Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (5 page)

Cerrando de nuevo la puerta se dispuso a volver a su cama; pero un ruido que llegaba del cuarto adyacente le contuvo. Era un carraspeo inconfundible. Eso quería decir que su padre aún estaba en su dormitorio y que Yesares era el que había salido…

La curiosidad se impuso al fin y el pequeño César salió de su aposento y entró en el de su padre.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Don César miró, sonriente, a su hijo.

—Nada, pequeño. He recibido una visita.

—Ya he visto. ¿Era Yesares?

Don César le contempló, pensativo.

—No —dijo al fin—. No era Yesares.

—¡Pero si iba vestido de
Coyote
! —exclamó el niño.

—César: no debes decir a nadie lo que te voy a contar. ¿Puedo confiar en tu discreción?

—Ya sabes que sí, papá.

—Pues bien, el hombre a quien has visto es un tercer
Coyote
.

—¡No!

—Sí. Es un pobre loco que utiliza mi disfraz para reunir ciento diez mil dólares. Eso le puede costar la vida.

—¡Claro! —Exclamó el muchacho—. ¿Cómo le has permitido…?

—No sólo le he permitido lo que ha hecho, sino que, además, le he dado cien mil dólares.

—¿Te los ha robado?

—Me los exigió apuntándome con dos revólveres. El pobre no sabe lo cerca que estuvo de la muerte.

El pequeño César miró a Echagüe. A veces creía entenderle; pero en la mayoría de los casos, aquel hombre que era su padre le resultaba incomprensible, pues hacia cosas que para él no tenían el menor sentido. En aquel momento y de debajo del colchón, allí donde había estado apoyada su mano, sacó una pistola de dos cañones que tiró al aire, cogiéndola luego al vuelo. De haber querido utilizar aquel arma, el falso
Coyote
estaría ahora muerto ante él.

—¿Por qué no le mataste? —preguntó el pequeño César.

—Porque me interesa conocer los motivos que le han impulsado a obrar como lo ha hecho. Ve a dormir, pequeño. Esta noche aún tengo mucho que hacer.
El Coyote
me ha estropeado el sueño.

—¿No puedo acompañarte? —preguntó el niño.

—No. Esta noche, no.

Haciendo salir a su hijo de la habitación, don César dirigióse hacia el sótano donde guardaba su disfraz, y tras ponérselo a toda prisa y coger sus armas, montó a caballo y partió al galope hacia Los Ángeles.

Escasas luces brillaban en los edificios, porque a aquellas horas eran muy pocos los que aún estaban despiertos. Sin embargo, en casa del banquero Emigh, éste debía de estar aún levantado, pues
El Coyote
vio luz en una ventana del primer piso y en dos de la planta baja.

John Emigh estaba, efectivamente, despierto.

Le había obligado a levantarse de la cama una insistente llamada en la puerta de su casa. Emigh encendió una vela y fue hacia una de las ventanas, abriéndola para averiguar quién llamaba a su puerta a aquellas horas. La calle estaba desierta y Emigh ya volvía a su cuarto cuando una sombra se interpuso en su camino.

Un grito de terror que se escapó de sus labios fue ahogado en seguida al reconocer Emigh a aquella sombra que surgía ante él.

—¡
El Coyote
! —exclamó, aliviado—. ¡
El Coyote
! —Y luego—: ¿En qué puedo servirle, señor?

El enmascarado no esperaba semejante reacción por parte del banquero. Hizo un gesto de sorpresa y Emigh comprendió su asombro. Por ello explicó:

—Ya sé que es a usted a quien debo el inmenso favor que me ha salvado de la ruina. En seguida comprendí que Boehm era incapaz de soltarme después de haberme tenido agarrado por el cuello. Él mismo me dijo que a usted debía agradecérselo. Que él nunca hubiera sido tan imbécil como para ayudar a un hombre a quien tenía en sus manos. Pero agregó que se vengaría de usted.

—Lo sé —dijo el enmascarado, cuya voz no era muy serena—. Lo sé todo.

—Dígame que desea. ¿Dinero?

—Sí. Necesito cien mil dólares. Mejor dicho, tengo un pagaré que me ha firmado don César de Echagüe. No tenía dinero suelto y tuvo que extenderme el pagaré. ¿Puede liquidármelo?

—¡Claro! —Exclamó Emigh—. Un pagaré de don César es como dinero contante y sonante. Le daré lo que necesita. Si cien mil dólares es poco, le daré lo que le haga falta.

—Es para ayudar a unos… a unos pobres —replicó el enmascarado—. Con eso tengo suficiente.

John Emigh tomó el pagaré y lo examinó a la luz de la vela.

—Una cosa así sólo la haría por usted, señor
Coyote
. Mi deuda hacia usted es demasiado grande para que nada me detenga. Si quiere acompañarme a mi despacho le entregaré el dinero.

Mientras bajaba detrás de Emigh, el falso
Coyote
no apartaba la mano de la culata de su revólver. Todo estaba resultando demasiado fácil, y esto le inquietaba un poco. ¿Y si aquel banquero se disponía a tenderle una emboscada?

Pero Emigh parecía estar muy lejos de proyectar semejante cosa. Encendió las luces de su despacho y de un armario secreto sacó una pesada caja de acero que abrió con tres llaves que sacó de otros tantos escondites. La caja estaba llena de billetes de banco y de cartuchos de monedas de oro.

—¿Qué clase de billetes quiere? —preguntó—. ¿De veinticinco, de cien o de mil dólares?

—Démelos de mil dólares. Abultarán menos.

Mientras contaba cien mil dólares, Emigh, explicó:

—Cuando recibí la carta de Boehm estaba a punto de suicidarme. Era la única solución que se me ofrecía para salvar mi buen nombre y los intereses de mis clientes. Por lo tanto, ya ve si le debo favores. Por cierto que no me ha dicho cómo entró en casa. ¿Fue usted quien llamó a la puerta?

—Sí. Deseaba que saliese de su dormitorio. No quise asustar a su esposa. Me encaramé por el balcón.

—Ya comprendo. Aquí tiene los cien mil dólares. Si en otra ocasión puedo serle útil…

—Acudiré a usted —replicó, nerviosamente, el enmascarado—. Gracias por todo, señor Emigh.

—Gracias a usted, don
Coyote
.

El enmascarado salió del despacho de Emigh, y, guiado por éste, llegó a la puerta. Después de estrechar la mano del banquero dirigióse hacia donde había dejado su caballo. Apoyando el pie en un estribo fue a montar; pero habiendo tomado poco impulso, no pudo colocarse sobre la silla y volvió al suelo en el mismo instante en que una lengua de fuego taladraba la oscuridad y una bala de gran calibre le arrancaba el sombrero. De haber tomado más impulso y quedar montado, aquella bala le habría atravesado el corazón.

Asustado por el disparo, el caballo partió al galope y su jinete sólo tuvo tiempo de aferrarse a la silla y quedar montado a medias. Otros dos disparos partieron del mismo sitio de donde había llegado el primero; pero las balas no pudieron alcanzar su blanco, ya que sólo el ruido podía guiar al autor de los disparos, quien tras guardar su revólver alejóse protegido por la oscuridad, huyendo de las miradas de cuantos se estaban ya asomando a las ventanas para averiguar el motivo de aquellas detonaciones.

Mientras regresaba a su casa, don César repasaba mentalmente los acontecimientos. Habían sido muchos para una sola noche. En primer lugar, el asalto a la casa de juego; luego, la visita del falso
Coyote
y, por último, aquella emboscada en que había estado a punto de caer aquel mismo falso
Coyote
.

—Me parece que le debo un pequeño favor —sonrió—. Los tres disparos que fueron hechos contra él, iban, en realidad, dirigidos contra mí.

Al cabo de unos minutos, Echagüe prosiguió:

—Aunque las balas no pasaran sobre mi cabeza, en realidad es como si las hubiesen dirigido contra mí. Por consiguiente debo vengar ese ataque dirigido contra
El Coyote
, porque el que disparó ignoraba que lo estaba haciendo contra alguien que de
Coyote
sólo tenía la piel.

Capítulo V: Una fiesta

Don César de Echagüe se levantó bastante tarde. No era costumbre suya madrugar y nadie se extrañó de lo tardío de la hora en que apareció en el comedor del rancho de San Antonio.

—El señor Emigh le está esperando, don César —anunció Lupe, con un acento que despertó en seguida la curiosidad del dueño del rancho.

—¿Qué te ocurre hoy, Lupita? —preguntó don César.

—No me ocurre nada anormal, señor —replicó Guadalupe Martínez—. ¿Qué le digo al señor Emigh?

—¿Hace mucho que espera?

—Más de una hora.

—Entonces no le importará esperar unos minutos más. ¿Te sucede algo?

—Ya le he dicho que no, señor.

Don César arqueó las cejas.

—Algo te pasa, y de ello me das la culpa a mí. Tal vez la tenga; pero, en todo caso, yo ignoro cuál es mi pecado. Si quieres decirme en qué te he ofendido…

—El señor de Echagüe está muy alto para poder ofender a su ama de llaves. Con su permiso diré al señor Emigh que ya puede entrar. ¿Le sirvo café con la comida?

—Sirve veneno; pero dime…

—Con su permiso, señor —interrumpió Lupe, saliendo del comedor antes de que don César pudiera detenerla.

—¿Qué le está ocurriendo hoy a Lupe? —Preguntóse don César al quedar solo—. ¡Demonio de mujeres! Siempre le complican a uno la vida cuando más complicada la tiene por otros motivos. Tendré que…

La entrada del banquero cortó el soliloquio de Echagüe. Emigh saludó a Lupe, quien, después de abrir la puerta del comedor, se retiró en busca del café; luego avanzó hacia el dueño de la casa, saludando:

—Buenos días, don César. ¿Cómo está usted?

—Regular. ¿Y usted, señor Emigh?

—Pues estoy bastante bien, aunque no bien del todo. Estoy también regular.

—¿Quiere usted almorzar conmigo?

—He desayunado…

—Pero de eso debe de hacer mucho tiempo, ¿no? Ustedes, los yanquis, se levantan muy pronto. Y por corto que sea lo que ha venido a decirme, no podrá decírmelo antes de media hora, y cuando vuelva a Los Ángeles será más de la una. Comerá conmigo. La ventaja de levantarse tarde, es que se ahorra uno el desayuno. Lupe, por favor, sirve también al señor Emigh.

Guadalupe colocó en silencio un servicio frente al banquero y trajo la humeante sopera.

—Antes quisiera decirle —empezó Emigh.

—No me diga nada —interrumpió don César, revolviendo la sopa con el pesado cucharón de plata—. Si lo que me trae son buenas noticias, no habrá mejor postre; y si son malas, cuanto más tarde en saberlas, mejor. Las malas noticias me destruyen el apetito. El de esta mañana es magnífico y no le podría perdonar nunca su destrucción.

John Emigh se resignó. En realidad no sabía cómo abordar el motivo que le había llevado a casa de don César de Echagüe. Además, aquella sopa olía como los propios ángeles. Sería una falta imperdonable rechazarla, tanto por su calidad como por tratarse de una invitación de don César de Echagüe, uno de los hombres más ricos de California.

—Me han dicho que es usted un águila en los negocios financieros —dijo de pronto don César—. No hace mucho pensaba visitarle para que se encargase de comprarme algunas acciones de ésas que se compran a cinco y al cabo de un mes valen cien. ¿Conoce algunas?

—Esas gallinas de huevos de oro no existen más que en la fantasía de los fabulistas —replicó Emigh—. Sin embargo, puedo aconsejarle adquirir unos valores que ahora valen veinticinco dólares y dentro de un año se cotizarán a cien o a ciento veinte.

—Si es verdad eso, le haré entregar cien mil dólares para que los invierta en esa maravilla. Actualmente tengo algún dinero disponible.

—Esta sopa es excelente —dijo Emigh, que estaba temiendo abordar el tema del dinero y, especialmente, el de los cien mil dólares.

—Creo que hoy nos servirán lechón asado. Es un plato exquisito. ¿Le gusta a usted?

—Con delirio; pero el cerdo me hace engordar terriblemente.

—De ese mal me encuentro yo libre —sonrió don César—. Puedo comer de todo y las cantidades que quiera, sin que mi silueta se altere.

Pero cuando Lupe trajo el siguiente plato, éste no era lechón, sino ternera asada.

—¿No mataron ayer un lechón? —preguntó el dueño del rancho.

—Sí —respondió. Y agregó—: Pero al señor Emigh no le conviene el cerdo. He creído obrar bien no trayéndolo.

—Has hecho perfectamente —aprobó don César—, aunque lamento haber privado a nuestro huésped del gusto de probar el lechón.

Después de la carne, fue servida la fruta y el café. Por último, mientras encendíanse los cigarros, don César preguntó, mirando irónicamente al banquero:

—¿Qué motivo le ha traído aquí, señor Emigh?

El banquero se agitó, un poco inquieto. No era agradable el tener que decirle a don César de Echagüe el motivo de su visita y contarle unas mentiras que, no por tener muchos visos de verosimilitud, dejaban de ser mentiras. El estanciero tenía fama de ser hombre pacífico, amigo de resolver siempre por las buenas los asuntos; pero esto no obligaba a que en aquel caso en que estaban en juego cien mil dólares, la paciencia de don César hiciese honor a su fama.

—Se trata de cien mil dólares —empezó el banquero.

—Ya le dije que estaba dispuesto a invertirlos en valores cuya elección confiaré a usted.

—No se trata de ésos, sino de otros cien mil dólares.

Don César se hizo el asombrado.

—No dispongo de tanto dinero, señor Emigh. Doscientos mil dólares serían demasiado para mí. No me gusta quedarme sin dinero suelto.

—Es que… —en el fresco comedor el calor se hizo insoportable para el banquero, que empezó a sudar por todos los poros de su cuerpo—. Se trata de cierto pagaré…

—¡Ah! —Don César se echó a reír—. Me parece que ya le entiendo. Un pagaré de cien mil dólares, ¿no?

—Sí…, ese mismo. Un pagaré que usted entregó a cierta persona.

Don César movió negativamente la cabeza.

—No, mi querido señor Emigh, yo no he entregado ningún pagaré a nadie.

—Pero… usted ha dicho que ya entendía… Ha demostrado conocer la existencia de un pagaré…

Don César se inclinó hacia Emigh.

—Señor banquero. Hasta mí han llegado ciertos rumores vagos acerca de la verdadera identidad del hombre que le salvó de la ruina cuando el señor Boehm le tenía cogido en una trampa. ¿Es que trata de hacerle un favor a ese hombre?

Emigh estaba pálido como un muerto.

—Señor Echagüe, ayer noche, se presentó en mi casa el…
El Coyote
y me entregó un pagaré firmado por usted. Era un pagaré de cien mil dólares. Si hubiera sido otra persona la que me lo hubiese entregado, me habría resistido a pagarlo; pero tratándose del
Coyote

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