Read Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (14 page)

Pero… ¿qué diablos había obligado a Irina a dar aquel paso?

Capítulo II: El mensaje de Irina

Odile Garson estaba sentada en el gran salón del rancho. ¡Qué bien vivía don César! La solidez de su fortuna se reflejaba en los muebles, en los cuadros, en los jarrones traídos de China, en los menores detalles. Había allí objetos que, si no entonces, por los menos dentro de unos años valdrían por sí solos más de lo que habían costado todas las tierras del rancho.

De cuando en cuando miraba hacia la puerta, junto a la cual permanecía inmóvil un criado de rostro bastante salvaje. Aún recordaba su escalofrío cuando, al dirigirle la palabra para preguntar si don César estaba muy lejos, el criado había respondido negativamente, y al ver que ella no comprendía, había abierto la boca, mostrándole la cortada lengua. ¿Quién habría cometido semejante salvajada?

Le habían traído una bandeja con un extraordinario plato, en cuyo centro había una abrazadera circular, en la cual se colocaba la jícara de oscuro chocolate. La muchacha que lo trajo le explicó el nombre de aquel plato. Era una mancerina, y con ella se evitaba que la jícara de chocolate corriera por todo el plato o se vertiese.

Tomó el chocolate, en espera de que regresase don César. Era curioso el carácter de aquellos californianos. En cuanto una entraba en su casa se desvivían por darle algo de comer o beber. No se podía pedir un vaso de agua a ningún campesino, porque el hombre se creía en la obligación de traerle, además, una botella de aguardiente, que, por su gusto, sería bebida entera. Y si no había aguardiente, agua con azúcar. Lo importante era ofrecer algo más de lo pedido.

El chocolate era muy bueno. Aún no había fábricas de chocolate en California y todo el que no llegaba de Méjico era elaborado en la misma casa. Irina había comido chocolate en otros lugares, pero ninguno le resultó tan agradable como aquél, disuelto en agua, sin ningún ingrediente extraño, pero con un aroma delicioso. Y aquel pan frito en aceite, crujiente por fuera y tiernísimo por dentro, superaba a las mejores muestras de la repostería civilizada.

De pronto Irina comprendió la verdad.

—Lo encuentro todo delicioso porque lo tomo en casa de él —se dijo.

Recordó a una amiga suya que ya debía haber estado de vuelta de todos los romanticismos y que, no obstante, la sorprendió un día hablándole de las verdes aguas de Hudson, junto al parque de la Batería. Y cuando ella le recordó que el barro que teñía las aguas del río en Nueva York no tenía nada de verde, la amiga había replicado: «Si algún día te enamoras, también verás verdes o azules las aguas del Hudson».

En aquel momento sonaron voces en el exterior y, a través de una de las ventanas, Irina vio cómo don César desmontaba ágilmente y se disponía a entrar en su casa.

—Me está latiendo el corazón como si yo fuese una chiquilla que espera las preguntas del profesor que debe examinarla.

—Ya puedes marcharte, Matías —ordenó una voz.

Irina se volvió hacia la puerta. El criado mudo acababa de inclinar la cabeza y ya se iba.

—¡César!

—¡Irina! ¿Qué haces aquí?

—He tomado el más delicioso chocolate que te puedas imaginar.

—Lo puedo imaginar fácilmente, porque yo lo tomo cada día —replicó don César.

—Por eso no puedes imaginártelo.

Irina entornó los ojos.

—¡Qué poco has cambiado desde que nos vimos la última vez!

—Para un viejo, eso es un halago. Lamento no poderte decir lo mismo.

—¿He cambiado? —preguntó, alarmada, Irina.

—Sí. Estás más hermosa que nunca.

¡Maldición! Irina sonreía como si aquel fuese el primer piropo que escuchaban sus oídos. ¡Cómo brillaban sus ojos! Diciendo cosas así no resolvería el problema que tanto le preocupaba. Se encontraría con que, al fin, no le iba a quedar otro remedio que casarse con Lupe y con Irina y hacerse mormón o mahometano.

—¿Por qué dices que eres viejo? Ni lo eres ni lo pareces.

Él debería decirle la verdad. Debería decirle que estaba enamorado de Lupe, que estaba rabioso porque ella quería casarse con otro a pesar de saber que él la amaba y que, además, era
El Coyote
.

—¡Hay tantas preocupaciones en alma!

—¿En tu alma o en tu corazón? —preguntó Irina.

—Aún no me has dicho a qué has venido —replicó don César, sin responder a la pregunta.

—A aumentar tus preocupaciones.

Aquello sí que era una gran verdad.

—Creía que te habías marchado definitivamente a Méjico.

—Sí. De allí vengo.

¿Qué barrera impedía a Irina quedarse en Méjico? En cuanto cruzaba la línea divisoria, algo la empujaba hacia atrás, echándola de nuevo en el camino de un hombre que estaba luchando por no enamorarse perdidamente de ella.

—¿Conoces al
Diablo
?

¡Qué preguntas hacen a veces las mujeres!

—Personalmente no le conozco, aunque me han hablado muchas veces de él.

—Viene hacia aquí.

—Todos los religiosos dicen que siempre está aquí y en todas partes.

Irina se echó a reír, mostrando una blanca y fresca dentadura.

—Eres el primer hispanoamericano que demuestra poseer sentido del humor. Ya sabes a quién me refiero.

—No sé nada, Irina. ¿A quién te refieres?

—Creo que se llama Juan Nepomuceno Mariñas. ¡
El Diablo
!

—¡Ah! ¿El bandido mejicano? ¿Te refieres a él?

—Sí; pero no es mejicano del todo. Nació en California. Cerca de Los Ángeles.

—Antes de ser diablo
El Diablo
era un ángel —sonrió don César. Luego murmuró—: ¡Juan Nepomuceno Mariñas! Recuerdo que a uno que se llamaba igual lo fusilaron en el fuerte Moore. Fue en mil ochocientos cuarenta y nueve.

—Era su padre.

—Ya recuerdo. Creí que el chico se había marchado con su madre a Méjico y que allí había iniciado una nueva vida.

—Sí, inició una nueva vida; pero en cuanto tuvo edad para manejar un arma de fuego se hizo bandido. Se convirtió en
El Diablo
.

Don César conocía las hazañas del famoso
Diablo
, aunque había ignorado hasta entonces que Juan Nepomuceno Mariñas fuera hijo del que a sí mismo se llamó «general Mariñas», organizador de una sublevación contra los yanquis al poco tiempo de la ocupación norteamericana. En aquella sublevación intervinieron los jóvenes de cabeza más caliente de la baja California. Don Goyo tuvo algo que ver con aquella. Sí, ya recordaba: le ofrecieron un puesto de general, y don Goyo, que ya se había librado milagrosamente de ser fusilado o ahorcado, rehusó la invitación. El complot fue descubierto. Mariñas, acorralado en un ranchito cerca de Los Ángeles, no quiso aceptar la oferta de rendición que le hicieron las fuerzas del general Kearny y siguió resistiendo con otros dos compañeros. Mató a tres soldados yanquis y a un oficial que se presentó con bandera de parlamento. Se creía que el disparo que mató al oficial partió de uno de los «cabezas calientes» que le acompañaban; pero cuando los soldados tomaron por asalto el rancho sólo Mariñas estaba con vida. Los otros dos habían muerto. En el consejo de guerra que les juzgó, Mariñas no rechazó ninguno de los cargos que se le hicieron. Le condenaron a muerte y al día siguiente fue fusilado.

La mujer de Mariñas estuvo presente en la ejecución. Y no fue sola, sino que llevó a su hijo, de quince años, para que viese cómo moría su padre y no olvidara nunca que los yanquis le habían «asesinado».

Juan Nepomuceno Mariñas murió como un héroe. Se negó a que le vendaran los ojos. La primera descarga del pelotón falló. Sólo una leve herida en un brazo. «Con semejantes tiradores no debierais haber ganado ninguna guerra», dijo, despectivamente, mientras la sangre corría por su brazo.

Don César ya conocía el misterio de aquel primer fallo de los tiradores. El misterio estaba en los ojos del «general Mariñas». Aquellos ojos miraban fijamente a los soldados, y a un soldado le es muy difícil disparar contra un hombre que le está mirando. Por eso se venda los ojos a los reos. O por lo mismo se les coloca de espaldas al pelotón. Se trata de dar a los tiradores la impresión de que disparan contra un objeto. Una simple venda ante los ojos convierte a un hombre en un objeto contra el cual se puede tirar. Hace falta tener los nervios muy bien templados para matar a un hombre inerme, que mira fijamente a sus verdugos. Por eso, cuando no hay verdadero odio en los ejecutores, si el reo no se deja vendar los ojos, casi nunca muere de la primera descarga. Mariñas cayó fulminado por la segunda, porque sus palabras despertaron el rencor de los hombres que le observaban por encima de sus fusiles.

El hijo de Mariñas salió del campo de tiro del fuerte con los ojos llenos de lágrimas. Su madre, en cambio, iba con las pupilas secas y llenas de odio. Ella se encargaría de que su hijo no olvidara nunca lo que había visto.

Y no lo había olvidado. En el revuelto Méjico de los años que siguieron al tratado de Guadalupe Hidalgo surgió un hombre que se hacía llamar
El Diablo
. De bandido se convirtió en patriota cuando Maximiliano subió al trono de la antigua Nueva España. Traficó en armas a favor de la Confederación para perjudicar al Norte; pero odiaba tanto a los generales del Norte como a los del Sur. Quizá más a éstos, porque la mayoría de ellos habían ganado honores y ascensos en la guerra contra Méjico. Varias veces asoló las poblaciones fronterizas, aprovechándose de que no estaban defendidas.

Sirvió a las órdenes de Juárez para derribar a Maximiliano y después de esto permaneció algún tiempo inactivo. Pero no tardó en formar una banda que en algunos momentos llegó a constar de más de mil hombres. Con ellos atacó salvajemente a los tejanos instalados en las márgenes del río Nueces. Los rurales le persiguieron sin descanso; pero aunque algunas veces le obligaron a batirse en retirada, los resultados prácticos de la lucha fueron siempre favorables al
Diablo
, cuya última hazaña en Tejas fue copar a una partida de cincuenta rurales, que se entregaron para salvar sus vidas y que media hora más tarde fueron ahorcados de unos cuantos árboles, en cuyos troncos quedó, como firma de la sentencia, una «D» tallada en ellos.

Después de esto, el gobierno federal envió cinco mil soldados a aquella sección
El Diablo
refugióse en Méjico, donde las autoridades le protegieron encubiertamente, desoyendo las reclamaciones que desde Washington hacía el general Grant. Creíase que
El Diablo
había desistido ya de seguir molestando a los norteamericanos, pero…

—¿Viene solo? —preguntó don César.

—No. Vendrá al frente de su banda.

—¿A Los Ángeles?

—Sí.

—¿A qué?

Irina se encogió de hombros.

—Supongo que a nada bueno.

—¿Por qué viniste a avisarme?

—Si
El Diablo
viene como bandido, los ricos corréis el peligro de dejar de serlo.

—Desde luego. ¿Fue Mariñas quien te dijo que iba a venir?

—No… —Irina vaciló. Por fin rectificó—. Sí, fue él.

Don César se pasó una mano por las mejillas.

—¿Eres amiga suya?

—Está enamorado de mí. Muy enamorado.

Aquella podía ser una solución para el problema.

—¿Y tú de él?

Irina movió negativamente la cabeza.

—Yo, no.

El problema quedaba sin resolver.

—¿Por eso le traicionas?

—No traiciono, porque nunca he prometido fidelidad al
Diablo
—dijo Irina—. ¿Dónde está Guadalupe?

Durante unos minutos, don César miró silenciosamente a la mujer. Al fin inquirió:

—¿Por qué preguntas eso?

Irina se encogió de hombros.

—Me habría gustada verla. Me han hablado mucho de Guadalupe y de sus virtudes.

—No está en casa ¿Quién te habló de ella?

—Fray Jacinto. Está desolado porque yo haya descubierto la verdad acerca del
Coyote
. Él hubiese querido que Guadalupe y tú os casarais.

—Yo también lo deseo.

Irina inclinó la cabeza. Don César temió que se echara a llorar. Pero la mujer se contuvo o acaso no sentía verdaderos deseos de llorar.

—¿La amas mucho? —preguntó al fin.

—Lo suficiente para desear que sea mi esposa.

—¿La esposa de don César?

—Sí.

—¿Y también la del
Coyote
?

—¿Por qué haces esas preguntas?

—Por curiosidad. Las mujeres somos muy curiosas. Ya te lo dije una vez. Sin embargo, creo haber oído algunos rumores acerca de una próxima boda. ¿Es contigo con quien se casa Guadalupe?

—No.

Irina quedó desconcertada. En seguida trató de reaccionar, preguntando:

—Pues… ¿con quién se casa?

—Con Gregorio Paz, el hijo de un rico estanciero.

—¿El hijo de don Goyo?

—Sí. ¿Cómo conoces ese nombre?

—Don Goyo es un hombre muy famoso —replicó Irina, tratando de decirlo indiferentemente, pero don César tuvo la seguridad de que no había indiferencia en ella—. Se le conoce en toda California. Es famoso por su mal genio y por su carácter imperioso… ¿De veras se casa Guadalupe con su hijo?

—Sí. Es decir, se casará si no ocurre nada que lo impida.

Irina sintió un escalofrío. ¿Qué debía hacer? Si explicaba la verdad a don César, los planes del
Diablo
se vendrían abajo. Si no lo decía,
El Diablo
evitaría lo que ella no deseaba que se evitase. Unas palabras bastarían para que don Goyo y su hijo huyeran de Los Ángeles, poniéndose fuera del alcance de Juan Nepomuceno Mariñas antes de pensar en boda alguna. En cambio, si callaba,
El Diablo
esperaría el momento oportuno y… tampoco se celebraría la boda.

—¿Qué te ocurre? ¿En qué estás pensando?

—No sé… No me preguntes nada. Es natural que me trastorne el oírte decir que deseas casarte con otra mujer.

—Aquella noche, en Sacramento, no me esperaste
[7]
. ¿Por qué has vuelto si creías que era mejor que no nos viéramos nunca más?

—Ya sabes la verdad, pero no creo sea agradable para un hombre…, para caballero, oír que una mujer se le declara. Te amo. Por eso he vuelto. Pero lo quiero decir.

—Ya te he dicho que amo a Guadalupe.

—No la amas. No puedes amar a mujer como ella. Si pudieses amarla te habrías dado cuenta de ello hace muchísimo tiempo. ¿O es que lo has comprendido al saber que ella se iba a casar otro?

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