—Eh… Matt —dijo, parándose sobre el muelle y dirigiendo su vista hacia la lancha—. El nuevo lugar… ¿dices que es realmente bueno?
Kabaraijian asintió achicando los ojos. El sol iluminaba la cima de los árboles y enmarcaba la cabeza de Cochran.
—¿Podemos llegar a un acuerdo? —dijo Cochran con dificultad.
Se trataba de una petición poco frecuente. Lo común era que cada manipulador se las arreglara solo, que encontrara y explotara su propia cueva de remolinos.
—Lo que quiero decir es que con sólo un mes por delante, probablemente no tendrás tiempo de extraer todo el material; sobre todo si el sitio es tan bueno como dices. Y yo necesito ganar dinero; de verdad, lo necesito.
Kabaraijian comprendió que al otro le costaba un gran esfuerzo pedir un favor semejante. Sonrió.
—Por supuesto —dijo—. Hay suficiente para los dos. Coge tu lancha y sígueme.
Cochran dijo que sí con la cabeza y se esforzó por sonreír. Se encaminó hacia su lancha con los cadáveres detrás.
Bajar el río resultaba más sencillo que subirlo, y más rápido. Inmediatamente, Kabaraijian puso en marcha su embarcación y la lanzó sobre la centelleante y verde superficie del lago alzando un chorro de espuma a su paso. La mañana era radiante, el sol brillaba con fuerza y una suave brisa formaba leves ondas sobre el agua. Kabaraijian se sentía bien a pesar de los desagradables incidentes de la noche anterior. Grotto lograba el milagro. Allí, en los Altos Lagos, sentía que, de algún modo, sería capaz de derrotar a Bartling.
Se había visto enfrentado a problemas parecidos, en otros mundos. El odio de Bartling no era único. Desde el primer instante en que habían reemplazado el cerebro de un hombre muerto por otro sintético, se habían levantado voces clamando que aquello era una perversión y que los manipuladores de cadáveres eran individuos corruptos y sucios.
Estaba acostumbrado a vérselas con el prejuicio; era parte de su tarea. Y había sido vencido en otras oportunidades. Ahora, se sentía en condiciones de vencer a Bartling.
La primera parte de la travesía fue más rápida. Las dos lanchas navegaron sobre los dos grandes lagos locales, atravesaron unas costas cubiertas por espesos bosques de árboles de plata y tupidas enredaderas colgantes. Pero después, comenzaron a deslizarse más despacio, a medida que los lagos se hacían más pequeños y los estáticos árboles de plata y las extrañas enredaderas daban lugar a una maraña roja y negra de zarzales de fuego y a ciertas especies de árboles bajos y retorcidos que nunca habían recibido un nombre determinado. La vegetación se fue tornando arbustiva y, por último, de montaña.
Entonces, comenzaron a atravesar las cuevas.
Había cientos de ellas, literalmente; horadaban como panales las montañas que rodeaban por todas partes la colonia. Nunca se había realizado un mapa exhaustivo de las cuevas. Muchas se hallaban muy lejos y parecían estar conectadas unas con otras, formando una red natural de increíble complejidad. La mayoría aún estaban medio llenas de agua; habían sido cavadas sobre la suave roca de las montañas por las corrientes y los ríos que aún corrían a través de ellas.
Un forastero podía perderse fácilmente allí, pero los forasteros jamás visitaban aquellos lugares. Y los manipuladores de cadáveres nunca se perdían. Estaban en su territorio. En aquellos lugares les aguardaban los remolinos, enterrados en las rocas y en la oscuridad.
Las lanchas estaban equipadas con buenas luces. Kabaraijian encendió las suyas tan pronto como penetraron en la primera caverna y aminoró la marcha. Cochran, que le seguía de cerca, hizo lo mismo. Conocían muy bien los canales que circulaban a través de las cuevas; sin embargo eran muy estrechos y no querían correr el riesgo de destrozar las lanchas contra las paredes circundantes.
Al principio, el canal era muy pequeño y las húmedas y centelleantes paredes de suave piedra verdosa parecían presionarles por ambos lados. No obstante, de forma gradual, las paredes se fueron ensanchando cada vez más hasta retirarse casi por completo mientras la corriente arrastraba a las dos lanchas a una cámara subterránea de gran tamaño. La caverna era casi tan grande como un aeropuerto espacial, su techo se perdía en las tinieblas que se hallaban sobre sus cabezas. Las paredes también se perdían en la oscuridad, y las dos lanchas viajaban en dos burbujas de luz a lo largo de la delicada superficie del lago helado y negro.
Entonces, delante de ellos, las paredes cobraron forma otra vez. Pero, en esta oportunidad, en lugar de un paso, aparecieron muchos. La corriente había cavado una entrada y media docena de salidas.
Sin embargo, Kabaraijian conocía muy bien las cuevas. Sin vacilar, guió su bote hacia el pasaje más estrecho, en el extremo derecho. Cochran siguió su estela. En este punto, las aguas se inclinaban hacia abajo y las embarcaciones comenzaron a ganar velocidad.
—Ten cuidado —avisó Kabaraijian al llegar a este punto—. El techo baja aquí.
Cochran agradeció el grito haciendo un gesto con el brazo.
El aviso llegó justo a tiempo. Mientras que las paredes se alejaban considerablemente, las piedras que conformaban el techo se acercaron a ellos de forma notable. Pareció como si el nivel del agua se hubiera elevado. Kabaraijian recordó el modo en que había sudado la primera vez que pasó por allí; el bote había marchado demasiado velozmente y él había temido que el techo le golpeara y que terminara ahogado en las aguas.
Pero se trataba de un temor sin fundamento. El techo bajó hasta casi rozar sus cabezas, pero no más. Y entonces, comenzó a elevarse hasta alcanzar una altura decente. Mientras tanto, el canal se estrechó todavía más y delicados estantes de arena aparecieron a lo largo de las paredes.
Finalmente, vieron una ramificación en el paso y, esta vez, Kabaraijian optó por el camino de la izquierda. Era pequeño, oscuro y angosto. Sólo permitía el paso de la lancha. Pero era corto; y después de una breve travesía llegaron a otra caverna grande.
Se desplazaron con velocidad a lo largo de la misma y enfilaron los botes hacia una grotesca arcada de piedra. Entraron a continuación en un retorcido pasaje lleno de vueltas y de accidentes. Kabaraijian condujo su vehículo casi sin pensar, casi sin tener que pensar. Eran sus cavernas; esta sección especial del interior de las montañas constituía sus dominios; aquí había trabajado y extraído piedras durante meses. Sabía dónde estaba yendo. Y por fin, llegó a destino.
La cámara era grande, y espectacular. Por encima de las calmas aguas, el techo había sido devorado por la erosión y la luz provenía de tres rajas efectuadas sobre la roca. Este hecho confería a la caverna un leve brillo verdoso que se transmitía a las paredes y al agua.
Las lanchas bordearon una entrada cavada en la pared de la caverna, arrastradas por las ondas del agua negra y fría. El agua se volvió verde al ser tocada por la luz y onduló suavemente. Los botes aminoraron su marcha y se movieron pausadamente a través de la enorme cámara hacia la arena blanca que estaba a ambos lados de la misma.
Kabaraijian se sumergió en el agua y subió su lancha sobre la arena. Cochran siguió su ejemplo. Ambos permanecieron uno junto a otro una vez que las embarcaciones estuvieron amarradas.
—Sí —dijo Cochran mirando a su alrededor—. Es bonito. Y tiene buen aspecto.
Tenemos que dejarte a ti para que encuentres buenos sitios mientras el resto estamos sumergidos hasta las pantorrillas en el agua, cogidos de nuestras linternas.
Kabaraijian sonrió.
—La encontré ayer —dijo—. Jamás ha sido trabajada. Mira.
Señaló la pared.
—Apenas he comenzado.
Había un grupo de piedras apiladas en círculo en el lugar donde había estado trabajando y en la pared se veía un gran orificio. Sin embargo, la mayor parte de la misma estaba intacta, extendiéndose en hojas de un verde esplendoroso.
—¿Estás seguro de que nadie conoce este lugar? —preguntó Cochran.
—Es lo más probable. ¿Por qué?
Cochran se encogió de hombros.
—Cuando veníamos hacia aquí me pareció oír el motor de una lancha a nuestras espaldas.
—Seguramente se trataba del eco —afirmó Kabaraijian mirando hacia su lancha—. De todos modos, es mejor que comencemos.
Pulsó su controlador de cadáveres y las tres figuras inmóviles que se hallaban en el bote comenzaron a moverse.
Permaneció quieto en la arena, observándolas. Y mientras lo hacía, algo en la parte posterior de su cabeza le observaba a través de los ojos de los cadáveres. Se levantaron rígidamente, y dos de ellos subieron a la playa. El tercero se encaminó hacia la caja que se hallaba en la parte anterior de la lancha y comenzó a desempaquetar el equipo: los taladros vibrátiles, los picos y las palas. Entonces, con los brazos llenos, descendió de la embarcación y se unió a los otros.
Por supuesto, ninguno de ellos se movía realmente. Todo lo hacía Kabaraijian. Era él quien movía sus piernas, y hacía que sus manos cogieran las cosas y que sus brazos las alcanzaran. Era él, por medio de los comandos de su controlador y auxiliado por los cerebros sintéticos, quien daba vida a los cuerpos de los muertos. Los cerebros sintéticos mantenían en marcha las funciones automáticas; pero era el manipulador quien daba sentido a los movimientos de los cadáveres.
No era una tarea fácil, y se estaba muy lejos de haber alcanzado la perfección. Las impresiones sensoriales devueltas al manipulador a menudo resultaban inútiles; y la mayor parte de la veces éste debía mirar a los cadáveres para comprobar qué es lo que estaban haciendo. La manipulación, por lo general, resultaba grotesca; los cadáveres se movían con lentitud, torpemente. Un cadáver era capaz de dar un martillazo pero ni siquiera el mejor manipulador podía hacerle enhebrar una aguja o hablar.
Y si el manipulador no era hábil, el cadáver ni se movía. Un manipulador debía poseer una buena coordinación para manejar un cadáver. Debía mantener separados los comandos del cadáver de sus propios comandos musculares. Para la mayoría no era difícil conseguirlo, pero la tarea se volvía cada vez más compleja a medida que la tripulación aumentaba en número. El récord para un manipulador era de veintiséis cadáveres; sin embargo, todo lo que podía hacer con esta cantidad era obligarles a marchar, marcando el paso. Cuando los cadáveres debían realizar trabajos diferentes, la tarea del manipulador se complicaba considerablemente.
La cuadrilla de Kabaraijian constaba de tres muertos; todos en perfectas condiciones; carne de la mejor calidad. Habían sido hombres robustos, y todavía lo eran. Kabaraijian pagaba buenos precios por los alimentos para mantener sus propiedades en perfecto estado. Uno tenía el cabello negro y una cicatriz surcaba su rostro; el otro era rubio, joven y pecoso; el tercero tenía mechones de cabello arratonado. A pesar de ello, resultaban intercambiables: todos tenían el mismo peso, la misma altura y similar contextura física.
Los cadáveres no tenían personalidad. Habían perdido todo lo que alguna vez tuvieron en su mente.
La cuadrilla de Cochran, que ahora ascendía hasta la arena de acuerdo con sus órdenes, resultaba menos impresionante. Estaba formada sólo por dos hombres y ninguno de ellos era de primera clase. El primer cadáver era bastante fornido, con hombros anchos y músculos prominentes. Sus piernas, sin embargo, parecían dos cerillas retorcidas, tropezaba a menudo, y caminaba con más lentitud que la mayoría de sus compañeros. El segundo muerto era delgado y de mediana edad, calvo y enclenque.
Ambos eran mugrientos. Cochran no creía que fuera preciso cuidar a la tripulación; Kabaraijian no compartía sus ideas al respecto. Se trataba de un mal hábito. Cochran había comenzado trabajando como manipulador de cadáveres ajenos y el cuidado de los mismos no le preocupaba.
Los cadáveres de Kabaraijian se inclinaron y cada uno cogió un taladro vibrátil de la bolsa donde se encontraba el equipo. Entonces, en formación uniforme, se dirigieron hacia una de las paredes de la cueva. Los taladros comenzaron a perforar la roca porosa y a cada embate, los agujeros se fueron haciendo cada vez más grandes.
Los muertos taladraron al unísono hasta que cada agujero alcanzó el tamaño de un dedo; a continuación, cogieron los picos. Trabajaban con lentitud. Agujero por agujero, los cadáveres perforaron la pared. De forma laboriosa, levantaron una pila de piedra verdosa.
Golpeaban cuidadosamente con los picos sin hacer fuerza, incansables, sin pausa.
Incapaces de sentir dolor, sus huesos no sentían las sacudidas de los picos.
Los muertos realizaban todo el trabajo. Kabaraijian se quedó de pie detrás de ellos; una estatua oscura y delgada sobre la arena, con las manos en las caderas y los ojos alertas.
No hacía otra cosa que observar.
Sin embargo, él lo hacía todo. Kabaraijian era los cadáveres; los cadáveres eran Kabaraijian. Era un hombre en cuatro cuerpos; y era su mano la que guiaba cada movimiento a pesar de que él no tocara las herramientas.
Cuarenta pies más abajo, Cochran y su cuadrilla habían desempacado y comenzaban a trabajar. No obstante, Kabaraijian apenas si estaba consciente ellos, aunque podía oír el rumor de sus taladros vibrátiles y el martilleo de los picos. Su mente estaba en sus cadáveres, trabajando en su pared, atento al brillo mítico de los nudos de remolinos. Era un trabajo desgastador, un trabajo exigente, tenso y nervioso. Era un trabajo que sólo las cuadrillas de cadáveres podían realizar con verdadera eficacia.
Unos cuantos años antes, habían ensayado otros métodos; cuando los hombres habían descubierto Grotto y sus cuevas. Los primeros colonos habían intentado horadar la montaña con autotopos y con erosionantes de roca parecidos a tractores. El problema era que, por lo general, destrozaban los nudos de remolinos que a menudo sólo se podían reconocer cuando ya era demasiado tarde. La compañía descubrió que el trabajo manual era el único medio de preservar de la destrucción los remolinos. Y la mano de obra de los cadáveres era la más barata que se podía obtener.
Aquellas manos se encontraban ocupadas en aquel momento; tensas y sudorosas mientras la cuadrilla arrancaba trozos enteros de roca de la pared.
La división natural de la pared era vertical, lo cual aceleraba la tarea. Encontrar una raja —forzarla con el pico, inclinarlo y empujar— y, con un movimiento rápido, retirar un trozo plano de roca. Después, encontrar una nueva raja, y comenzar de nuevo.