Lentamente, el temor comenzó a alejarse. Greel se sintió más seguro y abrió los ojos.
Los cerró de nuevo a toda velocidad.
El túnel que se extendía frente a él estaba ardiendo.
Jamás había visto el fuego. Pero los trovadores le habían dedicado muchas canciones.
Era caliente. Y brillante, tan brillante que hacía daño a los ojos. La ceguera era el precio que pagaban aquellos que lo miraban durante demasiado tiempo.
Por esa razón, Greel mantuvo los ojos cerrados. Un explorador necesitaba su vista. No podía permitir que el fuego lo cegara.
Aquí atrás, en la oscuridad que se extendía sobre el recodo del túnel, el fuego no era tan malo. Mirarlo lastimaba los ojos porque el resplandor se pegaba a la pared curva del túnel. Sin embargo, se podía soportar el dolor.
Pero antes, cuando había visto el fuego por primera vez, Greel había estado desprevenido. Se había lanzado adelante, bizqueando, rumbo al lugar en que la pared se curvaba. Había tocado el fuego que se reflejaba en la piedra. Y entonces, de un modo estúpido, había espiado más allá de la curva.
Todavía le dolían los ojos. Sólo había echado una rápida mirada antes de girar y arrastrarse silenciosamente hasta el lugar donde se hallaba tendido. Pero había sido suficiente. Más allá del recodo, el fuego era brillante, mucho más brillante de lo que él nunca se hubiera podido imaginar. Incluso con los ojos cerrados podía verlo: dos manchas dolorosas que danzaban con un brillo intenso y horrible, y no desaparecían.
Pensó que el fuego había destruido parte de sus ojos.
Sin embargo, cuando había tocado el fuego de las paredes, éste no era como contaban los trovadores. La piedra era como cualquier otra: fría y un poco húmeda. Los trovadores decían que el fuego era caliente. Pero el fuego sobre la piedra no era caliente al tacto.
No era fuego, reflexionó Greel después de un momento. No obstante, no sabía qué era.
Pero no podía ser fuego si no estaba caliente.
Se alejó levemente del lugar en que se encontraba. Moviéndose apenas alcanzó y tocó a H'ssig en la oscuridad.
Su hermano mental estaba a pocos pasos de distancia, cerca de otras de las barras de metal. Greel le llamó con su mente y pudo sentir el estremecimiento del otro en repuesta.
Los pensamientos y las sensaciones se mezclaron sin necesidad de palabras.
H'ssig también estaba asustado. La enorme rata cazadora no tenía ojos. Pero su olfato era más agudo que el de Greel, y en el túnel había un olor muy extraño. También sus oídos eran mejores. A través de ellos, Greel pudo percibir más claramente los extraños ruidos que provenían del lugar en que se hallaba el fuego que no era fuego.
Greel abrió los ojos otra vez. Lentamente, no de una vez. Parpadeando.
Los agujeros que el fuego había horadado en ellos seguían allí. Pero tendían a desaparecer. Y el fuego amortiguado que se movía sobre la curva del túnel podía soportarse si no se le miraba directamente.
Rígido. No podía avanzar más. Y no debía retroceder. Era un explorador. Tenía un deber que cumplir.
Se conectó de nuevo con H'ssig. La rata cazadora le había acompañado desde su nacimiento. Jamás le había fallado. No le fallaría esta vez. La rata no tenía ojos que pudieran quemarse, pero sus oídos y su nariz le dirían a Greel lo que quería saber acerca de la cosa que estaba más allá de la curva.
Más que oírla, H'ssig adivinó la orden. Se deslizó con lentitud hacia delante, en dirección al fuego.
—¡Un tesoro!
La voz de Ciffonetto estaba llena de admiración. La capa de grasa protectora que le cubría la cara no logró ocultar su sonrisa.
Von der Stadt miraba con expresión dubitativa. No sólo era su rostro; todo su cuerpo irradiaba duda. Los dos hombres estaban vestidos de la misma manera: monos grises sin forma, tejidos con una gruesa malla metálica. Pero ellos no podían equivocarse jamás.
Von der Stadt era famoso por su habilidad para expresar duda al mismo tiempo que su rostro permanecía impávido. Cuando se movía o hablaba, enfatizaba la impresión. Así lo hizo esta vez.
—Algún tesoro —dijo simplemente.
Fue suficiente para fastidiar a Ciffonetto. Frunció el ceño hacia su compañero más robusto.
—No. Sí lo que digo —dijo.
El rayo de su pesada linterna trazó un arabesco en la densa oscuridad y jugó hacia arriba y hacia abajo sobre uno de los carcomidos pilares de acero que se afinaban desde la plataforma hasta el techo.
—Mira allí —dijo Ciffonetto.
—Ya veo —dijo—. ¿Dónde está el tesoro?
Ciffonetto continuó moviendo su linterna hacia arriba y hacia abajo.
—Éste es el tesoro —dijo—. Todo este lugar es un descubrimiento histórico de antología. Sabía que esto era lo que debíamos buscar. Se lo dije.
—¿Cuál es la fundamental importancia de una viga de acero? —preguntó Von der Stadt al tiempo que iluminaba el pilar con su propia linterna.
—El estado de conservación —dijo Ciffonetto acercándose—. Casi todo lo que nos rodea es ahora radiactivo. Pero aquí debajo hallaremos algunos artefactos hermosos. Nos darán un excelente cuadro acerca de cómo era la civilización antes del desastre.
—Ya sabemos cómo era —protestó Von der Stadt—. Tenemos cintas grabadas, libros, películas, de todo. Toda clase de cosas. La guerra no afectó a la Luna.
—Sí, sí, pero es diferente —dijo Ciffonetto—. Esto es real.
Con su mano enguantada acarició la viga amorosamente.
—Mira aquí —dijo.
Von der Stadt se acercó.
Había algo grabado en el metal. Raspado con un objeto. No era muy profundo pero aún podía leerse con cierta dificultad. Ciffonetto sonreía de nuevo. Von der Stadt miraba con expresión de duda.
—«Rodney ama a Wanda» —leyó.
Sacudió la cabeza.
—Mierda, Ciff —dijo—, puedes encontrar lo mismo en cualquier sitio público de Ciudad Luna.
Ciffonetto elevó los ojos al cielo.
—Von der Stadt —dijo—, si encontráramos la pintura más antigua del mundo, dirías que se trata del torpe diseño de un búfalo.
Acarició la escritura con su mano libre.
—¿No lo comprendes? Esto es antiguo. Es historia. Son los restos de una civilización, de un país y de un planeta que desaparecieron hace quinientos años.
Von der Stadt no respondió, pero siguió mirando con expresión de duda. Su linterna vagó de un lado a otro.
—Hay más cosas, si es que te interesa —dijo, manteniendo la luz dirigida hacia otro pilar que se encontraba a pocos pasos de distancia.
Esta vez fue Ciffonetto quien leyó la inscripción.
—«Arrepiéntete o te condenarás» —dijo con una sonrisa después de que su haz de luz se mezclara con el de Von der Stadt.
Ahogó una carcajada.
—Las palabras de los profetas están escritas en las paredes subterráneas —dijo con suavidad.
Von der Stadt frunció el ceño.
—De algunos profetas —dijo—. Deben de haber profesado alguna extraña religión.
—Oh, Cristo —gruñó Ciffonetto—. No lo decía literalmente. Sólo estaba citando a alguien. A un poeta de mediados de siglo veinte llamado Simón. Escribió aquello sólo cincuenta años antes del gran desastre.
A Von der Stadt no le interesaba la conversación. Vagó por allí con impaciencia, arrojando su haz de luz de aquí para allá entre las ruinas de la antigua estación de metro.
—Hace calor aquí —se quejó.
—Más calor hace allá —dijo Ciffonetto, casi perdido en una nueva inscripción.
—No es la misma clase de calor —replicó Von der Stadt.
Ciffonetto no se molestó en responder.
—Éste es el hallazgo más importante de la expedición —dijo cuando dejó de investigar—. Tenemos que tomar fotografías. Y traer a los otros hasta aquí. Perdemos el tiempo en la superficie.
—¿Lo hacemos mejor aquí abajo? —dijo Von der Stadt. Con expresión de duda, por supuesto.
Ciffonetto asintió.
—Es lo que he dicho siempre. La superficie ha sido devastada. Después de todos estos siglos, todavía es radiactiva. Si queda algo, está bajo tierra. Allí es donde debemos buscar. Tenemos que dividirnos el trabajo y explorar todo el sistema de túneles.
Sus manos se extendieron a lo largo y a lo ancho.
—Tú y Nagel habéis estado discutiendo durante todo el viaje —dijo Von der Stadt—. Durante todo el viaje desde Ciudad Luna. No veo qué ganas con ello.
—El doctor Nagel es un tonto —dijo Ciffonetto.
—No estoy de acuerdo —dijo Von der Stadt—. Soy un soldado, no un científico. Pero he prestado atención a sus argumentos y me parecen sensatos. Todo lo que hay aquí es valioso, pero no es lo que quiere Nagel. No han enviado la expedición para encontrar esto.
—Lo sé, lo sé —dijo Ciffonetto—. Nagel quiere vida. Vida humana, especialmente. Y lo máximo que obtiene son unas pocas especies de insectos y un puñado de pájaros que han sufrido mutaciones.
Von der Stadt se encogió de hombros.
—Si echara una mirada por aquí debajo, encontraría lo que busca —continuó Ciffonetto—. No se da cuenta de la profundidad que alcanzaban las ciudades antes de la guerra. Hay miles de túneles debajo de nuestros pies. Nivel tras nivel. Allí han de estar los supervivientes, si es que queda alguno.
—¿Por qué lo piensas? —preguntó Von der Stadt.
—Mira, cuando se desató la guerra, los únicos que podrían haberse salvado son los que huyeron a refugios profundos. O a túneles debajo de las ciudades. La radiactividad les debe de haber impedido subir durante años. Diablos, la superficie aún carece de atractivos. Han de permanecer ocultos por allí abajo. Se adaptarían. Después de varias generaciones habrán perdido el interés por salir.
Sin embargo, la atención de Von der Stadt se había dispersado y casi no escuchaba al otro. Había caminado hasta el borde de la plataforma y miraba fijamente las vías.
Se detuvo en silencio durante unos instantes y entonces tomó una decisión. Fijó la linterna en su cinturón y comenzó a descender.
—Vamos —dijo—. Tratemos de hallar a algunos de tus supervivientes.
H'ssig se adelantó y permaneció cerca de la barra de metal. Le servía para ocultarse y le mantenía protegido del fuego; por lo tanto, se movió en una pequeña franja de oscuridad casi total. Bordeando la barra lo mejor que pudo, se arrastró en silencio alrededor de la curva, y se detuvo.
A través de él, Greel observó; observó con los ojos de la rata y con su nariz.
El fuego hablaba.
Había dos olores; parecidos pero no iguales. Y dos voces. Exactamente como si hubiera dos fuegos. Las cosas brillantes que habían quemado los ojos de Greel eran criaturas vivientes de alguna naturaleza.
Greel escuchó. Los sonidos que H'ssig oía tan claramente eran palabras. Alguna clase de lenguaje. Greel estaba seguro de lo que pensaba. Conocía la diferencia que existe entre los gruñidos y el rugir de los animales y las estructuras de una lengua.
Sin embargo, las cosas de fuego hablaban una lengua que él no conocía. Los sonidos no significaban más para él que para H'ssig que se los transmitía.
Se concentró en el olor. Era extraño, diferente a todo lo que había conocido antes. De algún modo, parecía un olor a hombre; pero no podía ser.
Greel pensó. Un olor casi humano. Y palabras. ¿Podría ser que las cosas de fuego fueran hombres? Debían de ser hombres extraños, muy diferentes a la Gente. Pero los trovadores habían cantado sobre ciertos hombres que en la antigüedad tenían extrañas formas y poderes desconocidos. ¿Andarían aquellos hombres por allí?
¡Sí!
Greel se emocionó. Se movió lentamente en el lugar en que se encontraba y se puso en cuclillas para espiar hacia la curva. Un chasquido sordo obligó a H'ssig a retroceder y a esconderse cerca de Greel.
Sólo había un modo de estar seguro, pensó Greel. Temblando, salió cautelosamente con su mente.
Von der Stadt se había adaptado mejor que Ciffonetto a la gravedad de la Tierra. Llegó al suelo del túnel rápidamente y esperó con impaciencia que su compañero bajara de la plataforma.
Ciffonetto se dejó caer y aterrizó con un ruido sordo. Miró hacia la plataforma con aprensión.
—Espero que pueda volver a subirla —dijo.
Von der Stadt se encogió de hombros.
—Tú eras el que quería explorar los túneles.
—Sí —dijo Ciffonetto, tratando de adaptar los ojos a la oscuridad y mirando a su alrededor—. Y todavía lo deseo. Aquí abajo, en estos túneles, está la respuesta que buscamos.
—Es tu teoría —dijo Von der Stadt. Miró hacia ambas direcciones y eligió una al azar.
Caminó hacia adelante iluminando el camino con su linterna. Ciffonetto lo seguía medio paso atrás.
El túnel en el que entraron era largo, recto y estaba vacío.
—Dime —dijo de improviso Von der Stadt mientras caminaban—, aun en el caso de que los supervivientes se hubieran albergado en refugios subterráneos durante la guerra, ¿no tendrían que haber salido alguna vez a la superficie para sobrevivir? Quiero decir… ¿cómo puede alguien vivir aquí abajo? —Miró los túneles con evidente disgusto.
—¿Has estado tomando lecciones con Nagel o algo así? —replicó Ciffonetto—. He oído eso tantas veces que ya estoy harto. Admito que sería difícil, pero no imposible. Al principio, deben de haber tenido acceso a grandes almacenes de comida envasada. Han de haber reservado muchos alimentos. Más tarde, se habrán procurado su propia comida.
Hay plantas que crecen en la oscuridad. E insectos, y también animales, supongo.
—Una dieta de bichos y hongos. No me parece muy saludable.
Ciffonetto de detuvo de repente sin molestarse en contestar.
—Mira allí —dijo señalando con su linterna. El rayo de luz jugueteaba sobre una grieta dentada en la pared del túnel. Parecía como si alguien hubiera roto la piedra intencionadamente mucho tiempo antes.
La luz de Von der Stadt se unió a la de Ciffonetto para iluminar mejor el área. A partir de la abertura nacía un pasadizo. Ciffonetto se dirigió hacia él.
—¿Qué diablos dices acerca de esto, Von der Stadt? —preguntó con una sonrisa.
Iluminó el lugar y entró. Salió de inmediato.
—No hay mucho que ver —dijo—. El pasadizo termina apenas comenzado. No obstante, confirma lo que siempre digo.
Von der Stadt parecía vagamente incómodo. Su mano libre se dirigió hacia la cartuchera donde guardaba su pistola.
—No sé —dijo.
—No, no lo sabes —dijo Ciffonetto con voz triunfal—. Tampoco lo sabe Nagel. Los hombres han vivido aquí. Todavía deben de vivir aquí. Tenemos que organizar una búsqueda más eficiente por todo el sistema subterráneo.