Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (21 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Weaver escuchó atentamente las noticias que le llevaba el bandido.

—¿Estás seguro de que se trata del
Coyote
? —preguntó.

—Segurísimo.

Weaver sonrió.

—Buen enemigo para
El Diablo
—comentó—. Yo creí que eso del
Coyote
era una fantasía debida al sol de California; pero tu cabeza me hace suponer que existe.

—¿Qué dirá el jefe cuando lo sepa? —preguntó el inquieto bandido.

—No hay ninguna necesidad de que se entere —replicó Weaver—. Si tú no dices nada, yo tampoco hablaré.

—Pero
El Coyote
comunicó a Monterrey —dijo el hombre.

—Sin duda avisaría a las autoridades del presidio —dijo Weaver—. Es seguro que enviarán fuerzas hacia aquí; pero no es probable que lleguen antes de veinticuatro horas. Ya tomaré mis medidas.

Al quedarse solo, Harley Weaver sonrió cruelmente. Pronto se le presentaría la soñada oportunidad de deshacerse de su jefe y apoderarse del tesoro de la banda.
El Diablo
había reunido una fortuna inmensa. Sólo dos personas conocían el emplazamiento exacto del escondite. Una de aquellas personas era Mariñas. La otra, su lugarteniente.

«El día que sepa que le han ahorcado me apoderaré del tesoro» —decidió Weaver. Luego acabó de madurar el plan para que
El Diablo
fuera ahorcado cuanto antes.

*****

Ricardo Yesares ayudó al
Coyote
a quitarse el traje y a recobrar la personalidad de don César.

—Ya está todo arreglado —le dijo éste—. Subiré a descansar un rato. Estoy seguro de que mañana a estas horas
El Diablo
habrá salido de Los Ángeles.

—¿Y Guadalupe? —preguntó Yesares.

Don César sonrió.

—Su noche nupcial no ha sido como ella esperaba. No es corriente que en una noche así el novio salga a perseguir ratas.

—Pero ¿es válido un matrimonio como el que se ha celebrado?

—Creo que sí.

—¿Y si ella quisiera anularlo?

—¿Por qué ha de quererlo?

—Mi mujer asegura que Guadalupe no aceptará un matrimonio así. En eso las mujeres entienden más que los hombres.

Cuando don César entró en el cuarto donde les había hecho encerrar
El Diablo
, comenzaba a amanecer. Guadalupe estaba sentada en un sillón y envuelta en una manta. No dormía. Sus hermosos ojos expresaron alivio al ver a don César; pero en seguida se apagó aquella expresión y se endurecieron un poco. Pasada la inquietud, convencida de que a su marido —¡qué rara sonaba la palabra «marido» aplicada a don César, mejor dicho, a César!— no estaba muerto ni herido, volvía al rencor. ¿Dónde habría estado? ¿Acaso en la habitación de aquella mujer? Al pensar en la princesa Irina, Guadalupe se puso más sería. No, aquélla no había sido la noche de bodas que ella soñara. ¿Por qué no podía don César haberse olvidado por ella de que además de ser don César de Echagüe, era
El Coyote
? No, decididamente, jamás le podría perdonar semejante ofensa.

—¿Por qué no te has acostado, Lupita? —preguntó César.

—He descansado bien aquí —replicó la mujer.

—¿No quieres acostarte ahora?

Ante semejante pregunta los ojos de Guadalupe llamearon. Su respuesta fue un eco:

—No. No quiero acostarme.

César se encogió de hombros.

—Como quieras. Yo vengo rendido de tanto trabajar. Necesito dormir un poco.

Dejóse caer vestido en la cama, bostezando ruidosamente.

*****

Irina tampoco pudo dormir. Desde que
El Coyote
desapareciera de su cuarto, su cerebro no había hecho más que formular preguntas:

¿Era don César
El Coyote
?

Sí. Ella lo había comprobado por sí misma.

Pero
El Coyote
había demostrado, también, que era muy diestro en el arte de alterar sus facciones por medio del maquillaje. En tal caso, ¿era realmente el rostro de don César el que ella había visto al quitarle el antifaz?

Lo único que se podía afirmar era que «parecía» don César y que admitía serlo, pero… ¿y si todo había sido un disfraz atrevido para engañarla? Claro que luego ella había hablado con el propio don César en el rancho de San Antonio; pero esto no quería decir que hubiera hablado con el verdadero don César. Tal vez fue
El Coyote
el hombre que acudió a casa de don César y se hizo pasar por él en su entrevista.

Por fin, Irina tomó una decisión. Saliendo de su cuarto recorrió los oscuros pasillos, pasando ante los centinelas que los guardaban, y llegando, por fin, ante el cuarto de los novios…

—No se puede mirar ni escuchar —dijo uno de los centinelas, cerrando el paso a Irina—. Son órdenes del jefe.

En aquel momento se oyó un prolongado bostezo. Los centinelas se miraron y cambiaron un guiño de ojos.

—Mala noche debe de haber pasado el novio —rió uno.

—Peor la hemos pasado nosotros —replicó otro, agregando luego—: ¡Y sin compensaciones!

Irina se alejó hacia su habitación. Don César de Echagüe estaba con su esposa. No había salido del dormitorio.

¡Aquella duda era terrible! Ya no sabía si amaba al
Coyote
, a don César o a un hombre de cuya identidad no tenía la menor idea. Incluso podía tratarse de un fantasma.

Capítulo VIII: El juicio contra los Paz

Juan Nepomuceno Mariñas acudió a abrir la puerta del cuarto de los novios. Encontró a Guadalupe ya levantada y a don César durmiendo como un tronco. Al fin consiguió despertarle, preguntándole en seguida:

—¿Me está agradecido por el favor que le he hecho?

—¿Favor? —Don César bostezó—. ¡Ah, sí! Claro, muy agradecido.

—Seguro que no esperaba tener tanta suerte, ¿no?

—Oiga, señor
Diablo
—intervino Guadalupe—: cuando necesitemos oír tonterías le haremos llamar. ¿Quiere salir de este cuarto?

Juan Nepomuceno Mariñas se echó a reír.

—¡Cuánto genio tiene la novia! Don César, yo me impondría lo antes posible; porque si se entretiene va a ser ella quien lleve los pantalones. Ahora no olvide que tiene que acompañarme al juzgado para el juicio contra los Paz. Ya lo retrasé ayer para que tuviera ocasión de casarse. Ahora no me haga perder más tiempo.

—Voy en seguida; pero, mientras tanto, salga de mi habitación —pidió don César.

Cuando se cerró la puerta, don César saltó de la cama. Indudablemente,
El Diablo
se habría extrañado mucho de verle vestido y habría comenzado a dudar acerca de lo acertado de su intervención en aquel asunto.

A las diez de la mañana don César bajó al vestíbulo, donde esperaban Weaver y Mariñas. También esperaba un grupo de hombres, entre los cuales figuraban Teodomiro Mateos —el jefe de policía—, el alcalde Velasco, Telesforo Cárdenas y Luis María Olaso, así como los principales hacendados de Los Ángeles.

—Aquí tiene a sus compañeros de jurado, don César —presentó Mariñas—. Ya están dispuestos para la prueba. En marcha.

Siempre hay público para todos los espectáculos, y para aquél no faltó; por el contrario, fueron muchos los ciudadanos que tuvieron que permanecer en la calle sin poder presenciar el juicio que los dueños interinos de Los Ángeles iban a celebrar contra los Paz.

Juan Nepomuceno Mariñas se había mostrado tan alegre, tan «buen hombre» y tan cordial, que don César casi había estado a punto de olvidar que por algo le llamaban
El Diablo
. No obstante, cuando se sentó en el puesto destinado al juez, en tanto que los forzados para el jurado se instalaban de mala gana en sus asientos, rodeados de hombres armados con rifles y revólveres, su aspecto perdió toda su jocundidad y en sus ojos empezó a arder una llama que un odio muy viejo había encendido.

Del fuerte Moore fueron bajados los dos presos. Don Goyo marchaba más altivo que nunca. En cambio, su hijo había perdido todo dominio de sí mismo. Esto hizo sonreír duramente a Mariñas.

No se siguió ningún trámite legal, y los miembros de aquel jurado preguntáronse para qué los habían obligado a asistir al juicio, desde el momento en que, encarándose con los dos presos, el jefe de los bandidos empezó:

—Sin duda os preguntaréis de qué se os acusa, ¿verdad?

Don Goyo guardó un digno silencio. Su hijo se atragantó al querer replicar algo y, por último, la furiosa mirada de su padre le contuvo.

—Os lo voy a decir —siguió Juan Nepomuceno Mariñas—. Hace veintiún años, mi padre, el general Mariñas, se sublevó contra la dominación yanqui. Preparó un plan audaz y pidió la colaboración de un hombre que, por su prestigio, debía de haber colaborado con él; pero no ocurrió así. Aquel hombre, en vez de ayudar a la causa de su patria, traicionó a sus amigos, denunciándoles a los yanquis, quienes pudieron hacer abortar la rebelión y detuvieron a los jefes importantes. Entre ellos, como jefe principal, estaba mi padre, que fue condenado a muerte y ejecutado. Yo presencié aquella ejecución y juré vengar a mi padre, no en los que le mataban materialmente, sino en aquellos que le denunciaron. Y como sólo había una persona que conociese los planes del general Mariñas, y esa persona era don Goyo Paz, ahora yo le condeno a morir como murió mi padre, o sea, fusilado en el campo de tiro del fuerte Moore. La sentencia se cumplirá en seguida. ¿Tiene algo que objetar?

Don Goyo miró despectivamente a Mariñas.

—No tengo nada que decir porque tú lo interpretarías como una petición de piedad. Y eso no pienso hacerlo. No te daré el gusto de pedirte que me perdones la vida, porque eso no lo conseguirás de mí. Podrás asesinarme, pero no oírme suplicar.

—¿Ni por su hijo? —preguntó Mariñas, inclinándose hacia él.

—Suplicar por mi hijo sería como suplicar por mí.

—Pero… yo no tengo ninguna culpa —tartamudeó Gregorio Paz, mirando a su padre.

—Llevas la sangre de los Paz y eso es más que suficiente —dijo Mariñas. Luego, volviéndose hacia el jurado, preguntó, irónicamente—: ¿Está el jurado de acuerdo con el veredicto?

Como nadie respondiera, don César ahogó un bostezo y poniéndose en pie anunció:

—Sí, estamos de acuerdo con todo y sentenciamos al acusado a que mañana por la mañana, a la salida del sol, sea fusilado.

—¿Por qué mañana por la mañana? —preguntó
El Diablo
.

—Porque así es como se hace en todos los sitios del mundo. Se da a los reos tiempo de ponerse a bien con Dios y de pasar una última noche en la tierra.

—Pues yo no entiendo de eso —replicó Mariñas—. Lo más que puedo hacer es fusilarlo a las cinco de la tarde. Queda dictada la sentencia. Se les dará tiempo para que se pongan a bien con Dios y con quien quieran. Se levanta la sesión.

Los espectadores del rápido juicio salieron bastante defraudados. Se esperaba una discusión acalorada por parte de don Goyo, y fueron muy pocos los que comprendieron que el orgullo no permitía al hacendado humillarse ante su improvisado juez. Los presos fueron entregados a Weaver, quien los condujo al fuerte Moore, regresando, después, a la posada del Rey Don Carlos.

Capítulo IX: La traición de Harley Weaver

El lugarteniente del
Diablo
entró en su habitación tan convencido de que estaba vacía que, por un momento, creyó que sus ojos le engañaban y que el enmascarado que le aguardaba sentado en un sillón y sosteniendo un revólver era fruto de su imaginación y no figura de carne y hueso. Sin embargo, no tardó en comprender la verdad y en adivinar el nombre de su indeseado visitante.

—¡
El Coyote
!

Y como el enmascarado no replicase, agregó:

—¿Qué… quiere de mí?

No intentó empuñar el revólver. Era hombre diestro en su manejo; pero conocía la fama del
Coyote
y, además, hubiese tenido que luchar con un hombre que tenía la ventaja de empuñar ya su Colt.

—¿Cómo adivina que quiero algo de usted? —preguntó
El Coyote
.

Weaver se encogió de hombros.

—No creo que haya venido sólo a matarme.

—Ni siquiera deseo matarle, si secunda mis planes —respondió
El Coyote
.

—Hable.

—Quiero la libertad de don Goyo y de su hijo.

—¿Desde cuándo emplea
El Coyote
esos medios tan poco vistosos?

—Me importa más la eficacia que la vistosidad, Weaver. Usted puede hacer huir a don Goyo y a su hijo.

—¿Exponiéndome a que me fusilen en su lugar?

—Es usted demasiado listo para que le ocurra una cosa semejante. Pero si se niega a hacerlo,
El Diablo
recibirá ciertos informes acerca de usted. Y esos informes serán suficientes para que se le fusile o se le ahorque, o, simplemente, se le mate a tiros o a palos.

—¿Puede darme un ejemplo de esos informes?

—Se los daré completos. En la cuadra de esta posada hay una galera cargada de botín. La puerta está asegurada con unas cadenas y unos candados. Las llaves de esos candados están en poder de usted.

—¿Y qué?

—Nada más. Sólo que el millón y pico de pesos que se guardaban en esa galera, han desaparecido.

Weaver permaneció impasible.
El Coyote
prosiguió:

—Esa desaparición sólo puede achacarse a una persona, y en cuanto su jefe se entere de ella, la vida de esa persona no valdrá ni dos centavos falsos. ¿Quiere que le haga decir al
Diablo
que el tesoro encomendando a la custodia de su lugarteniente ha desaparecido?

—¡No es posible!

—¿El qué? —Sonrió
El Coyote
—. Se refiere a la desaparición, a la posibilidad de que
El Diablo
sea informado, o bien a la violencia y fulminante justicia de su jefe.

—¿Ha sido usted quien ha robado el tesoro?

—Claro. Pero no lo he robado. Sólo quiero devolvérselo a sus dueños.

—Le diré a Mariñas que usted es el autor del robo.

—¿Y le dirá, también, que sabiendo que yo había avisado a las fuerzas militares de Monterrey no le ha advertido?

Weaver palideció.

—No diré nada —murmuró, al fin.

—Eso ya es más sensato. ¿Pondrá en libertad a don Goyo y a su hijo?

—Sí.

—No olvide que se lo manda
El Coyote
; y que si se puede huir de la venganza del
Diablo
, en cambio es completamente imposible huir de la mía.

—Ya lo sé; pero deberá dejar en mis manos el medio para poner en libertad a esos hombres.

—Está bien. Hágalo como desee; pero hágalo. Quiero que salgan vivos de la prisión y que lleguen vivos a su casa. Ahora, salga de esta habitación y vuelva a entrar.

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