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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (9 page)

Nos sentamos todos a una gran mesa en el lúgubre salón que hacía de comedor común en la posada, con mi hermana ligeramente encorvada hacia un lado. Maya ya se asustó lo suficiente con lo que vio entre la tripulación del barco que nos llevó al norte dejando atrás Italia; se negó a volver sola a Ostia. Nunca se había alejado más de treinta kilómetros de Roma. Cuando llegamos a la Galia, ella no tenía una verdadera idea de cuántos kilómetros de aburrimiento quedaban todavía. Seguía pensando que iba a volver a casa al cabo de unas pocas semanas. Tendríamos suerte si en ese tiempo conseguíamos llegar a Britania.

Helena «encontró» una carta de Mario, «escondida» en su equipaje, que explicaba que habían sido los niños quienes habían decidido mandar a su madre lejos para que estuviera segura. Maya pensó que Petronio Longo debió de haberles ayudado y que todo era una conspiración para robarle a los niños, ya que entonces los suyos estaban con Silvia. Maya se pasó todo el viaje sentada por ahí planeando cómo envenenarlo con sangre de sapo. Nosotros dejamos de intentar incluirla en nuestras conversaciones.

—Nuestro tío Gayo me ha mandado información sobre la zona y el proyecto —dijo Helena con tono de eficiencia—. Vosotros dos, chicos, no llegasteis a conocerle. Pensad que esto lo expone un entusiasta y experto administrador que posee grandes conocimientos sobre su provincia e insiste en contároslo todo.

Gayo Flavio Hilaris estaba casado con su tía, una mujer inteligente y callada llamada Elia Camila. En esos momentos él estaba a punto de finalizar un largo período como procurador financiero en Britania. Por lo que nosotros sabíamos, no tenía intención de volver a Roma al retirarse. Era un provinciano nacido en Dalmacia, por lo que Roma tampoco había sido nunca su lugar de residencia. Trabajaba como un perro y era completamente honrado. Tanto a Helena como a mí nos caía muy bien.

—Imaginad que Britania es un triángulo —Helena tenía una carta en la mano tan bien estudiada que apenas se remitía a ella—. Nos dirigimos hacia el medio de la larga costa sur. En los demás sitios hay altos acantilados de piedra caliza, pero en esa zona hay una costa poco empinada con fondeaderos fiables en algunas ensenadas. Hay, además, algunas corrientes y marismas, pero también lugares boscosos para cazar y suficiente terreno de cultivo para atraer a los colonos. Las tribus han bajado hasta allí pacíficamente de sus poblados fortificados. Noviomago Regnensis, el nuevo mercado de las tribus del reino, es una nueva ciudad creada según ese modelo moderno.

—¿Qué es lo que la diferencia de cualquier otra capital tribal? —preguntó Eliano.

—Togidubno.

—¿Y qué es lo que le hace a él especial?

—¡Poca cosa! —dije con un gruñido.

Helena me lanzó una mirada que simulaba ser severa.

—Unos orígenes apropiados y amigos poderosos. —Con su aspecto serio unido a su tono ligero, era capaz de hacer que los hechos más sencillos sonaran satíricos.

—¿Me presentaría a sus amigos? —dijo Justino con una sonrisa burlona.

—¡Nadie con un poco de buen gusto dejaría que te acercaras a sus amigos! —bramó Eliano.

—¿Togi tiene buen gusto?

—No, sólo amigos influyentes y mucho dinero —contesté.

—Puede que tenga un gusto exquisito —murmuró Helena—. O puede que se limite a contratar asesores que entiendan de estilo. Él puede recurrir a cualquier tipo de especialista…

—Que cobre unos honorarios astronómicos y sepa cómo despilfarrarlos —refunfuñé—. Y luego Togi consigue que nuestro emperador, conocido por su frugalidad, corra con todos los gastos. No me extraña que Vespasiano me quiera allí. Apostaría a que las facturas de ese bonito pabellón hará falta inspeccionarlas a distancia con unas tenazas de herrero.

Helena Justina era una muchacha obstinada. Sólo con un ligero tintineo de sus brazaletes como reproche hacia mí, intentó reafirmar el sentido común. Había demasiados prejuicios irritantes que galopaban en el interior de ese grupo de exhaustos viajeros.

—Togidubno hizo de puente en la transición durante la cual la Britania bárbara se convirtió en una nueva provincia romana. Hace treinta años, su tribu, los atrebates, tenían un viejo rey, llamado Verica, al que presionaban sus rivales, los temibles catuvellauni, que estaban saqueando toda la zona sur del interior.

—Unos tipos guerreros. —Destacaron en la Gran Rebelión cuando yo estuve allí—. Saben mucho de odios e invasiones. Boadicea no era su reina, pero galoparon detrás de ella con garbo. Los catuvellauni seguirían hasta a un escarabajo del estiércol en la batalla si les guiaba hacia la tierra cultivable y de pastos de otra tribu o, mejor todavía, a rebanar cabezas romanas.

Helena agitó el brazo para hacerme callar.

—Un enorme sistema de trincheras cavadas en el suelo protege el área del Noviomago de los asaltos de las cuadrigas —continuó diciendo—. No obstante, en el reino de Claudio existía preocupación; Verica recurrió a los romanos para que le ayudaran a combatir los problemas. Fue entonces cuando Togidubno, que quizá ya había sido elegido para asumir el poder como rey, conoció a un joven comandante romano en su primer destino, llamado Tito Flavio Vespasiano.

—¿Así que los invasores desembarcaron en este lugar? —Justino ni siquiera había nacido cuando los detalles de la descabellada empresa britana de Claudio llegaron e inundaron Roma. Ni yo mismo podía recordar el alboroto.

—Una primera ofensiva tuvo lugar en la costa este —dije—. Muchas de las tribus que se oponían a nosotros se agruparon alrededor de su sanctasanctórum, un lugar llamado Camuloduno, al norte del Támesis. Aunque no sirvió de nada; los atrebates facilitaron nuestra toma del poder. Fue mucho antes de mi época, pero supongo que deben de haber establecido otra base de desembarque, más segura, para las tropas. Sí es cierto que cuando la legión de Vespasiano se desplazó al oeste para conquistar las tribus de ese lugar, operó fuera de lo que ahora es Noviomago.

—¿Qué era entonces?

—Seguramente un puñado de chozas en la playa. La Segunda Augusta habría levantado barracones sólidos, almacenes y graneros… pero entonces empezaron con el sutil sistema de prestarle constructores romanos y buenos materiales al jefe de la tribu. Ahora éste quiere revestimientos de mármol y capiteles corintios. Y para mostrar su benevolencia hacia los pueblos que están a su servicio, Vespasiano paga.

—El hecho de tener una base amiga cuando tu ejército echa el ancla en un territorio remoto y hostil influiría bastante. —Justino lo resolvía todo. Se movió, inquieto. Unas astillas del tosco banco en el que estábamos sentados atravesaban la lana de su túnica.

—Y Togidubno no tardó en ofrecer cerveza y tortitas —dijo Eliano con desdén—. ¡Con la esperanza de obtener una recompensa!

—Agradeció la oportunidad de ser romanizado —corrigió Helena con moderación—. El tío Gayo no lo dice, pero hasta podría ser que Togidubno fuera uno de los hijos jóvenes de los jefes tribales que se llevaron a Roma.

—¿De rehén?

—Como invitado distinguido —le recriminó su hermana. De su familia, era ella la que tenía tacto.

—¿Para civilizarlo?

—Para instruirlo.

—¿Para malcriarlo hasta que perdiera el juicio?

—Para exponerlo a las refinadas ventajas de nuestra cultura.

—A juzgar por su deseo de hacer una réplica del Palatino —me uní a las cínicas impertinencias—, está claro que Togi ha visto la Casa Dorada de Nerón. Ahora quiere un lugar igual que ése. Da la impresión de ser uno de esos principitos que fueron criados en Roma y luego enviados de vuelta a su tierra como aliados corteses que sabían cómo doblarse la servilleta en un banquete.

—¿Cómo es de grande esa casa de fantasía que le van a dar? —preguntó Eliano.

Helena sacó un esbozo de un plano de la carta de su tío. Hilaris no era un artista, pero había incluido un indicador de la escala.

—Tiene cuatro largas alas. Unos ciento cincuenta metros en cada dirección…, además de jardines de recreo por todos lados, adecuados complejos de edificaciones anexas, huertos, etcétera.

—¿Está situada en la ciudad?

—No. Se encuentra exageradamente apartada de la ciudad.

—Entonces, ¿dónde vive él en estos momentos?

Helena, prudente, consultó su documento.

—Primero ocupó una vivienda de madera junto a la base de suministros…, de estilo provincial, pero de enormes dimensiones. Tras el éxito de la invasión, Claudio o Nerón mostraron su gratitud imperial; entonces el rey se hizo con un gran complejo de albañilería al estilo romano para demostrar lo rico y poderoso que era. Todavía está allí. Ahora que ha demostrado ser un aliado incondicional de nuevo en crisis…

—¿Quieres decir que apoyó la tentativa de Vespasiano para ser emperador?

—No se opuso —respondí con adustez.

—¿Las legiones en Britania eran sospechosas? —hasta Eliano debía de haber hecho los deberes.

—La Segunda, la antigua legión de Vespasiano —mi legión—, siempre lo apoyó. Pero había un gobernador poco competente y las otras legiones se comportaron de manera extraña. Echaron al gobernador; en realidad, ellos mismos dirigieron Britania con un consejo militar…, pero no estamos hablando de amotinamiento. Aquel tiempo era una época de guerra civil. Después, se tacharon de los documentos toda clase de peculiaridades y se olvidaron de ellas con discreción. En cualquier caso, ésa era la clase de provincia chiflada que siempre ha sido Britania.

—Si las legiones flaqueaban, hasta la lealtad poco entusiasta de un rey sería una ventaja —añadió Justino—. Para Vespasiano debió de suponer tranquilidad y propaganda.

—A juzgar por las dimensiones del
honorarium
de Vespasiano, él sí que cree que Togidubno estuvo encantado de verle como emperador —decidió Helena—. Quizá no parezca probable que sean amigos, pero tanto Vespasiano como Togidubno eran unos jóvenes que intentaban sacar tajada juntos en esos días de la invasión. Vespasiano ha basado toda su vida política en su éxito militar de entonces; Togidubno subió al poder después del anciano Verica. Adquirió la posición de un aliado respetado y, por unos u otros medios, consiguió unas riquezas sustanciales.

—¿Cómo…?

—No preguntes de dónde viene el dinero —intervine.

—¿Lo han sobornado? —Fuera como fuera, Justino tenía que soltar esa calumnia.

—Cuando conquistas una provincia —le explicó su hermano—, hay algunas tribus a las que las catapultas les lanzan grandes rocas en el culo, mientras que otras son cortésmente recompensadas con generosos regalos.

—Supongo que los respectivos beneficios económicos han sido calculados cuidadosamente por generaciones de actuarios de palacio. —Justino todavía sonaba mordaz.

Yo esbocé una sonrisa burlona.

—Las pobrecitas tribus pueden decidir por ellas mismas si optar por una jabalina en las costillas y la violación de sus mujeres o por carretadas de vino, bonitas diademas de segunda mano y una delegación de ancianas prostitutas de Artemisa montando un establecimiento en la capital tribal.

—¡Todo en nombre del progreso y la cultura! —se quejó Justino con brusquedad.

—Los atrebates se consideran progresistas, así que se quedaron con el botín.

—Vespasiano no es un sentimental —concluyó Helena—, pero debe recordar a Togidubno de esa época especial de su propia juventud. Ahora los dos son mayores, y los ancianos se ponen nostálgicos. Y vosotros tres, esperad y veréis. ¡Espero estar ahí para veros a todos hablar sobre los viejos tiempos!

Yo esperaba que sí estuviera. Casi se lo dije un día que empecé a soñar despierto y a hacerme ilusiones; la última cosa que yo querría sería una fría y húmeda casa con frescos en Britania. ¡Pero nunca se sabe!

Justino se hizo con el plano de la gran casa nueva del rey. Se lo quedó mirando con toda la envidia de un hombre recién casado que se alojaba en casa de sus padres. Los celos dieron paso a una expresión más distante de sus ojos oscuros. No creí que nuestro héroe sentimental, siendo un cínico, sintiera nostalgia de su novia bética de hacía sólo unos meses, Claudia Rufina.

Claudia no nos acompañaba en ese viaje. Era una chica que se apuntaba a todo, pero le habían hecho creer que Justino volvería a Roma. Él posiblemente la convenció para que se quedara esperando. Estuve un rato observándolo, pensativo. En algunos aspectos lo conocía mejor que su familia y sus amigos; ya había viajado antes con Quinto Camilo Justino en una peligrosa misión entre las tribus bárbaras. Cuando se ponía nostálgico, había una belleza inalcanzable e idealizada que le abarcaba los pensamientos. En Britania encontraríamos mujeres de cabellos dorados que se parecerían a esa mujer de Germania que todavía aparecía en sus sueños.

Eliano, al ser soltero, tenía derecho a disfrutar de todas las cosas placenteras del viaje, incluidas las románticas. En lugar de eso, él mismo se designó como el hombre con sentido común que dirigía nuestro espectáculo. Por ello, en esos momentos miraba con asombro la enorme factura del dueño de la posada.

Helena subió al piso de arriba para dar de comer al bebé y preparar a Julia. Formábamos un grupo lo bastante numeroso como para apropiarnos de un dormitorio entero la mayoría de las noches. Yo prefería mantener unida a mi cuadrilla y no dejar entrar a ladrones desconocidos de mirada enajenada. Las mujeres aceptaron con calma que tuviéramos que compartir el alojamiento, aunque a los chicos al principio les escandalizó. La intimidad no es ninguna necesidad romana; sólo hacía falta que nuestra habitación fuera barata y aceptable. Nos echamos todos vestidos en nuestras duras y estrechas camas y dormimos como troncos. Hispale roncaba. Era de esperar.

En esos instantes yo me había quedado atrás con una jarra de vino y vigilaba a Maya. Estaba hablando con un hombre. Yo no soy un romano paternalista, ella era libre de conversar. Pero a un desconocido, ver a una mujer distanciarse del grupo con el que viaja podría hacerle pensar que está dispuesta a todo. En realidad, Maya esperaba con una furia tensa que se terminara la pesadilla que le había supuesto su alejamiento de Roma; tenía un aspecto tan introvertido y hostil que la gente apenas la molestaba. Pero era atractiva, sentada un poco aparte en un extremo de nuestro banco, una mujer llena de curvas con el cabello oscuro y rizado y un vestido trenzado de color carmesí. Tenía ropa y las cosas imprescindibles; un baúl repleto que habíamos «descubierto» a bordo del barco y que seguimos fingiendo que habían preparado sus hijos.

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