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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (7 page)

Se los veía malhumorados. Los retuve un instante:

—Que quede clara una cosa. Nadie os obligó a venir conmigo. Ningún padre angustiado me rogó que os encontrara un puesto de trabajo. Podría emplear a algún pillo en lugar de a unos aficionados como vosotros. No lo olvidéis nunca, mis propios parientes hacen cola porque necesitan el trabajo. —Los hermanos Camilo eran unos ingenuos; no tenían ni idea de lo mucho que mis familiares nos despreciaban tanto a mí como a mi trabajo, ni de cuán crudamente detestaba yo a los irresponsables Didio—. Ambos lo quisisteis. Yo lo permito porque soy un idealista. Cuando escurráis el bulto y volváis a la gran vida, al menos sabré que dos consentidos patricios adquirieron algunos conocimientos prácticos gracias a mí.

—¡Oh, noble romano! —dijo Justino con una sonrisa, aunque al menos ya no tenía esa actitud rebelde.

No le hice caso.

—Órdenes de campaña: vosotros aceptad que estoy al mando. Entonces trabajaremos en equipo. No habrá ningún intento de lucirse con escapadas en solitario. Nos reuniremos aquí todas las mañanas y cada uno de nosotros expondrá con todo detalle lo que haya descubierto hasta el momento. Discutiremos juntos el próximo curso de la acción y, en caso de desacuerdo, mi plan tendrá prioridad.

—¿Y qué piensas hacer en este caso, Falco? —inquirió Eliano de manera mordaz.

Le aseguré que yo iba a trabajar duro. Cierto. Mi nueva casa tenía una maravillosa azotea donde podía perder horas jugando. Y cuando me cansara de proyectar jardineras para hierbas y de reestructurar los enrejados de rosales, entonces me vendría bien esa visita a las bodegas que les había negado a los chicos. Aunque lo adivinaran, ninguno de los dos me conocía lo suficiente como para quejarse.

Tenerlos a los dos metidos en el negocio me proporcionaba el beneficio de su competitividad. Cada uno estaba decidido a superar a su hermano. Llegados a eso, a ambos les habría gustado hacerme quedar mal.

Jugaban a ser diligentes. Yo me entretuve preguntándome qué harían con ellos los obreros de pelo enyesado. Al final, resumimos nuestros progresos.

—Quinto, arroja la primera lanza.

Justino había aprendido en la legión cómo dar los informes de inteligencia a los bruscos oficiales al mando. Estaba relajado. Con un aspecto en apariencia despreocupado, me sorprendió con algo de información útil:

—Gloco y Cota son socios desde hace un par de décadas. Todo el mundo los considera sumamente informales pero por alguna razón se les acepta y se les sigue dando trabajo.

—Es una costumbre del negocio —dije tristemente—. Un contrato de construcción normal contiene una cláusula que dice: «Es responsabilidad del contratista destruir los locales, dejar los dibujos acordados sin hacer y retrasar las obras al menos hasta que hayan pasado tres fiestas compitales».

Esbozó una sonrisa burlona:

—Hacen ampliaciones baratas de casas, reformas deficientes, y de vez en cuando contratan trabajos para caseros profesionales. Es de suponer que esos propietarios pagan más, por lo que el incentivo para que aparezcan por la obra es mayor.

—Y los caseros emplean a directores de proyecto que les arrancan la piel a los vagos —sugirió Eliano. Yo no dije nada.

—La mitad de sus clientes están en conflicto con ellos durante años después —continuó diciendo Justino—. Cuando da la impresión de que el asunto va a ir a los tribunales, entonces Gloco y Cota ceden; a veces hacen unas reparaciones chapuceras, o recurren a uno de sus trucos favoritos: regalar un pedestal de estatua como supuesta compensación.

Y luego le ofrecen al cliente, a mitad de precio, una vulgar estatua que él no ha pedido. ¿No es así?

—¡Sí! ¡Y así todavía le sacan más dinero! ¿Cómo lo sabes, Falco?

—Cuestión de instinto, mi querido Quinto. Aulo, ¿contribuyes?

Eliano se enderezó un poco. Era torpe por naturaleza, pero un superior generoso diría que quizá valiera la pena el esfuerzo de entrenarlo. Yo no estaba seguro de si lo podía considerar una inversión que me resarciera.

—Gloco vive en el pórtico de Livia con una flacucha sin gracia que me habló a gritos. Su histeria parecía auténtica, hace semanas que no lo ve.

—¿Se marchó sin avisar y sin pagar el alquiler?

—¡Muy astuto, Falco! —¿Podría soportar a ese cerdo condescendiente?—. Lo describió, de una manera un poco subida de tono, como un mierda gordo y medio calvo engendrado por una rata una noche de tormenta. Otras personas coincidieron en que aunque es barrigón y desaliñado, tiene un encanto secreto que nadie puede identificar del todo. La opinión más generalizada parece ser que «no entienden cómo se sale con la suya».

—¿Y Cota?

—Cota vive, o vivía, solo en unas habitaciones de un tercer piso encima de un mercado callejero. No está allí ahora. Nadie en el barrio lo veía mucho y nadie sabe dónde se ha ido.

—¿Cómo es?

—Flaco y reservado. Lo consideran un caso un poco extraño. Nunca quiso ser constructor, ¿quién puede culparle por eso?, y pocas veces parecía que estuviera contento con su suerte. Una mujer que a veces le vendía queso cuando volvía a casa por las tardes dijo que su hermano mayor se dedica a algo relacionado con el ramo de la medicina… (¿un boticario, quizás?). Cota se crió a su sombra y siempre lo envidió.

—¡Ah, una historia de ambición frustrada! —Esa clase de cuentos siempre me hacían poner sarcástico—. ¿No te da lástima? «Mi hermano salva vidas, por lo tanto yo le romperé la cabeza a la gente para demostrar que también soy un gran tipo…» ¿Qué opinión tienen los trabajadores de esos dos príncipes?

—Sorprendentemente, los obreros tardaron mucho en insultarlos —se maravilló Justino. Quizás era la primera experiencia que tenía de la ciega lealtad de los hombres que se dedican a ese negocio, hombres que saben que quizá tengan que volver a trabajar con los mismos cabrones.

—¿Subcontratistas y proveedores?

—No soltaron prenda. —También se mantenían fieles.

—Ni siquiera nos quiso decir nadie quién faltaba —dijo Eliano con el ceño fruncido.

—¡Hum! —Les ofrecí una misteriosa sonrisa a medias—. A ver qué tal esto: el muerto es un enlucidor de alicatados llamado Estéfano. —Eliano empezó a dirigir la mirada hacia Justino pero entonces se acordó de que estaban enfadados. Yo hice una pausa para dar a entender que me había percatado de la reacción—. Tenía treinta y cuatro años, llevaba barba y no había en él ningún rasgo característico; tenía un hijo de dos años con una camarera; se le conocía por su mal genio. Pensaba que Gloco era un cerdo que le había estafado el salario de la semana anterior. El día que desapareció, Estéfano había ido al trabajo con un par de botas gastadas, aunque todavía decentes, con correas negras, y una de ellas con un reciente cosido de un arreglo.

Se quedaron en silencio sólo unos instantes. Justino fue más rápido:

—¿La camarera averiguó que trabajabas en el asesinato y vino a preguntar por el desaparecido padre de su hijo?

—Eres un chico listo. Para celebrarlo, te toca pagar las bebidas.

—¡Ni hablar! —exclamó Justino con una carcajada—. Tengo una esposa que piensa que ya es hora de que dejemos de vivir con mis padres, y no tengo ahorros.

La casa del senador en la puerta Capena era una finca espaciosa, pero el hecho de tener muchas habitaciones a las que irse airado sólo servía para originar más oportunidades de pelea. Yo sabía que Eliano pensaba que ya era hora de que su hermano y Claudia se mudaran. Bueno, él lo haría.

—No vamos a ganar mucho dinero con esto, ¿verdad, Falco? —quería que Justino sufriera.

—No.

—Veo que es un ejercicio de orientación —filosofó Eliano.

—Aulo —gruñó su hermano—, eres tan pedante que de verdad tendrías que estar en el Senado.

Yo intervine rápidamente.

—La tarea de un informante consiste en soportar varios días de fastidioso trabajo, y vosotros deseáis una gran investigación. No desesperéis —les dije con sorna—. Una vez tuve una.

Les di algunas ideas para seguir adelante, aunque se estaban desanimando. Yo también. La mejor estratagema sería dejar correr el asunto pero tener nuestras notas a mano bajo la cama. Algún día Gloco y Cota volverían a Roma. Los tipos como ellos siempre lo hacen.

Mientras mis recaderos iban tras nuestras poco estimulantes pistas, yo me dediqué a asuntos familiares. Una triste tarea fue en beneficio de mi hermana Maya; rescindí el alquiler de la casa que Anácrites había destrozado. Después de devolverle las llaves al casero, todavía solía ir andando hasta allí al tiempo que vigilaba. Si hubiese pillado a Anácrites merodeando en la zona, lo habría ensartado en un espetón, lo habría asado y se lo habría echado a los perros sin hogar.

En realidad ocurrió algo peor. Una tarde reconocí a una mujer que estaba hablando con una de las vecinas de Maya. Yo les había explicado a unas cuantas personas de confianza que mi hermana se había mudado a un lugar seguro; no mencioné dónde. Los amigos comprendieron la situación. No dirían nada si en alguna ocasión acudiera alguien indagando. En esos momentos, la vecina negaba algo con la cabeza en actitud poco dispuesta a ayudar.

Pero yo conocía a la infiltrada. Poseía unas habilidades peligrosas. Le pagaban para que encontrara a personas que intentaban permanecer ocultas. Si las encontraba, es decir, cuando las encontraba, siempre lo lamentaban.

Esa mujer se llamaba Perela. Su llegada confirmó lo que más me temía: Anácrites tenía el lugar bajo vigilancia. Además, había mandado a una de sus mejores agentes. Perela podría pasar por un personaje agradable e inofensivo que sólo iba en busca de cotilleos de mujeres. Ya no era ninguna jovencita; eso nada iba a cambiarlo. Pero bajo la oscura y anticuada toga tenía un cuerpo de bailarina profesional, fuerte y atlético como un bramante embreado. Su inteligencia avergonzaría a la mayoría de los hombres; su tenacidad y coraje me asustaban incluso a mí.

Trabajaba para el jefe de los servicios secretos. Era endiabladamente buena y disfrutaba con esa realidad. Por regla general, trabajaba sola. Para ella, los escrúpulos no eran ningún problema. Se enfrentaría a cualquier cosa; era una profesional. Yo sabía que, si le daban esa orden final, era capaz de matar.

Mi solución fue fácil. Seguro que a veces las Parcas beben una gotita de más; mientras están acostadas, quejándose del dolor de cabeza, se olvidan de joderte.

Esa misma tarde, cuando llegué a casa, se presentó una escapatoria. Los muchachos y yo quedamos en reunimos por última vez para hablar de los contratistas desaparecidos. Ese día, Eliano y Justino habían descubierto algo que les hizo pensar que debíamos suspender nuestra búsqueda.

—Gloco y Cota están fuera de nuestro alcance. —A veces Eliano esbozaba una sonrisita desagradable.

Yo estaba demasiado trastornado por lo de Perela; no hice más que irme por las ramas, con la cabeza en otro sitio:

—Pero ¿dónde están? ¿Metidos en una tienda en lo más recóndito de Escitia? Algunos comerciantes sueñan con retirarse a una villa de mal gusto en el sur, con una pérgola que causaría la envidia de un rey babilonio, ¿y los contratistas de los baños optan por fumar drogas asquerosas hasta caer en la inconsciencia en exóticas tiendas del este?

—Peor todavía, Falco —de pronto supe qué venía después. Eliano siguió hablando, todavía muy engreído—. Hay un gran proyecto en el extranjero, están mandando a especialistas de la construcción desde Roma. Se considera un destino duro, pero nos han dicho que tiene un éxito sorprendente.

—Por el elevado salario —añadió Justino con sequedad.

Trataban de hacerse los misteriosos, pero yo ya conocía un proyecto que encajaría con eso.

—¿Quieres adivinarlo, Falco?

—No.

Me eché hacia atrás al tiempo que me sostenía la cabeza. Ésa era la manera en que se acostumbraba a tratar a los empleados: yo me ponía altanero mientras ellos adoptaban un aspecto sospechoso.

—Está bien. Iremos allí.

—No sabes dónde es —se quejó Eliano, que siempre era el primero en lanzarse a ciegas cuando debería imaginarse que era una trampa.

—¿Que no? Son constructores, ¿verdad? —Yo sabía hacia dónde iban a toda prisa los contratistas en aquellos momentos—. Ahora bien. Se lo debo a vuestros padres: uno de vosotros tiene que quedarse en Roma y encargarse de la oficina. Poneos de acuerdo entre los dos para ver quién gana la oportunidad de viajar. Me da igual cómo lo hagáis. Sacad unas fichas de una urna. Tirad los dados. Preguntadle a algún sucio astrólogo.

Tardaban demasiado en reaccionar. Justino fue el primero:

—¡Falco lo sabe!

—Se han dirigido hacia un proyecto conocido como «la casa del gran rey». ¿Estoy en lo cierto?

—¿Cómo lo sabes, Falco?

—Buscamos a dos constructores. Me aseguro de saber de qué se habla en el mundo de la construcción. —Era una coincidencia, pero podría soportar a unos ayudantes que pensaran que tenía poderes mágicos—. Se trata de un lugar enorme y elegante que se está construyendo para un antiguo seguidor de Vespasiano. El emperador tiene un interés personal en el asunto. Desgraciadamente para nosotros, el gran rey, cuyo impronunciable nombre tendremos que aprender a decir, es la máxima autoridad de una tribu denominada de los atrebates. Viven en la costa sur. Me refiero a la costa que hay al sur del lado malo del Estrecho Galo. Es un tramo de agua diabólico que nos separa de una provincia horrenda.

Me puse en pie.

—Repito: uno de vosotros puede hacer la maleta. Que se lleve ropa de abrigo, una espada muy afilada y todo su coraje e iniciativa. Disponéis de tres días para darles un beso de despedida a las chicas mientras yo ultimo nuestro encargo.

—¡Falco! ¿Qué encargo?

—Uno que Vespasiano me ha rogado particularmente que acepte. Nuestro requerimiento por parte de Sexto Julio Frontino, gobernador provincial de Britania, para que investiguemos la casa del gran rey.

Era horrible… pero ingenioso.

Iba a ir; tendría que llevarme a Helena; eso significaría que nos llevaríamos a las niñas. Yo había jurado no volver nunca, pero los juramentos no cuestan dinero. Gloco y Cota no eran el único aliciente. Me llevaría conmigo a Maya, la alejaría de Roma, fuera del alcance de Anácrites.

Lo preparé todo en secreto. Tuve que arreglar las cosas en palacio con extrema discreción para que Anácrites no lo averiguara. Sólo entonces advertí a Maya.

Como era una de mis hermanas —inmune al sentido común, despreocupada de su propia seguridad y terriblemente empecinada—, Maya se negó a ir.

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