Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (2 page)

«Hubiera preferido matarle yo —se dijo—; pero si lo hiciera aquí me ahorcarían. Al fin y al cabo, cuando sepa que a Lipman lo ha matado
El Coyote
, tendré el consuelo de saber que yo he sido el instrumento que ha contribuido principalmente a terminar con él».

Cuarenta y ocho horas después, Aarón Lipman recibió un traje nuevo, unos zapatos también nuevos, veinticinco dólares y un billete para ir en el ferrocarril hasta San Francisco, así como un billete para la diligencia de la casa
Wells y Fargo
para seguir desde San Francisco a Los Ángeles.

Cinco días más tarde, Colorado Smith se encontraba en la cantera, en la parte más alta. Abajo se hallaban varios centenares de penados partiendo las piedras caídas. No era Colorado Smith un amante exagerado del trabajo; por ello, después de dar unos cuantos golpes con el pico, apoyóse de espaldas contra una alta roca que coronaba la cantera. Apenas lo hubo hecho sintió que la roca se estremecía y comenzaba a pesar contra él.

El director del penal, que estaba presente, vio cómo el preso Smith dejaba caer de pronto el pico y se apoyaba contra una roca que un momento después comenzó a moverse. Vio cómo el hombre trataba de sostenerla con todas sus fuerzas, al mismo tiempo que empezaba a lanzar gritos de aviso a los demás presos que trabajaban abajo y que se hallaban en peligro de ser enterrados por el alud que desencadenaría la caída de aquella roca. Vio cómo todos escapaban del peligro, quedando en menos de cinco minutos la cantera completamente vacía. Luego vio cómo el pobre Smith, agotadas ya sus fuerzas, empezaba a ceder bajo la irresistible presión de la roca. Le vio caer de rodillas. Vio cómo la roca se doblaba sobre él y al fin caía ladera abajo, arrastrando a otras rocas y provocando un alud de cien toneladas de roca y piedra suelta que enterró las herramientas de trabajo que habían abandonado los penados al huir del riesgo. De haberse quedado allí, ni uno solo hubiera conservado la vida.

—He de hacer algo por ese hombre —aseguró el director a su secretario—. Es un héroe. Ha expuesto su vida por el bien de los demás.

Cuando subieron a buscar a Colorado Smith le encontraron sin sentido, pero sin ninguna herida grave. La roca había pasado sobre él, dejando un hueco en el cual había permanecido, por afortunado azar, Colorado Smith, quien al volver en sí llevóse la mayor sorpresa de su vida al ver que todos le consideraban un ser extraordinario.

—Eres un gran héroe, Colorado —le dijo el director del penal, que hasta entonces siempre le había llamado Smith—. Te expusiste a la muerte pudiendo haberte salvado con toda facilidad, pues tuviste tiempo de sobra para huir. Muy poco he de poder si no consigo que te perdonen todo el tiempo que te queda de condena. Antes de un mes serás libre.

Cuando Colorado Smith oyó esto, empezó a comprender que, involuntariamente, había hecho una cosa grande. No cometió la tontería de contar la verdad; de decir que al apoyarse contra la roca lo hizo sin pensar en los demás y, mucho menos, en lo que iba a ocurrir. No dijo que cuando la piedra empezó a moverse, él ya no pudo escapar, pues se lo impedía el peso de la misma. Por el contrario, dijo:

—Cualquiera, en mi lugar, lo hubiese hecho. No podía dejar que muriesen todos mis compañeros.

—Eres un valiente, Colorado. Y, como todos los héroes, eres sencillo. No sólo quedarás en libertad, sino que, además, recibirás un premio. Y hasta el momento en que salgas de esta institución penal, no trabajarás más en la cantera. Prácticamente quedas en libertad desde este instante.

Capítulo II: Las inquietudes de un banquero

Lo había hecho con la mejor intención del mundo. Aquellos valores tenían que subir de sesenta dólares que entonces costaban, a ciento veinte, por lo menos. Era inevitable que subiesen. No se trataba de una operación arriesgada. Era una operación archisegura. En el peor de los casos, en vez de tardar un par de meses tardarían seis; pero al fin subirían.

John Emigh miraba tranquilamente el porvenir. Su Banco, creación particular suya, era aún muy pequeño. Entre sus accionistas figuraban varios miles de campesinos que habían confiado sus ahorros a un hombre a quien apreciaban. John Emigh era honrado. Nunca se embarcaba en operaciones arriesgadas. El dinero de sus clientes era invertido en negocios seguros que daban lo necesario para que todos se sintieran satisfechos.

Hasta que Ezequiel Boehm le buscó para ofrecerle un depósito de ochocientos mil dólares, Emigh nunca pensó en las grandes operaciones bancarias.

—Tengo fe en usted, Emigh —le había dicho Boehm—. Quiero ayudarle a que realice sus ilusiones. ¿Sabe de algún negocio bueno?

—Sé de muchos, señor Boehm —replicó Emigh, que hasta entonces siempre había desconfiado de Boehm, uno de los más famosos usureros de California.

—Pero no quiere descubrirlos, ¿verdad? —sonrió judaicamente el usurero.

—Debo ser reservado.

—Bien; no importa. Depositaré ochocientos mil dólares, en cuenta corriente. No los necesitaré en un año. Mis negocios se realizan en la alta California. Pero he oído hablar mucho de usted, le he observado. En varios años no ha fracasado ni una vez. ¿Cree poder asegurarme un interés del siete por ciento?

—Puedo asegurarle el seis.

—Para eso no le habría venido a ver, Emigh. Quiero el siete.

—Está bien. Se lo garantizo.

—Pues cuente con los ochocientos mil dólares.

El ferrocarril Los Ángeles-Salt Lake City había sido empezado sin que la gente se sintiera atraída por sus acciones. Al poco tiempo había tantas en el mercado que nadie quería comprar ninguna. Si hubiera habido pocas, todos se hubiesen lanzado sobre ellas; pero, al abundar, nadie demostró confianza. De cien dólares habían bajado a sesenta, con tendencia a seguir bajando. Emigh aguardó un par de semanas y, de pronto, sorprendió a todos al comprar quince mil acciones a cincuenta dólares cada una. Aquella inversión de setecientos cincuenta mil dólares fue lo que se necesitaba para que la confianza volviese hacia la compañía del ferrocarril de Los Ángeles a Salt Lake City. Las acciones volvieron a subir; pero, de pronto, una paralización inesperada en las obras hizo que resurgiera la desconfianza y las acciones volvieron a bajar. De ochenta bajaron a setenta, luego a sesenta y de allí cayeron a cuarenta. Y de repente descendieron a treinta. La alarma cundió; pero Emigh estaba tranquilo. Le habían informado de Washington que se iba a conceder una subvención para que se continuasen los trabajos. El ferrocarril era muy necesario.

Y en aquel preciso instante, una carta de Ezequiel Boehm anunciaba que, debido a ciertos malos negocios, el señor Boehm se veía obligado a retirar su dinero.

El mundo se hundió sobre John Emigh. Dentro de unos meses las acciones subirían verticalmente; pero en aquellos momentos carecían de valor, pues si llegaba a ponerlas en venta, nadie las pagaría a más de quince dólares.

Por medio del telégrafo, Emigh solicitó varios créditos a otros Bancos. Se estaba pasando por una época de crisis muy violenta y ningún banquero disponía de ochocientos mil dólares para prestarlos al seis, siete ni al diez por ciento.

—¿No puedes pagar ese dinero? —le preguntó su esposa.

—No —contestó Emigh—. No puedo. No tengo ni doscientos mil dólares.

No dijo que estaba seguro de conocer las intenciones de Boehm. Sabía que alguien iba comprando acciones de aquel ferrocarril; pero haciéndolo prudentemente, en cantidades pequeñas. Y ese alguien no podía ser otro que Boehm que, enterado también de lo de la subvención, trataba de hacerse con la mayoría de las acciones.

Cuando Boehm visitó a Emigh, su oferta fue inaceptable.

—Págueme doscientos mil dólares en dinero y deme todas las acciones que ha comprado del ferrocarril de Los Ángeles a Salt Lake City —propuso—. Las tasaremos al precio actual, o sea a veinticinco dólares cada una. En total serán, junto con los doscientos mil dólares, quinientos setenta y cinco mil. El resto me lo puede pagar a fin de año.

—Es usted un canalla, Boehm —dijo Emigh—. Usted sabe que esas acciones tienen un valor mucho más grande.

—Ahora no.

—Lo tendrán.

—El dinero que yo impuse en su Banco tenía entonces, un valor exacto. Y hace mal en insultar a un imponente. Le doy una semana de tiempo para que acepte mi proposición.

—Si le entrego doscientos mil dólares me quedo en situación de no poder pagar a ninguno de mis clientes que necesite una suma un poco importante, señor Boehm.

—Eso es asunto suyo, Emigh. Yo quiero mi dinero.

—Usted me prometió no retirarlo hasta dentro de un año.

—Tal vez le dijese algo por el estilo. ¿Le firmé, acaso, algún documento?

—Creí que era usted un caballero.

—No, Emigh, usted no me ha confundido nunca con un caballero. Semejante confusión es casi un insulto para mí. No soy un caballero. Soy un financiero.

—No tiene usted corazón.

—En lugar de corazón tengo un dólar de oro, que es mucho más práctico. Quiero esas acciones. Y si trata de ponerlas a la venta, le aseguro que a los cinco minutos de enterarme de ello vendré a retirar mi dinero. Eso sería, para usted, la quiebra.

Durante dos días, Los Ángeles vio a un John Emigh que adelgazaba a razón de vanos kilos diarios. Hubo algunas inquietudes y varios clientes fueron a retirar su dinero. Ninguno encontró dificultades y en seguida corrió la voz de que las preocupaciones de John Emigh no eran de tipo económico. Los clientes devolvieron el dinero retirado y se informaron de si el señor Emigh estaba mal de salud.

—Mi estómago no me deja vivir —explicó el banquero, que en vano trataba de hallar una solución a aquel problema.

Pasaron cuatro días más y John Emigh continuó adelgazando a marchas forzadas. Varias veces examinó el revólver que guardaba en su mesa de trabajo. Con aquel arma y una leve presión del dedo en el gatillo, todo se resolvería. Se inmovilizarían los fondos en el Banco, pasaría tiempo suficiente para que llegara la subvención, y nadie perdería nada. Sólo él perdería la vida.

En la mañana del séptimo día llegó una carta de Ezequiel Boehm. El banquero la estuvo contemplando varios minutos antes de decidirse a abrirla. Al fin, cerrando los ojos, rasgó el sobre, y volviendo a abrirlos, examinó la carta que…

¡Increíble! La carta de Ezequiel Boehm era breve; pero además contenía algo que resolvía todos los problemas del banquero.

Mi querido amigo Emigh:

Ni por un momento pensé en realizar lo que le dije. Fue sólo una broma para poner a prueba su energía. Le adjunto la documentación en regla mediante la cual, como usted verá, mi imposición de ochocientos mil dólares en cuenta corriente se transforma en un préstamo por la citada cantidad, por un plazo de cinco años, al dos y medio por ciento de interés. Estoy seguro de que así podrá resolver sus actuales dificultades, como lo desea su buen amigo que le aprecia.

EZEQUIEL BOEHM.

¿Cómo era posible semejante cosa? Los documentos estaban en regla. Sólo faltaba la firma en los duplicados para Boehm. ¿Qué ángel del Cielo había inspirado a Ezequiel?

No era ningún ángel, porque los ángeles no usan revólveres y, menos aún, los disparan contra las orejas de los usureros.

Por eso, cuando en Chicago el señor Boehm se sentó frente al director de la agencia de detectives Pinkerton, el hombre adivinó la verdad.

—¿Quiere usted que detengamos al
Coyote
? —preguntó—. Eso es mucho pedir.

—Pagaré bien.

—Por muy bien que pague, siempre será poco. Nuestros agentes no han podido nunca nada contra ese hombre.

—Inténtelo otra vez. Estoy dispuesto a dar lo que sea. Además, el premio de cincuenta mil dólares será para ustedes.

—El premio es problemático y por él sólo no nos lanzaríamos a la lucha; ahora, si usted quiere contratar nuestros servicios, puede tener la seguridad de que nuestros agentes harán lo humanamente posible por desenmascarar al
Coyote
y detenerlo; pero… no le aseguramos que lo consigan.

—Me basta con que lo intenten de verdad, porque ya sé que no puedo exigirles el éxito.

—Si estuviéramos seguros del éxito, ya habríamos intentado ganar el premio. Tenga la seguridad de que su dinero será bien empleado y que nos hará llegar hasta allí donde nos sea posible.

—Bien. ¿Quieren un anticipo?

—Desde luego. Es costumbre pagar por anticipado. Especialmente cuando se trata de casos como el actual, en que no es posible pronosticar un éxito. Son dos mil dólares mensuales.

Ezequiel Boehm sacó su cartera y de ella extrajo veinte billetes de a cien dólares. El director de la agencia extendió un recibo, que Boehm guardó cuidadosamente. Estaba dispuesto a terminar con
El Coyote
. Así aprendería aquel mascarón a no entrometerse en los asuntos de los hombres de negocios. ¡Obligarle a él a escribir una carta y firmar unos documentos como aquéllos! Pero un revólver tiene un poder de persuasión muy grande, y
El Coyote
, la noche en que fue a visitarle, empuñaba dos revólveres.

Al quedar solo, el director de la agencia contempló sonriente los billetes de banco. Al cabo de un rato hizo sonar un timbre de sobremesa, a cuyo tintineo acudió su secretario.

—Avise a James Darby —pidió.

El agente Darby llegó unos minutos más tarde. Era uno de los hombres más hábiles de la organización de Pinkerton. Era el encargado de resolver los problemas más difíciles y hasta entonces había triunfado siempre.

—¿Qué trabajo tiene para mí? —preguntó, dirigiendo una mirada al dinero que se encontraba encima de la mesa.

—Uno nuevo y muy difícil —replicó el director—. Has de detener al
Coyote
.

—¿Nada más? —replicó Darby.

—Nada más. No es mucho, ¿verdad, Darby?

—No —rió éste—. Sólo se trata de detener al
Coyote
. Eso lo puede hacer cualquiera.

—No malgastes tu ironía conmigo, Jimmie. Ya sé que se trata de un caso difícil; pero no es necesario que salgas triunfante. Un cliente quiere vengarse del
Coyote
y nos pide que lo desenmascaremos. Ese cliente lleva una oreja vendada.

—¿Le marcó
El Coyote?

—Eso creo.

—Me gustaría investigar la vida de ese cliente. Debe de tener mucho de bueno.

—No sé de ninguna persona honrada que luzca una oreja hecha trizas por
El Coyote
—sonrió el director de la agencia—; pero no es costumbre nuestra perjudicar a quienes acuden a nosotros para que les resolvamos un problema. Yo nunca hubiera encargado a nadie de perseguir al
Coyote
, porque para ello sería necesario meternos en su cubil, y siempre es peligroso meterse en el cubil de un coyote; pero ya que alguien tiene el capricho de pagarnos por un trabajo que no se podrá realizar con éxito, tómate unas vacaciones en Los Ángeles. Te servirá de alivio.

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