Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (6 page)

—A quien usted debe mucho agradecimiento, ¿no?

—Además, iba armado. ¿Qué podía yo hacer?

—Continúe. Decía que
El Coyote
le entregó un pagaré firmado por mí.

—Sí. Y yo se lo aboné. Le entregué cien mil dólares a cambio de dicho pagaré.

Don César se puso en pie y yendo a una mesa cogió una pizarra y un pizarrín que utilizaba su hijo, volvió con ello a la mesa, y ante el banquero trazó velozmente su firma. Luego, tendió la pizarra a Emigh, invitándole:

—Compare esta firma, que es la mía, la que está registrada en varios bancos, y la del pagaré. Si son idénticas creo que tendré que hacer honor a ese pagaré; pero si no lo son…

—No… no lo son —tartamudeó Emigh, sin necesidad de confrontar las firmas, pues no podía ser mayor la diferencia entre ambas.


El Coyote
se ha burlado de usted, señor Emigh —siguió el estanciero.

—Pero usted sabía la verdad —dijo, de pronto, Emigh—. Usted falsificó su propia firma para no tener que pagar…

—Desde luego, señor Emigh.
El Coyote
me obligó, revólver en mano, a que le entregase cien mil dólares. Le dije que no los tenía en casa y propuse entregarle una orden de pago o un pagaré. Él aceptó y yo lo extendí. Nunca imaginé que un banquero la pagase no teniendo yo cuenta corriente en su banco. Y si, obligado por la amenaza del
Coyote
, ese banquero entregaba el dinero, no imaginé, tampoco, que luego quisiera hacerme responsable a mí de las consecuencias de su tontería. Antes de abonar los cien mil dólares debió usted haberme consultado. No lo hizo. Pues bien, usted debe pagar, también, las consecuencias.

—Me parece… que tiene usted razón —suspiró Emigh—. A pesar de todo,
El Coyote
me salvó de la ruina.

—Tenga en cuenta que yo no quise perjudicarle a usted —advirtió don César—. Sólo deseaba impedir que
El Coyote
me quitase un dinero que me pertenece.

—Desde luego; pero como se sabe que
El Coyote
le salvó a usted en una ocasión… yo creí que usted trataba de ayudarle ahora y deseaba que su ayuda quedara en secreto.

—Mis agradecimientos siempre tienen unos límites —dijo don César—. Si pasara de ellos dejaría de ser un hombre rico y me convertiría en un hombre necesitado de favores ajenos. No obstante, cuente con los cien mil dólares para los valores, señor Emigh. Es lo más que puedo hacer.

—Pase por mi despacho cuando a usted le convenga. Entretanto, le suplico que no diga a nadie lo ocurrido.

—Se lo prometo —aseguró don César, levantándose—. No me interesa que
El Coyote
sepa que le engañé como a un niño. Burlarse de un tigre es muy honroso; pero resulta más seguro burlarse de un conejo. Buenas tardes, señor Emigh. Esta tarde doy una de mis recepciones semanales. Si quiere asistir a ella…

—Mi trabajo… No; creo que no podré asistir. Además… sus invitados son muy selectos y un banquero no sería bien visto.

—Eso era antes, señor Emigh —rió César—. Antes nosotros teníamos nuestro dinero encerrado en cajas forradas de bandas de hierro. Éramos nuestros propios banqueros; por eso no admitíamos a los que guardaban en sus cajas el dinero de los demás; pero desde que los banqueros se fueron apoderando de todo el oro, y por guardarlo nos pagaron tantos por ciento, dejaron de sernos desagradables.

—De todas formas, tengo muchísimo trabajo y me será imposible asistir a su fiesta —insistió Emigh.

—Como usted quiera, señor Emigh. La reunión será menos agradable sin usted.

A pesar de este pronóstico, la fiesta en el rancho de San Antonio no se distinguió gran cosa de las que solían celebrarse allí. Las damas que acudían al rancho de los Echagüe, lo hacían para charlar entre ellas de los pocos acontecimientos notables que ofrecía la vida en Los Ángeles. Los hombres hablaban de política y, especialmente, bebían buenos vinos y licores, y fumaban mejores tabacos. Algunos reuníanse en torno a unas mesas de juego, observados envidiosamente por aquellos a quienes sus esposas no les permitían formar en la partida y se veían obligados a escuchar las tonterías que se discutían.

Don Goyo y su hijo asistieron aquel día a la recepción. El temido coronel Paz era evitado por las damas a causa de las barbaridades que con el menor motivo brotaban de sus labios. Sólo algunos invitados del elemento masculino se colocaban a su alrededor para oír una vez más los detalles de la intervención de don Goyo en el combate de González. De cuando en cuanto la voz del que fue coronel del ejército californiano llegaba hasta los demás concurrentes cuando don Goyo coreaba, con una imprecación, tal o cual detalle de la lucha.

Don César, tan aburrido como solía estarlo en aquellas fiestas que la tradición familiar le obligaba a dar, paseaba entre sus amigos cambiando comentarios acerca de si llovería, de si no llovería, de si el general Grant sería un buen presidente o de si Borraleda resultaría o no el mejor gobernador que California había tenido.

Mientras paseaba, don César observó que Guadalupe concedía, por primera vez, una gran atención a un hombre que no era él. Gregorio Paz, el hijo de don Goyo, era el que estaba
haciendo el imbécil
con Guadalupe. Y ella le sonreía y hasta parecía satisfecha de tener cerca a semejante alcornoque. ¿Por qué han de ser tan tontos los hombres? Lo mismo le ocurría al estúpido de Jaime Palacios. Andaba loco por Marian Louise O'Conner, que no le hacía caso, y en cambio no se daba cuenta de que, como sabía toda la ciudad, su prima Cecilia Cañizares era la mujer ideal para él. ¡Jaime Palacios! Ya le diría él unas cuantas palabras a aquel muchacho.

Hacia el final de la fiesta llegaron Yesares y el señor Darby, invitado por don César. El forastero parecía, entre alegre y preocupado.

—¿Qué la parece nuestra ciudad? —preguntó don César, llevándolo hacia un extremo del salón.

—Muy hermosa —replicó Darby—. Reina en ella una paz inconcebible. Quiero decir que es inconcebible para quienes estamos habituados al tumulto de las ciudades del Norte y del Este.

—Si no fuese por
El Coyote
, las moscas y los temblores de tierra, esto sería un paraíso —declaró don César.

—Sí. Por cierto que me está interesando ese tipo:
El Coyote
. ¿Usted le conoce?

—De vista, nada más.

—Lleva una doble vida, ¿no? —preguntó Darby.

—Sí, es de suponer que la lleve —replicó don César.

—¿Qué será en la vida real? ¿Un rico propietario? ¿Un peón de un rancho cualquiera? ¿Un fraile?

—No creo que nuestros frailes se disfracen de bandoleros —rió don César.

Habían llegado cerca de donde estaban Guadalupe y Gregorio Paz, y don César se detuvo. Apoyando la mano en el hombro de Jaime Palacios, que seguía con furiosa mirada los movimientos de Marian Louise O'Connor, Echagüe preguntó:

—¿Cómo te parece que es
El Coyote
, Jaime?

Jaime Palacios se estremeció al oír la pregunta del dueño de la casa.

—No sé —replicó—. Nunca le he visto.

—El señor Darby siente una gran curiosidad por saber quién es
El Coyote
—continuó don César, cogiendo del brazo al joven Palacios y llevándolo hacia la tertulia de don Goyo. Indicando a éste con un movimiento de cabeza, don César explicó a Darby:

—Ahí tiene usted a un gran admirador del
Coyote
. Don Goyo no tolera que nadie hable mal de ese aventurero, ¿verdad, don Goyo?

—César —replicó el irascible estanciero—, eres un botarate. Tan botarate ahora como hace veinte años. Eres lo único que en California no ha cambiado.

—Perdón, don Goyo —rió don César—. Usted es otra de las cosas de California que permanecen inmutables. Es tan salvaje ahora como antes de que los yanquis intentaran domarle. Y tan mal educado.

—A mucha honra —replicó el viejo coronel—. Y si no estuviésemos en tu casa y no hubiera señoras delante; probarías la calidad de mis puños. Aunque viejo, me basto y sobro para molerte los huesos.

—Ya lo sé, don Goyo —rió César—. Es usted un toro salvaje.

—No lo olvides y no trates de torearme.

—Nada de eso. Sólo quería explicarle al señor Darby, que ha venido de Chicago para conocer California, cuáles eran los tipos más famosos de nuestra tierra. El primero es
El Coyote
y el segundo es don Goyo Paz. Durante la guerra contra los Estados Unidos le volaron la cabeza de un cañonazo. La cabeza se fue sabe Dios donde y la bala de cañón le quedó sobre los hombros. La arreglaron un poquito y, aunque no es tan dura como la cabeza que tenía antes, don Goyo se siente muy satisfecho con ella, ¿verdad?

Don Goyo se echó a reír. César era el único capaz de burlarse de él sin que le ofendiesen sus burlas.

—Con su permiso, don César… —empezó Jaime Palacios.

—No, no —protestó César de Echagüe—. Estábamos hablando del
Coyote
y aunque para nosotros el tema carece ya de interés, los forasteros lo siguen encontrando agradable. El señor Darby me preguntaba qué clase de hombre debe de ser en realidad
El Coyote
. A lo mejor es don Gregorio Paz, padre.

—Yo no me taparía la cara para enseñar a vivir a los yanquis —replicó el viejo coronel—. Yo les cortaría las orejas con una navaja, no con un revólver.

—Y los yanquis le habrían ahorcado ya —rió don César—. No, no. A lo mejor don Goyo oculta, tras su impetuosidad aparente, una astucia de zorro ó de coyote.

Todos se echaron a reír. Era un verdadero milagro que don Gregorio Paz estuviese vivo. El general Karney, Stockton y otros jefes militares norteamericanos habían estado varias veces a punto de firmar la orden de ejecución contra don Gregorio. Las mutuas rivalidades entre los generales y marinos, que se disputaban el mando en Los Ángeles, impidieron que la orden llegara a firmarse y don Goyo compareciese al pie de una horca o frente a un pelotón de fusilamiento.

—¿Qué clase de hombre debe de ser en privado
El Coyote
, Jaime? —prosiguió don César.

—No sé —replicó Jaime Palacios, encogiéndose de hombros.

—Ya sabemos que lo ignoras; pero sólo se trata de conocer tu opinión. ¿Crees que será un rico estanciero como don Goyo, como yo, o como cualquiera de los hacendados de Los Ángeles? ¿O te lo imaginas, acaso, como un hombre de la ciudad? ¿O como un peón?

—Tal vez como un peón —replicó Jaime Palacios.

—¿Por qué crees que puede ser un peón? —Preguntó don Goyo—.
El Coyote
es un caballero.

—Como él —sonrió don César, volviéndose hacia Darby—. Don Goyo siempre opina que
El Coyote
es un caballero.

—Sin embargo, anoche asaltó una casa de juego —dijo Darby—. Eso no me parece muy propio de un caballero.

—Tendría sus motivos —dijo don Goyo.

—¿Tú crees que puede haber un motivo que justifique el cometer un robo en una casa de juego, Jaime?

—¿Y yo qué sé? —replicó Palacios—. Pregúnteselo al
Coyote
. Él se lo sabrá decir.

—Es verdad —sonrió plácidamente don César—. No sé por qué, me ha parecido que tú podías ser
El Coyote
.

—¿Yo? —A pesar del esfuerzo que hizo, Jaime Palacios no pudo evitar el palidecer intensamente—. ¿Qué tengo yo que ver con
El Coyote
? —siguió.

—Es verdad —dijo don Goyo—. Aunque Jaime haría un magnífico
Coyote
, para ello hubiera tenido que empezar a actuar a los dos años o tres. Un poco pronto me parece.

—Tal vez empezase cuando, hace ocho o nueve años
El Coyote
desapareció de la circulación —declaró don César, sin soltar el brazo de Jaime Palacios; pero sin parecer advertir el temblor de su cuerpo—. Entonces se dijo que
El Coyote
había muerto. Tal vez murió realmente y nuestro amigo Jaime lo sustituyó.

—Don César: esta broma resulta un poco pesada —dijo, con temblorosa voz, el joven Palacios.

Luego, dándose cuenta de que todos le miraban asombrados, se excusó:

—Estoy algo nervioso. Perdónenme. Con su permiso, don César, me retiraré. Mi madre me rogó que volviera pronto a casa.

Cuando Palacios se hubo alejado, uno de los que habían asistido a la escena, comentó:

—Este muchacho está loco por la señorita O'Connor. Y ella está loca por el dinero de La Grew. Sólo en una muchacha del Este se concibe que pueda enamorarse de la fortuna de un tahúr.

—Y sólo en la juventud actual se concibe la tontería de Jaime Palacios, que tiene a su lado a una mujer que le adora y, en cambio, busca el amor interesado de una cabeza hueca como la O'Connor —dijo don Goyo—. En mis tiempos, los hijos tenían mayor respeto a sus padres.

A excepción de James Darby, los que oyeron estas palabras no pudieron contener una sonrisa. Don Goyo había mostrado tan gran respeto a su padre que se casó sin que éste diera su conformidad, y lo único que hizo fue mantener el secreto en tanto que vivió el autor de sus días. Cuando lo hizo público, tenía ya un hijo de diez años.

—Con lo bonita que es Cecilia Cañizares —suspiró don Goyo. Mirando a don César, agregó—: Me parece que mi hijo anda pensando en llevarse a Lupita a nuestro rancho, César.

¡Qué imbécil era don Goyo! Le decía aquello como si a él le tuviera que importar que Lupe aceptase… Pero… claro que le importaba. Él había estado y estaba muy… muy encariñado con Lupe. Y si la chica se casaba con Gregorio Paz y dejaba de cuidar al pequeño César demostraría que era… que era… como todas las mujeres. Sería una desagradecida que pagaba con mal el mucho bien recibido…

Don César interrumpió sus reflexiones. No quería seguir pensando en Lupe ni en Gregorio Paz. Había otras cosas mucho más importantes que hacer.

James Darby observaba a don César. Más tarde preguntó a Yesares.

—Ese don César está enamorado de la señorita Guadalupe, ¿verdad?

Yesares quedó sorprendido por la sagacidad del forastero. Aquella mañana había registrado su equipaje sin encontrar en él nada comprometedor, pero tampoco descubrió el menor detalle acerca de su profesión. ¿Qué hacía aquel hombre en Chicago? Le dejó la nota del
Coyote
en un lugar visible y Darby no demostró haberla recibido o, por lo menos, haberla tomado en serio.

—No sé si está enamorado —replicó—. Entre ellos media una amistad de muchísimos años. Es natural que se interese por su suerte. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque al decirse que el hijo de ese divertido don Goyo y la señorita Guadalupe se van a casar, don César ha puesto cara de vinagre.

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