Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (7 page)

—No sabía que se fuesen a casar. Sin embargo, forman una pareja excelente. ¿Volvemos a Los Ángeles, señor Darby?

—Sí. Ya es tarde. Esta noche quiero recorrer un poco la ciudad.

Antes de salir de casa de don César, Yesares fue en busca de su amigo y, llevándoselo hacia un lado, le previno:

—Ve con mucho cuidado con ese Darby. Es más listo que un lince. Ya se ha dado cuenta de muchas cosas. No me extrañaría que te anduviera buscando.

—Si buscase algún
Coyote
, la pista le llevaría a otro lugar.

—Tal vez le acabara llevando a ti. Ten en cuenta que no ha demostrado la menor emoción al recibir tu aviso. Ha hecho como si no lo hubiera leído.

—Déjalo de mi cuenta. Yo lo arreglaré todo.

Antes de separarse de su jefe, Yesares dijo aún:

—Estoy temiendo que hayas soltado un bocado a un pedazo demasiado grande para tragártelo.

—Puede que me cueste un pequeño esfuerzo; pero lo tragaré —contestó el dueño del rancho, alejándose de Ricardo y acudiendo a despedir a James Darby.

Éste, cuando salió del rancho y se instaló junto a Yesares en el carricoche en que habían llegado, comentó:

—Ese don César es un tipo curioso. Parece un botarate, pero en sus ojos hay algo… No, sus ojos no son los de un botarate.

—Desciende de una de las más nobles familias de California. Dicen que su ascendencia española se remonta al siglo nueve o diez. ¿Se fijó en el escudo de encima de la puerta del rancho?

—Sí. Lo que no pude leer fue el lema.

—Es muy heroico. Dice así: «De valor siempre hizo alarde, la casa de los Echagüe».

—Un lema un poco sospechoso —murmuró Darby—. Un lema así obliga a mucho. Yo he conocido a algunos hombres a quienes la sangre que llevaban en sus venas les impulsó a ser muy valientes.

—No haga excesivo caso de esos detalles —replicó Yesares—. También los Yesares de Paso Robles tenemos nuestro escudo de armas y descendemos de una gloriosa familia. Creo que los huesos de mis antepasados se agitarán en sus sepulturas cada vez que piensen que yo me he convertido en un posadero; pero tenemos que vivir y no podemos comer blasones de piedra ni pergaminos amarillentos.

—Se les ha metido el espíritu yanqui en el alma, ¿no? —sonrió Darby.

—Algo hay de eso. La hermana de don César está casada con un alto funcionario del gobierno. Fue representante de dicho gobierno en California y ahora, el general Grant lo tiene propuesto para ministro.

—Ya he observado que la familia Echagüe está muy bien situada.

—Es una de las más importantes de California.

—¿Y qué clase de muchacho es ese Jaime Palacios?

—Su abuelo fue uno de los primeros habitantes de Los Ángeles. Obtuvieron concesiones de tierras y vivieron desahogadamente. Su padre no fue tan buena cabeza como hubiera convenido a la familia. Vendió varias propiedades y sólo conservó lo que pertenecía a su esposa y dos casas que no tuvo tiempo de vender, pues murió de repente. La señora Palacios se hizo cargo de la administración de sus tierras y logró sacar a flote la nave de su fortuna. Luego, al morir un primo suyo, éste la encargó de administrar sus bienes y de cuidar de Cecilia, su hija.

—¿Es la Cecilia Cañizares de quien hablaban?

—Sí. Es prima lejana de Jaime y está enamorada locamente de él. Jaime no se da cuenta.

—Eso es cosa general. Tampoco don César se da cuenta de que la señorita Lupe se muere por él.

—¡Oiga! —Yesares detuvo el coche—. ¿Cómo ha advertido tantas cosas?

James Darby se echó a reír.

—Escribo novelas —replicó—. Es una de mis facultades poder fijarme en la gente y saber interpretar sus sentimientos.

Para sí, Yesares murmuró:

«Eso también lo saben hacer los policías. Empiezo a sospechar que tu venida a Los Ángeles no ha sido, precisamente, para buscar temas de argumento novelesco».

En voz alta, siguió:

—El escribir debe de ser muy agradable. Sin embargo, su nombre no me es familiar.

—Empleo un seudónimo —dijo Darby—. Ya le enviaré unas cuantas obras de las que he escrito.

Estaban llegando a la posada del Rey Don Carlos, y Yesares murmuró para sí:

«Me parece que te va a resultar un poco difícil encontrar novelas escritas por ti».

Dejando que uno de los mozos se hiciera cargo del caballo y del carruaje. Ricardo entró en el establecimiento con su huésped.

—No cenaré —dijo Darby—. He comido mucho en casa de don César y me siento lleno. Voy a disfrutar de la vida nocturna de Los Ángeles. Si es que la tienen, claro.

Capítulo VI: La identidad del
Coyote

James Darby comprobó que Los Ángeles tenía una perfecta vida nocturna. Además de esto, aquella noche se enteró de un sinfín de cosas más.

Una de las primeras cosas que descubrió, fue que Asa La Grew era propietario de una lujosísima casa de juego que no tenía nada que envidiar a las mejores de San Francisco o de Nueva York. Iluminación abundante, buenas alfombras, muebles de calidad y buen gusto… En la sala reconoció a algunos de los hombres que aquella tarde se habían mantenido prudentemente alejados de las mesas donde se jugaba al tresillo y a otros juegos típicos.

Cambió leves saludos con ellos y fue a sentarse a la mesa de ruleta. Uno de los criados del local se encargó de irle a cambiar doscientos dólares por fichas.

Al poco rato de estar jugando vio llegar a Jaime Palacios. El muchacho cambió unas palabras con uno de los empleados y éste dirigióse a una puerta del fondo, a la que llamó con los nudillos, entrando luego y volviendo a salir a los pocos momentos. Entonces, hizo seña a Palacios que podía entrar. Cuando el joven estuvo dentro de la estancia, el empleado cerró la puerta y permaneció ante ella, como para impedir el acceso a los curiosos.

Darby dividió, durante diez minutos; su atención entre la ruleta y aquella puerta. Por fin vio cómo el servidor, en respuesta, sin duda, a una llamada que Darby no oyó, entró de nuevo en el despachito, volviendo en seguida a salir y dirigiéndose a la caja, donde habló con el cajero, quien después de cerrar la ventanilla, salió de su cabina y se encaminó hacia la estancia donde había entrado Palacios.

Darby no podía prestar gran atención al juego y por eso estaba ganando inconcebiblemente, acertando plenos y combinaciones.

Volvió a abrirse la puerta y salió el cajero llevando entre las manos un fajo de billetes de banco. Entró con ellos en la cabina, y volvió a abrir la ventanilla; Darby dirigió su atención a la puerta de despacho. Abrióse ésta y apareció el joven acompañado de un hombre de estatura algo más que mediana, de cabellos y ojos negrísimos y tez muy pálida.

Darby sintió que el corazón dejaba de latirle y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar el ritmo de la respiración. Palacios y el dueño del garito fueron juntos hasta la puerta. Tras una breve despedida, Jaime Palacios salió de la casa y Asa La Grew regresó lentamente a su despacho. Iba de mal humor; pero antes de llegar al cuartito, oyó pasos a su espalda. Darby reconoció a Marian Louise O'Connor en la joven que se dirigía apresuradamente hacia el tahúr. El rostro de éste se iluminó un momento y tomando del brazo a la muchacha, la hizo entrar en el despacho. Nadie parecía haberse dado cuenta de la incorrecta presencia de Marian Louise O'Connor en aquella casa; pero Darby estaba seguro de que más de uno de los que la conocían, habían advertido su llegada.

Recogiendo sus ganancias, Darby rechazó el ofrecimiento de uno de los empleados para llevar a cambiar sus fichas.

—Iré yo mismo —dijo, tendiendo una ficha de diez dólares al hombre—. Ya me marcho.

Sin prisas fue hacia la caja. Al llegar ante ella depositó sus fichas sobre el mostrador, diciendo en voz muy baja:

—¿Quieres cambiarlas, Miller?

Al otro lado se oyó una ahogada exclamación y luego:

—¡Señor Darby! Por favor, no me llame así.

—Creí que aún estabas en la cárcel, —dijo Darby—. ¿Cómo te llamas ahora?

—Melsheimer. Le suplico que no me descubra.

—Favor con favor se paga. Melsheimer. ¿Sabe Lehatzky qué clase de pájaro eres tú? ¿Y sabes tú la clase de pájaro que es Lehatzky?

—No sé nada. No sé quién es Lehatzky; pero en cambio sé… Oiga, Darby, ¿le interesa ganar cincuenta mil dólares?

—¿A quién no le interesan?

—Tengo un plan que vale treinta mil dólares para usted y veinte mil para mí —siguió el cajero, que hablaba nerviosamente—. Sé que es usted un hombre de palabra. En Chicago todos los muchachos lo decían: la palabra de James Darby vale tanto como una firma del presidente de los Estados Unidos.

—Es verdad. ¿Qué quieres decirme? ¿Qué sabes?

—Sé quién es
El Coyote
.

—¡Ah!

—Ofrecen cincuenta mil dólares por su cabeza. Yo no puedo denunciarle porque a mí no me los querrían pagar. Pero a usted sí que se los tendrían que dar. A cambio de mi descubrimiento, yo sólo pido veinte mil dólares.

Darby creyó haber oído abrirse la puerta del despacho de Asa La Grew y volvió rápidamente la cabeza. La puerta estaba cerrada; pero cuando siguió hablando con el cajero, persistió la impresión de que alguien le miraba fijamente. Volvió un par de veces la cabeza. Nadie parecía fijarse en él. Sin embargo, la impresión no se desvaneció.

Por su parte, Herbert P. Miller, o sea, Melsheimer, fue explicando su descubrimiento, después de que Darby le hubiera prometido entregarle quince mil dólares del premio ofrecido por la captura del
Coyote
.

—Ayer
El Coyote
asaltó esta casa. Nos robó todo el dinero que había a mano, aunque no se llevó más que la décima parte del que en realidad tenía yo aquí. Cuando me amenazó con el revólver, yo solté instintivamente la pluma, y, como uso tinta verde, los billetes que estaban junto a mí quedaron manchados de ese color. Hace un momento, el señor Jaime Palacios ha venido a pagar una deuda que hace unos días contrajo con el señor La Grew. Eran ciento diez mil dólares. Entre los billetes que entregó, y de los que yo me hice cargo, figuran seis o siete manchados de tinta verde. ¿Comprende?

—¿Quieres decir que Palacios es
El Coyote
?

—Estoy seguro.

—¿En qué te fundas? ¿Sólo en la coincidencia de unos billetes manchados de tinta verde?

—Ése es uno de los detalles. Nadie, excepto yo usa en Los Ángeles tinta de ese color. Y si hay en la ciudad alguien incapaz de conseguir ciento diez mil dólares en tres o cuatro días, ese alguien es Jaime Palacios.

—¿Por qué no puede conseguir ese joven tanto dinero?

—Porque ciento diez mil dólares es el valor de sus haciendas, de sus casas y de todo cuanto posee.

»Tal vez podría haber sacado por ello hasta ciento cincuenta mil dólares; pero sé que no ha vendido nada. Y sé también que nadie le ha prestado ni un céntimo.

—¿Cuánto robó ayer
El Coyote
? —preguntó Darby.

—Diez mil dólares.

—¿Y los otros cien mil?

—Los debió de conseguir de la misma manera que los diez mil. Cometería algunos robos.

—¿Y cómo llegó a contraer una deuda tan grande?

—Jugando al
poker
.

—¿Y perdiendo?

—Claro. No la iba a contraer ganando.

—Desde luego. Anótame la dirección de Jaime Palacios. Iré a verle esta misma noche.

—No olvide lo prometido —insistió Herbert P. Miller.

—Tendrás lo prometido, si Jaime Palacios es realmente
El Coyote
.

Cuando James Darby, después de cobrar el importe de las fichas, salió de la casa, lo hizo con la impresión de que unos ojos le estaban observando con mayor fijeza que nunca.

Capítulo VII: El crimen del
Coyote

A las doce de la noche, James Darby entró en la posada del Rey Don Carlos. Ricardo Yesares se fijó en lo fruncido de su entrecejo y en su evidente malhumor.

—No se debe de haber divertido mucho el señor —dijo Adrián Colbin, uno de los camareros de Yesares.

—Los Ángeles no está, en diversiones, a la altura de Chicago o de San Francisco —replicó Yesares, en su despacho.

Por un momento, pensó en subir a ver qué hacía Darby; pero estaba esperando de un instante a otro el aviso del
Coyote
y no quiso exponerse a que dicho aviso fuera interceptado. Permaneció en la oficina durante más de media hora; pero el primer aviso que recibió no fue del
Coyote
, sino de alguien completamente distinto.

A las doce y media se abrió con violencia la puerta de su despacho y ante él apareció Teodomiro Mateos, el jefe de policía de la ciudad.

—¡Oh, señor Mateos! —Exclamó Ricardo—. No le esperaba a estas horas.

Mateos pareció tan sorprendido como Yesares.

—¿Qué dice usted? —preguntó—. ¿Que no me esperaba?

—No, no le esperaba. ¿Por qué iba a esperarle?

—Aunque no fuera más que por haberme llamado, sería lógico que me esperase —replicó Mateos—. ¿O es muy extraño que si avisa usted al jefe de policía y le dice que se ha cometido un asesinato en su casa…?

—¿Qué está usted diciendo…? —Gritó Yesares—. En mi casa no se ha cometido ningún asesinato.

Mateos evidenció su creciente desconcierto.

—Pero… ¿Cómo…? Vamos a ver. Usted me hizo llamar hace unos diez minutos para comunicarme que el señor James Darby, agente de Pinkerton, estaba en su cuarto, asesinado de una puñalada.

—¡Yo no he dicho semejante cosa! —Gritó Yesares—. El señor Darby está vivo y… Bueno, yo creo que debe de estarlo… Y, desde luego, puedo afirmar que no sé que haya muerto ni he ordenado que se le avise a usted.

—Subamos a la habitación de ese caballero y averigüemos si es que está muerto o si todo ha sido una broma de mal gusto.

En aquel momento, Yesares oyó una señal que hasta entonces había estado esperando y a la cual no respondió sino que, por el contrario, apresuróse a hacer salir del despacho a Mateos, diciendo:

—Vayamos a ver. Estoy seguro de que lo encontraremos vivo. Y le advierto que yo no sabía que ese señor Darby tuviese nada que ver con la agencia de investigaciones de Pinkerton.

Yesares y Mateos salieron del despacho. El jefe de policía había llegado con tres agentes, que siguieron a los dos hombres cuando subieron al piso en que se encontraba la habitación de Darby.

La puerta del cuarto no estaba cerrada con llave y Mateos no se entretuvo en llamar a ella. Por el contrario, la abrió de un empujón y toda la estancia se ofreció a la vista de los que se hallaban en el umbral.

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