camino. Adiós.

Don César picó espuelas y siguió hacia el rancho.

—Me parece un poco demasiado orgulloso ese don César —refunfuñó Juan Lugones—.
El Coyote
es mucho más que él y, en cambio, nos trata con más amabilidad.

—Tal vez porque
El Coyote
nos necesita, mientras que a don César no le hacemos maldita la falta —recordó Timoteo.

—Hace mucho tiempo que
El Coyote
no nos utiliza —dijo Evelio—. Y no será porque no tenga trabajo. Ayer noche armó un buen jaleo en casa de La Grew
[4]
.

—Dicen que estuvo formidable —suspiró Timoteo—. Su manera de hacer justicia es única.

—A mí me asusta un poco —declaró Juan—. Parece una justicia divina a la cual no es posible escapar.

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