Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (9 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

—Si dijo eso, dijo una gran verdad, aunque ya lo hemos repetido tres veces.

—No. Dije que no tenía más que diez mil dólares; pero que si tuviese más lo apostaría. Entonces me propuso prestarme el dinero que necesitase para aquella partida. Me pidió una garantía y yo di… di la garantía de nuestra hacienda. La valoramos en ciento diez mil dólares. Firmé un compromiso de venta. Pujé un poco más y gané. La Grew tenía… tenía un póker de reyes.

—Es inconcebible que ganara usted a un hombre tan diestro como La Grew. Prosiga.

—Seguimos jugando y yo gané varias veces más; pero La Grew ganó otras partidas. Estábamos casi solos. En el despacho solamente se encontraban el señor Melsheimer y otros dos amigos de La Grew. Como la partida era muy fuerte, ellos se retiraron del juego y quedaron como simples espectadores. Yo estaba seguro de ganar lo suficiente para recobrar mis tierras y reunir un cuarto de millón. Con eso hubiera tenido bastante para…

—¿Para comprar el amor de la señorita O'Connor? —
El Coyote
se echó a reír—. ¿No sabe usted que el mejor amor es el que se consigue gratuitamente? Es una de las pocas cosas que cuanto más baratas son, mejores resultan. El amor caro suele ser malísimo. Pero eso tal vez sea cuestión de opiniones. Siga con su interesante historia.

—De pronto me encontré con otro póker de ases…

—¿Dos pókeres de ases en una misma noche? Eso sí que resulta increíble. ¿Y qué sucedió?

—La Grew tenía buen juego y pujó sin miedo. Yo también hubiera pujado hasta el cielo. La Grew llegó a apostar doscientos mil dólares. Lo mismo que yo.

—¿Y resultó que tenía una escalera real?

—No. Sólo tenía un póker de nueves, Pero…

Palacios tuvo que respirar muy hondo, como si se ahogara.

—Cuando me vi dueño de tanto dinero, creí volverme loco. Quería terminar la partida, recobrar la cesión de la hacienda y correr a decirle a Marian lo ocurrido. Pero…

Palacios calló durante tanto rato que, al fin,
El Coyote
tuvo que decirle:

—El tiempo apremia. Continúe.

—Mientras yo guardaba el dinero, La Grew recogió sus cartas y empezó a examinarlas. De pronto, lanzó una imprecación e, inclinándose hacia delante, alargó la mano hacia la manga izquierda de mi chaqueta y…

—¿Qué?

—¡Fue horrible!

—¿Tenía usted una serpiente de cascabel en ella?

—Algo mil veces peor. Tenía un as de corazones. La Grew lo sacó delante de los que estaban allí y lo dejó sobre la mesa. Al mismo tiempo empezó a empuñar una pistola…

—¿Y le mató? —preguntó irónicamente
El Coyote
.

—No… no me mató. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Sus amigos se lo impidieron. Aquel as oculto en mi manga le daba derecho a hacer de mí lo que quisiera; pero Melsheimer, el cajero, le dijo que, si me mataba, los ciudadanos de Los Ángeles le obligarían a abandonar la ciudad. Le expulsarían sin contemplaciones de ninguna clase. Él pareció hacerle caso y entonces dijo que debía haber comprendido que mi suerte no era natural. Me quitó todo el dinero ganado y me echó de allí. Dijo que si dentro de cinco días no pagaba los ciento diez mil dólares que me había prestado, se apoderaría de mis haciendas, dejándonos a mí ya mi madre en la ruina.

—No está mal. Eso a usted no le gustaba; ¿verdad?

—No.

—Y por eso pensó que, ya que allí le habían robado, el mejor sitio para recuperar el dinero era la casa de La Grew. Aprovechó la noche en que él no estaba en la ciudad y, vistiéndose de
Coyote
, asaltó el garito.

—Sí.

—¿Por qué utilizó mi personalidad?

Palacios inclinó la cabeza. Como no contestara,
El Coyote
siguió:

—Fue porque estaba seguro de que al
Coyote
nadie se atrevería a hacerle resistencia, ¿no?

Palacios asintió con la cabeza.

—Si se hubiera usted presentado como un bandido vulgar, se habría encontrado con una oposición decidida; pero como
El Coyote
, cuando tira a matar, no falla disparo, todos los que estaban en la casa levantaron las manos y dejaron que la saqueara usted; pero… sólo recogió diez mil dólares. Le seguían faltando cien mil.

—Sí. Por eso… Por eso fui a ver a don César de Echagüe. Usted le había salvado en aquella ocasión en que todos creyeron que él era
El Coyote
. Pensé que don César no vacilaría en prestarme el dinero.

—Eso no se lo debiera yo perdonar. Abusó usted de un amigo mío. ¡Pobre don César! Aún no se debe de haber repuesto del susto. No hizo ninguna resistencia, ¿verdad?

—No.

—¿Y cómo llegó hasta él?

—Conozco la hacienda. Jugué muchas veces en ella, cuando era niño. No me costó nada llegar hasta su habitación. Le esperé y cuando llegó le pedí el dinero. No lo tenía; pero me dio una orden de pago para el señor Emigh.

—¿También estafó a mi amigo, el banquero Emigh?

—No sabía que fuese amigo suyo.

—Lo es porque le hice un favor, pero él debió de explicárselo, ¿no?

—Sí. Me facilitó las cosas y me entregó el dinero. Esta noche pude devolvérselo a La Grew y recuperé nuestras haciendas.

—Pero no se dio cuenta de que el dinero que robó a La Grew estaba manchado de tinta y… Melsheimer debió de conocerlo.

—Sí. Melsheimer creyó que yo era
El Coyote
y se lo dijo a Darby. Pero usted ya debe de saberlo, ¿no?

—Sí, sí —mintió
El Coyote
—. Está anotado en esta libreta.

Y mostró la de Darby, en la cual nada se decía acerca del dinero marcado. No explicó que él, en persona, había visto cómo de las temblorosas manos de Melsheimer caía la pluma sobre los billetes y los manchaba con la inconfundible tinta verde.

—Esta noche —siguió Palacios— fui a devolverle el dinero. La Grew se disgustó mucho; pero me entregó el documento firmado por mí. Hizo llamar a Melsheimer, y el cajero recogió los billetes que yo entregué. Luego, debió de ver las señales de tinta, y como Darby y él se conocían, Melsheimer pensó que se le ofrecía la oportunidad de ganar una parte del premio por la captura del
Coyote
. ¡Ojalá nunca hubiera adoptado el disfraz de usted! Cuando salí de casa del señor Emigh alguien disparó sobre mí. También debió de creer que yo era
El Coyote
.

—Es natural. Ahora cuénteme lo que ha ocurrido esta noche.

—A poco de volver yo de casa de La Grew, llegó el señor Darby. Dijo que necesitaba hablar conmigo en privado y le traje a esta habitación. Me dijo que yo era
El Coyote
, me expuso las pruebas que tenía contra mí y… y yo le confesé la verdad.

—Y luego le mató.

—¡No! ¡No! Él aseguró que me creía y dijo que Lehatzky podía resultar un… un pez tan sustancioso como
El Coyote
. Estas fueron sus palabras.

—¿Y no le dijo quién es Lehatzky?

—No. Se marchó hacia la Posada del Rey Don Carlos. Yo, no pudiendo resistir más, salí a que me serenase un poco el aire de la noche.

—Y de paso recogió la daga española que adornaba una de sus panoplias y con ella fue a asesinar a Darby para que no pudiera descubrir a nadie la verdad, ¿no?

—Ya sé que todo me condena; pero no fue así. Sólo di unas vueltas por los alrededores y volví…

—Entrando por la ventana, como un ladrón, o como alguien que tiene interés en que nadie pueda probar que ha salido de su casa.

—¡Dios mío! No, no. Le juro que no.

—Sus juramentos carecen de valor. ¿Cómo explica que fuese su daga la utilizada para matar a Darby?

—No lo puedo explicar.

—¿Cuándo le ha visitado Marian?

—Esta… Pero… ¿qué insinúa?

—Yo no tengo necesidad de insinuar nada. ¿Ha estado aquí esta noche la señorita O'Connor?

—Sí —musitó Palacios—. Vino a saber si podía pagar mi deuda. Se alegró mucho…

—¿Y estuvo en el salón donde guardan las armas antiguas?

—No puedo contestar… No quiero hacerlo. Lo que usted sospecha es monstruoso.

—Palacios: si no supiera más cosas de las que saben los que deberían juzgarle, no le ayudaría; pero sé mucho más, muchísimo más. Cuando usted estaba cometiendo locuras, yo le habría podido matar impunemente. No lo hice porque cuando un Palacios se lanza a hacer de
Coyote
, exponiéndose a que le cacen para cobrar el premio que se ofrece por su cabeza, es de suponer que le empujan unos motivos muy graves. Quería averiguarlos. Creo saberlos; pero es necesario que se busque eso que, en términos legales, se llama una «coartada». Si puede probar que esta noche, después de salir de casa de La Grew, estuvo usted en otro sitio, nadie le podrá acusar de nada.

—¿Qué «coartada» puedo buscar?

—Una mujer.

—¿Una mujer? No entiendo…

—Hace tiempo una mujer se sintió interesada por la fortuna o por la persona de don César. ¿Recuerda el caso? Aunque creo que no se hizo público y por lo tanto no puede conocerlo. En fin, vaya usted a ver a la señorita O'Connor y pídale que confiese que esta noche la ha pasado usted casi entera en… en su habitación.

—Eso sería destruir su buen nombre.

—Cuando una mujer ama de verdad, no le importa destruir su buen nombre. Además, el buen nombre que se pierde en una habitación, se recupera ante el altar. Una boda borra todas las manchas.

—Pero yo no puedo pedirle a Marian…

—Pídaselo. Y si ella, por lo que sea, no puede ayudarle, acuda usted a otra mujer.

—¿A qué mujer? ¿Qué otra puede sentir interés por mí?

—Cecilia Cañizares.

—Para mí es como una hermana.

—Pero ella no le quiere como hermano, sino como… En fin, haga la prueba. Y no vuelva a hacer de
Coyote
, porque si no es difícil conseguir un pelaje de coyote, en cambio, resulta casi imposible lograr lo que va dentro de la piel.

—Me ha salvado usted…

—Yo no le he salvado de nada. Ni pienso salvarle. Ya le he ofrecido una solución. Ahora póngala en práctica. Si no consigue que le ayuden Marian o Cecilia, creo que nadie le ayudará. Buenas noches. No pierda un momento. En cuanto a esa daga, entréguemela. Y deme también los pañuelos. Los necesitaré.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Palacios.

—Lo que debe hacer
El Coyote
. Usted ha sido
Coyote
. Debiera adivinarlo.

Sonriendo,
El Coyote
fue hacia la ventana, saltó por ella, deslizóse por la galería, y un momento después Jaime Palacios oyó el galope de un caballo que se alejaba de la casa.

Capítulo IX: Una mujer

Jaime Palacios fue hacia la ventana y, tras una breve vacilación, salió por ella y siguiendo el camino que antes utilizara, descendió al jardín y salvando el bajo muro, se encaminó hacia la Casa Azul. En aquella casa vivía Marian Louise O'Connor. Su padre la había adquirido aprovechando una oportunidad en que sus ambiciones de fortuna estuvieron a punto de realizarse. Luego consiguió salvarla del naufragio de sus negocios y en ella vivía ahora Louise O'Connor, con una tía suya irlandesa, gracias a cuya bondad la sobrina conservaba abierto el paso a las casas más notables de Los Ángeles. Sin embargo, su conducta le iba cerrando las puertas de las casas más importantes y llegaría el día en que hasta los californianos que mejores relaciones sostenían con el elemento extranjero y que por ello se veían obligados a aceptar unas normas morales en discordancia con las tradicionales, también la proscribirían de sus salones.

En La Casa Azul aún había luz cuando Palacios llegó ante ella. Acercándose a la ventana de la planta baja, que estaba iluminada, Jaime miró a través del cristal y vio a Marian sentada en un sofá.

¡Qué hermosa era! Su rojo cabello parecía fuego sobre nieve. Jaime hubiese permanecido horas enteras contemplándola; pero en Los Ángeles se estaba buscando al
Coyote
. Y
El Coyote
a quien trataban de cazar era el falso, no el verdadero.

La idea de la suerte que le aguardaba si no podía probar una coartada lanzó escalofríos de terror por la espina dorsal del joven. Al fin decidióse y llamó con los nudillos en el cristal. Marian Louise O'Connor levantó la cabeza y miró hacia la ventana. Luego, se acercó lentamente para identificar al que llamaba y al reconocer a Jaime sus labios se cerraron fuertemente.

—Hola —dijo, abriendo la ventana—. ¿Qué le sucede, señor Palacios?

—Marian…, necesito un gran favor. Tú puedes hacérmelo.

—Si es dinero… Pero creí que ya había resuelto usted su situación.

—Estoy en un grave peligro, Marian. Tú puedes salvarme, aunque tendrás que sacrificar algo.

El rostro de la mujer se endureció.

—No comprendo —dijo—. Y le advierto, señor Palacios, que es una imprudencia que estemos hablando así. Si alguien le ve…

—Déjame entrar. Te lo podré decir mejor…

—No —interrumpió Marian—. El buen nombre de una mujer es, según ustedes, los californianos, tan frágil como el más puro cristal. Un golpecito de nada puede romperlo.

—Se trata de mi vida —murmuró Jaime—. Han asesinado a un hombre y recaen sospechas sobre mí. Si tú quisieras decir que he pasado la noche… la noche a tu lado.

—¿Estás Joco, Jaime? —interrumpió Marian, prescindiendo del
usted
—. ¿Cómo se te ha podido ocurrir que yo debo destrozar mi buen nombre por ti?

—Es por salvar mi vida…

—Los hombres de verdad no necesitan que las mujeres les salven la vida. Se la salvan ellos mismos. Y, además, salvan y defienden a las mujeres. Creí que en la tierra de los caballeros, los hombres de más de ocho años eran incapaces de buscar protección entre las faldas de una mujer. Tal vez he confundido tu edad.

Jaime Palacios palideció mortalmente.

—Si te he pedido eso es porque estoy dispuesto a salvar tu honor casándome contigo.

—¡La gran boda! —Rió Marian—. Eres un gran partido, Jaime. Te andan buscando para ahorcarte y tú me ofreces… ¿qué? ¿Qué es lo que me ofreces? ¿La cuerda con la que te ahorcarán? Como amuleto no está mal, pero no me interesan los amuletos. No creo en ellos. Busca otro escondite. Márchate a Arizona o Tejas. Allí se esconden criminales y se las componen para ganarse la vida por si solos.

Jaime Palacios se sintió, de pronto, muy sereno. Tan sereno que soltó una fuerte carcajada.

—¿Qué te ocurre ahora? —preguntó Manan—. ¿Te va a dar un ataque de histerismo? Busca otro sitio…

—No —interrumpió el joven—. No me va a dar ningún ataque. Si me he echado a reír, es porque me siento feliz. Porque estoy alegre; porque he estado a punto de casarme contigo y… y ahora veo con qué clase de mujer me habría casado. No, Marian, no. No pienses que me perjudicas al negarme tu ayuda. En realidad, me haces un favor muy grande. Adiós. Sé que algún día lamentarás no haber pensado que… Pero tú no lo entenderías. No puedes saber que el amor que se da es mil veces mejor que el amor que se compra. Y yo he estado a punto de comprar tu amor.

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