Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (4 page)

—¿Quién no la siente? Eso no significa nada.

—Es que la disimula, y eso sí quiere decir algo.

—Bien. Procuraremos averiguar qué le trae a Los Ángeles.

Cuando entraron en el vestíbulo de la posada, Yesares se reunió con su huésped, a quien invitó a firmar en el libro de registro. Cuando hubo terminado de hacerlo, James Darby comentó:

—Espero que no correré el riesgo de ser asaltado por
El Coyote
, ¿verdad?

—Ése es un peligro del que nadie está libre en California —replicó don César—. Depende de los objetos de valor que lleve usted encima.

—Algo más de mil dólares —confesó Darby.

—Entonces no es probable que
El Coyote
le moleste —dijo don César—. El sólo trabaja por diez mil dólares o más. Nunca por menos, ¿verdad, don Ricardo?

—Por lo menos eso ha hecho hoy.

—Es curioso —comentó Darby—. Yo siempre había creído que
El Coyote
era un mito. ¡Se oyen tantas fantasías en Chicago acerca de los hombres del Oeste!

—Puede que no todo sean fantasías —dijo Yesares—; pero no tema usted. En esta casa se hallará seguro.

—Eso deseo. He venido a descansar, a conocer estas tierras, no a padecer las molestias de los terremotos, de las moscas y del
Coyote
.

Saludando con una inclinación de cabeza a don César y a Yesares, James Darby siguió al camarero que se había hecho cargo de su equipaje.

Apenas hubo desaparecido por la escalera, don César y Yesares entraron en el despachito de este último y por la escalera excusada ascendieron hacia la habitación destinada a James Darby. Al llegar ante la puerta secreta de la misma, los dos miraron a través de los agujeritos abiertos en ella.

James Darby acababa de cerrar la puerta de su cuarto y dirigía una mirada a su alrededor. De pronto, llevándose las manos a los sobacos, las sacó armadas con dos revólveres de corto cañón. Soltando una silenciosa carcajada, volvió a guardar los revólveres en sus fundas sobaqueras y comenzó a deshacer su equipaje.

De regreso al despacho de Yesares, éste miró a don César, comentando.

—Me parece que tenías algo de razón.

—Sí. Vigila bien al señor Darby. Creo que viene por algo más que por los panoramas de California… Siento tentaciones de hacer algo que tal vez dé una solución a nuestro problema. Escribiré una nota para el señor Darby. Según como reaccione, sabremos si viene en busca del
Coyote
o de nuevos ambientes caballerescos.

Sentándose ante la mesa, don César escribió en un papel:

Señor Darby: Conozco los motivos que le traen aquí. No intente descubrir lo que otros intentaron. Ellos lo pagaron muy caro. Usted también lo pagaría.

—Mañana por la mañana, cuando el señor Darby baje a desayunar, deja esta nota en su cuarto, donde pueda verla fácilmente.

—Creo que es una imprudencia.

—No; es una broma.

—Estas bromas me escalofrían un poco, César.

—Tal vez porque no tienes espíritu de
Coyote
. Ya verás cómo el señor Darby se instala mañana en la primera diligencia que salga hacia San Francisco.

—Ojalá no te engañes. Tengo malos presentimientos. Ese otro
Coyote
me preocupa mucho. Desde aquel incidente en Monterrey nadie se había atrevido a hacer una cosa semejante
[1]
.

—Eso quiere decir que ha surgido un hombre tan audaz como aquél. Será un buen adversario.

—¡Mientras no sea demasiado bueno…!

—Tu esposa te ha convertido en un hombre tímido, Ricardo. No te inquietes más. Adiós.

Capítulo IV: Otra visita del
Coyote

Guadalupe Martínez aguardaba impaciente en el salón principal del rancho de San Antonio. Al oír detenerse ante la casa el carruaje de don César, corrió a la puerta y esperó, anhelante, en el umbral.

—Buenas noches, Lupita —saludó don César—. ¿Ha ocurrido algo? Tienes aspecto de haber visto a un fantasma.

—¿Es verdad lo que dicen? —preguntó Lupe, retrocediendo para dejar pasar a don César.

—En todo lo que la gente dice siempre suele haber algo de verdad, aunque a veces la verdad sea todo lo contrario de lo que se dice.

—¿Qué quiere usted decir? —le preguntó Lupe, cerrando la puerta.

—Dime antes qué es lo que te han dicho.

—Que
El Coyote
ha robado diez mil dólares al señor La Grew. ¿Es cierto?

—Hay algo de eso. La gente cree que ha sido
El Coyote
porque vio a un
Coyote
. Yo mismo le vi.

—Entonces no…

—Allí entró un hombre caracterizado de
Coyote
y nos obligó a levantar las manos y a dejar que se llevase unos diez mil dólares. Pero desde el momento en que yo le vi…

—¿Era Yesares?

—No tengas tan pobre opinión de Ricardo. Estaba conmigo. Se trataba de un tercer
Coyote
. Pronto formaremos una manada terrible.

Lupe comenzó a tranquilizarse; pero sólo por un momento. En seguida renació su alarma.

—Pero ahora creerán que usted ha cometido ese robo.

—Sí, pensarán que
El Coyote
amplía su campo de acción. Pero mientras no sepan quién es en realidad
El Coyote
, don César de Echagüe puede vivir tranquilo. Esta noche, todos los que estaban en casa de La Grew me han visto frente al revólver del
Coyote
. Ese enmascarado me ha hecho un gran favor al presentarse en el mismo sitio en que yo me encontraba.

—¿Qué intenciones serán las de ese hombre? —preguntó Lupe, cuya inquietud volvía a ir en aumento.

—Aún no las conozco. Aparentemente, trata de hacerse rico valiéndose de mi personalidad.

—¿Y si comete algún crimen?

—Se lo cargarán al
Coyote
.

—Usted tendría que desenmascarar a ese hombre.

—Haciéndolo perdería mi coartada. Tal vez fuese mejor dejar que le matasen y… y dejar morir al
Coyote
de una vez para siempre.

—Eso es lo que aconseja fray Jacinto —replicó Lupe, mirando fijamente al dueño del rancho.

Don César inclinó la cabeza. Fray Jacinto, de la misión de San Juan de Capistrano, decía muchas cosas. Pero él no estaba de acuerdo con la mayoría de aquellas cosas.

—Si vuelve a reaparecer ya cuidaremos de darle una lección —dijo al fin—. Subiré a acostarme. Estoy cansado. Hasta mañana, Lupe. No debías haberme esperado.

—Uno de los peones trajo la noticia y… sentí inquietud por usted.

—No debes inquietarte tanto por mí, Lupe. Ve a descansar. Hasta mañana.

Guadalupe Martínez le vio subir por la amplia escalera que conducía al primer piso.

—Creo que empiezo a odiarle… —musitó—. A odiarle con toda mi alma.

Lentamente marchó a su habitación. Toda una vida entregada al servicio de un hombre. Siempre dispuesta a satisfacer el menor de sus caprichos. Y hasta el mayor, si él se lo hubiera pedido. Y sin embargo… Sólo había recibido frases amables, como se las hubiera dirigido a una hermana. Otras mujeres habían ocupado un puesto en el corazón de César. Aquella Ginevra Saint Clair, y luego la falsa princesa Irina, de quien él no quería hablar nunca y de cuya existencia se había enterado por fray Jacinto… Las dos habían sido más jóvenes que ella; pero ¿era acaso fea? No. Gregorio Paz, el hijo del famoso don Goyo, le había pedido aquella mañana que se casara con él. Los Paz eran, después de los Echagüe, los más ricos de Los Ángeles. No podía existir mejor partido. Dorotea de Villavicencio le tenía puestos los ojos encima. Como antes se los puso a don César
[2]
. Y aquel hombretón, codiciado por todas las madres con hijas casaderas, se había enamorado de ella. De ella, que no tenía fortuna. En cambio, César parecía estarse esforzando en no comprender la verdad, en no cumplir las promesas que implícitamente iba haciendo. Las cosas no podían seguir como hasta entonces. Lupe no había rechazado a Gregorio Paz. Le había pedido tiempo para reflexionar. Por primera vez en su vida se había sentido dispuesta a romper aquellos lazos con que César de Echagüe la tenía cogida. Claro que más tarde, al saber que
El Coyote
había reaparecido, volvió a temer por él. Pero César, al regresar a casa, al darse cuenta de que ella había estado sufriendo, no hizo nada de lo que hubiese sido lógico en un hombre enamorado.

Desde luego, si él no estaba enamorado de ella, si rehuía el comprometerse, el pronunciar palabras que le ligasen a una mujer, Lupe tampoco estaba dispuesta a seguir soportando aquella situación.

—Me casaré con Gregorio Paz… —decidió, mirando su imagen reflejada en el espejo de su tocador—. Así verá él que en mi vida también puede haber otros hombres. Y hombres ricos y jóvenes y… hasta casi guapos…

Al llegar a este punto, Lupe secó rabiosamente dos lágrimas que empezaban a brotar de sus ojos. Sólo faltaba echarse a llorar por quien en aquellos momentos quizás estuviese durmiendo como un tronco.

Sin embargo, don César de Echagüe no dormía como un tronco. No dormía de ninguna manera, porque delante de él, mirándole por encima de dos revólveres, estaba
El Coyote
, vestido con su inconfundible traje, cubierto el rostro con un negro antifaz, adornado el labio superior con un fino bigote y tan amenazador como una serpiente de cascabel dispuesta a morder.

Ya estaba en la habitación cuando don César entró en ella. Había permanecido oculto detrás de unos cortinajes en tanto que el dueño del rancho se desnudaba y en el momento en que le vio meterse en la cama salió de su escondite.

En aquella ocasión, don César de Echagüe se sobresaltó de verdad. No hubo fingimiento en el respingo que dio al verse, por segunda vez en aquella noche, frente al enmascarado.

—No se asuste, don César —dijo
El Coyote
, con una voz que, a pesar de lo bien disimulada, advertíase que debía de pertenecer a un californiano legítimo.

—¿Cómo quiere que no me asuste si se presenta usted así? —preguntó el dueño del rancho. Y con una leve sonrisa agregó—: Creí que éramos buenos amigos.

Esto debió de desconcertar un poco al enmascarado, pues necesitó varios segundos para replicar:

—Si alguna vez he hecho algo por usted no ha sido porque fuese su amigo.

—Yo creí…

—Hizo mal en creerlo, don César: usted es un hombre muy rico. Hasta ahora nunca le he pedido nada, pero le ha llegado el turno. Hay muchos californianos que necesitan ayuda material. Usted se la debe prestar.

—Hombre… —Don César ya se iba serenando. En realidad estaba sereno del todo—. En fin —prosiguió— le prometo que ayudaré a quienes acudan a mí en demanda de auxilio.

—Ese auxilio lo prestará
El Coyote
, don César.

—Entonces, ¿por qué ha venido a molestarme?

—Porque necesito cien mil pesos.

—¿Para qué los necesita?

—Eso a usted no le importa. Cien mil pesos oro es la cantidad que debe usted entregarme. Yo la emplearé en socorrer a los necesitados.

—Usted me prometió que nunca me exigiría dinero.

—Si se lo prometí, lo he olvidado. ¿Prefiere entregarme ese dinero o que le mate?

Don César quedó pensativo.

—Cien mil pesos son muchos pesos, señor
Coyote
. Casi estoy por preferir que me mate.

—Como usted disponga —replicó
El Coyote
, encogiéndose de hombros y levantando el percusor de uno de sus revólveres, con lo cual renovó la inquietud de don César, quien preguntó:

—¿De veras está dispuesto a matarme?

—Sí —contestó el enmascarado—. Estoy dispuesto a matarle, porque es usted un hombre que no sirve para nada. La Humanidad estará mejor sin usted.

—Pero hay otros muchos peores que yo. ¿Por qué no va a molestarlos a ellos?

—A su debido tiempo los visitaré. Hoy he visitado a Asa La Grew.

—Ya lo recuerdo. Estaba yo presente cuando… Pero ¿no reunió ya suficiente?

—No. Necesito cien mil pesos más.

—¿Cien mil pesos más? ¿Para qué?

—Ya se lo he dicho.

—No me ha dicho nada, señor
Coyote
, y usted me ha ayudado muchas veces. Creo que merezco una explicación.

—Bueno…, ya sé que somos algo amigos, don César; pero puesto que usted mismo reconoce que en alguna ocasión le he ayudado…

—Me ha salvado la vida.

—Eso he querido decir. Le he salvado la vida. Yo no quería sacar a relucir esto. Necesito esos cien mil pesos.

—No los tengo en casa. Aunque quisiera, no se los podría dar.

El enmascarado pareció abrumado por la noticia.

—Creí que tendría esa suma a mano.

—Nadie tiene cien mil pesos a mano. Sólo los banqueros. ¡Hombre! Eso me hace pensar en el señor Emigh. Le extenderé una orden de pago. Si él quiere, se la puede abonar. Mi firma aún vale algo.

El Coyote
pareció callado.

—¿Quiere esa orden de pago? —preguntó don César.

—Bien… si no tiene dinero…

—Con el documento que voy a extenderle será como si tuviese usted cien mil dólares en el bolsillo. Vaya a visitar al señor Emigh. De la misma forma que ha entrado aquí, podrá entrar allí. No hay nada imposible para
El Coyote
. Le enseña la orden de pago al banquero y él le dará los pesos. Buena suerte.

—Extienda el documento; pero si cree que encontrará en el cajón de su mesa un revólver, se equivoca. Lo he quitado de allí.

—¿Cómo iba don César de Echagüe a intentar luchar con
El Coyote
? —Replicó el estanciero—. No, no. Jugaré limpio. El jugar limpio es una gran cosa, ¿verdad?

—Sí… Siempre se debe jugar limpio.

Don César fue a sentarse ante su mesa de trabajo y extendió rápidamente un pagaré de cien mil dólares oro a treinta días fecha. Cuando lo hubo firmado se lo tendió al
Coyote
, que durante un momento vaciló, como si le repugnase aceptar aquel documento. Por fin enfundó uno de sus revólveres y tomó el pagaré, guardándolo en un bolsillo. Luego pidió:

—No vuelva la cabeza, don César.

—No tema. No quiero exponerme a recibir un balazo.

*****

El hijo de don César saltó silenciosamente de la cama. Oía rumor de voces en el cuarto de su padre y ya no podía resistir la curiosidad. Yendo hacia la puerta, la entreabrió lo suficiente para ver cómo un hombre vestido a la mejicana y con el rostro cubierto por un antifaz, salía de la habitación. El muchacho estuvo a punto de pronunciar un nombre; pero se contuvo. Si su padre deseaba salir de casa a aquellas horas, él debía respetar sus deseos y no entrometerse en sus arriesgados asuntos.

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