El único problema se presentaba al intentar descubrir cómo sabía Bartling qué lancha debía seguir.
Kabaraijian se inclinó lentamente, de modo que sólo asomara su cabeza por encima de los restos de la lancha y miró a su alrededor. La playa era una mancha blanca de arena que rodeaba la superficie verdosa de la enorme cueva. No había ruidos, pero el agua golpeaba con suavidad el costado del bote. Sin embargo, se percibían movimientos. La otra lancha había sido liberada de la arena, y uno de los cadáveres se hallaba a bordo de la misma. Los otros, lentamente, se sumergían en la piscina subterránea. Los picos descansaban sobre sus hombros.
Venían por él. El enemigo sospechaba que todavía se encontraba allí. El enemigo no abandonaba la caza. Otra vez se sintió tentado de dirigirse hacia la salida, nadar y correr hacia la luz del sol, fuera de esa terrible penumbra donde los cadáveres le acechaban con sus fríos rostros y sus manos más frías aún.
Controló el impulso. Dentro de la caverna tenía algunas posibilidades mientras le buscaban. Si huía, lo cogerían rápidamente con su lancha. Debía intentar perderles en el laberinto de las cavernas. Pero, si se les adelantaba, le esperarían al final de las cuevas.
No, no. Tenía que quedarse allí y encontrar a su enemigo.
Pero, ¿dónde? Escudriñó la cueva y no vio nada. Una gran extensión de un verde tenebroso, piedra, agua y playa. La piscina estaba moteada por unas pocas piedras grandes que se elevaban por encima del agua. Un hombre podía esconderse detrás de ellas. Pero no una lancha. ¿Emplearía su enemigo instrumentos submarinos? Sin embargo, Cochran había oído una lancha…
El bote del cadáver estaba en medio de la caverna y se encaminaba hacia la salida. En los controles estaba sentado su muerto, el de cabellos arratonados. Los otros dos cadáveres rastreaban la superficie del agua mientras caminaban pesadamente tras la estela de la embarcación.
Tres muertos, acechándole. Pero en alguna parte se hallaba oculto su manipulador. El hombre con la caja de desobediencia. La mente y la voluntad de los cadáveres. Pero, ¿dónde?
La lancha se aproximaba. ¿Se alejaría? Tal vez pensaran que él había huido. O… no, lo más probable era que el enemigo bloqueara la salida para luego registrar la caverna.
¿Le habían visto? ¿Sabían dónde estaba?
De repente, se acordó de su controlador de cadáveres, y su mano se introdujo en el agua para asegurarse de que seguía intacto. Lo estaba. Y los controladores eran sumergibles. Dadas las circunstancias, no le servía para controlar nada. Pero igual podría serle útil…
Kabaraijian cerró los ojos y procuró desconectar sus oídos. Con deliberación, bloqueó sus sentidos y se concentró en los distantes ecos sensoriales que murmuraban en su cerebro. Más vagas que de costumbre, menos confusas, recibió dos grupos de imágenes.
Su tercer cadáver flotaba en el agua a pocos pasos de donde se encontraba, y no le enviaba ninguna señal.
Tensó su mente y escuchó, y trató de ver. Las imágenes comenzaron a definirse por sí mismas. Dos cuadros, ambos ondulantes, cobraron forma, superpuestos uno con otro.
Una sensación mezclada; pero Kabaraijian se esforzó por percibirla. Las imágenes se aclararon.
Un cadáver estaba sumergido en el agua hasta la cintura, moviéndose lentamente, sosteniendo el pico. Podía ver el mango de la herramienta y la mano que la aferraba, y el agua que cada vez se hacía más profunda. Pero no miraba en dirección a Kabaraijian.
El segundo muerto estaba en la lancha con una mano sobre los controles. Tampoco miraba hacia él. Miraba hacia abajo, a los instrumentos. Le costaba un gran esfuerzo de concentración controlar la máquina. Por lo tanto, el manipulador estaba con los ojos fijos en el motor.
Sólo podía ver la máquina. Tenía una excelente visión de la lancha.
Y de repente todo tuvo sentido. Ahora estaba seguro de que los restos de su lancha le ocultaban de sus perseguidores. Kabaraijian se movió en las sombras, arrojó una mano hacia el borde de la embarcación subió a bordo y se agazapó para que no le vieran. Las rocas habían hecho un agujero en el fondo del bote. Pero la caja de las herramientas estaba intacta. Los cadáveres habían desempacado el equipo más útil, pero los avíos de reparación seguían allí. Kabaraijian cogió una llave inglesa y un destornillador. Metió el segundo en su cinturón y asió la llave fuertemente. Y esperó.
La otra lancha se hallaba casi encima de él y pudo oír el ronroneo de su motor y el agua que se movía alrededor de ella. Aguardó hasta que estuvo junto a su bote.
Entonces, se puso de pie repentinamente y saltó.
Aterrizó en medio del otro bote y la lancha se tambaleó ante el impacto. Kabaraijian no le dio tiempo al enemigo para reaccionar… o al menos no le dio tiempo que le hubiera hecho falta para controlar a los cadáveres. Dio un paso hacia adelante y golpeó con fuerza, con la llave, la cabeza del muerto. El cadáver se desplomó. Kabaraijian se inclinó, cogió una de sus piernas y levantó las manos. De repente, el muerto desapareció de la lancha.
Girando, Kabaraijian se enfrentó con el rostro azorado de Ed Cochran. Sostuvo la llave con una mano mientras que, con la otra, trataba de alcanzar los controles y acelerar el movimiento. La lancha ganó velocidad y se dirigió hacia la salida. La cueva y los cadáveres se desvanecieron a su espalda, y la oscuridad les cercó con las negras paredes. Kabaraijian encendió las luces.
—Hola, Ed —dijo, apretando la llave en su mano. Su voz era firme y muy fría.
Cochran respiró aliviado.
—Matt —dijo—. Gracias a Dios, iba a ayudarte. Mis cadáveres… ellos…
Kabaraijian sacudió la cabeza.
—No, Ed. Calla, por favor. No te esfuerces. Sólo entrégame la caja de desobediencia.
Cochran le miró asustado. Entonces, con esfuerzo, esbozó una mueca.
—Oye, estás de broma, ¿no? No tengo ninguna caja de desobediencia. Te avisé que había oído otra lancha.
—No hubo ninguna otra lancha. Era una coartada por si fallaba tu plan. Lo mismo fue el golpe que recibiste en la playa. Era una trampa… lograr que tu cadáver te golpeara con el pico como lo hizo, con el peto, no con la punta. Lo has hecho muy bien. Mis felicitaciones, Ed. Fue una excelente maniobra de manipulación. Y el resto fue igual. No resulta fácil coordinar cinco cadáveres que hacen cosas diferentes a un mismo tiempo. Muy bien, Ed.
Te he subestimado. Nunca creí que fueras tan buen manipulador.
Cochran le observó desde el suelo de la lancha. Su sonrisa había desaparecido.
Entonces, desvió la mirada y sus ojos vagaron por las paredes que les rodeaban.
Kabaraijian agitó la llave, sudada en el sitio por donde la tenía cogida. Su otra mano tocó su hombro por un momento. La hemorragia había cesado. Se sentó con lentitud y dejó que su otra mano descansara sobre el motor.
—¿No vas a preguntarme cómo me di cuenta, Ed? —preguntó Kabaraijian.
Cochran, taciturno, permaneció en silencio.
—Te lo diré de todos modos. Miré a través de los ojos de mi cadáver, y te vi agazapado aquí en el bote, acostado sobre el suelo y espiando por un costado para tratar de cazarme. No parecías muerto, en absoluto; al contrario, tenías cara de culpable. Y de repente, me di cuenta.
Tú
el único que tenía una visión perfecta de la playa.
Tú
eras la única persona que se hallaba en la cueva.
Con una sensación de embarazo, hizo una pausa. Su voz se quebró un poco y se suavizó.
—Sólo quiero saber por qué. ¿
Por qué
, Ed?
Cochran volvió a mirarle. Se encogió de hombros.
—Dinero —dijo—. Sólo dinero, Matt. ¿Por qué otra cosa podría haberle hecho?
Sonrió. No con su sonrisa habitual sino con una mueca tensa y nerviosa.
—Te tengo aprecio, Matt.
—Tienes una forma muy peculiar de demostrarlo —le dijo Kabaraijian. No pudo evitar sonreír mientras agregaba—: ¿De quién es el dinero?
—De Bartling —dijo Cochran—. Realmente me encontraba necesitado. No tenía nada ahorrado. Si tenía que abandonar Grotto, tendría que vender mi cuadrilla para pagarme el pasaje. Y otra vez volvería a trabajar como un mercenario. No lo quería. Necesitaba dinero rápidamente.
Se encogió de hombros.
—Iba a tratar de pasar de contrabando algunos remolinos. Pero te negaste a colaborar conmigo. Y anoche se me ocurrió algo mejor. No creía que aquello de organizamos en contra de Bartling funcionara, pero me imaginé que a él le interesaría saberlo. Por eso fui a verlo después de que nos fuimos de la taberna. Pensé que me pagaría por la información y que tal vez hiciera una excepción y me permitiera quedarme.
Sacudió la cabeza con melancolía. Kabaraijian permaneció silencioso. Por fin, Cochran siguió:
—Fui a verle, a él y a tres de sus guardaespaldas. Cuando se lo dije, se puso histérico.
Ya le habías humillado, y ahora descubría que estabas en algo más. Él… él me hizo una oferta. Un montón de dinero, Matt. Un montón de dinero.
—Me alegra saber que valgo mucho.
Cochran sonrió.
—Sí —dijo—. Bartling quería tu cabeza, e hice que la pagara bien. Él me entregó la caja de desobediencia. No quería manejarla por sí mismo. Dijo que la tenía por si las «mentes podridas» y sus «zombis» le atacaban alguna vez.
Cochran metió la mano en un bolsillo de su túnica y sacó un cartucho pequeño, de forma aplanada. Era igual que el controlador que tenía en el cinturón. Lo arrojó por el aire hacia Kabaraijian.
Pero Kabaraijian no hizo ningún esfuerzo por cogerlo. La caja pasó por encima de su hombro y cayó al agua con un ruido sordo.
—Eh —dijo Cochran—. Tienes que cogerla. Tus cadáveres no responderán a menos que los desconectes.
—Mi hombro está rígido —comenzó Kabaraijian. De repente, se quedó mudo.
Cochran se puso de pie. Miró a Kabaraijian como si lo viera por primera vez.
—Sí —dijo, y sus puños se apretaron—. Sí.
Era una cabeza más alto que Kabaraijian y mucho más pesado. De repente se dio cuenta de la magnitud de las heridas del otro.
La llave se hizo más pesada en la mano de Kabaraijian.
—No lo hagas —le avisó.
—Lo siento —dijo Cochran y se lanzó hacia delante.
Kabaraijian alzó la llave por encima de su cabeza, pero Cochran detuvo el golpe. Su otra mano se dirigió al cinturón y cogió el destornillador. Lo empuñó y arrojó una puñalada. Cochran lanzó una exclamación al tiempo que su sonrisa desaparecía.
Kabaraijian lanzó otro golpe y movió la mano en una y otra dirección. La estocada arrancó un trozo de túnica y algo de carne del otro.
Cochran giró retrocediendo, agarrándose al estómago. Kabaraijian le persiguió y le apuñaló una tercera vez, salvajemente. Cochran cayó. Trató de levantarse pero no pudo…
Cayó pesadamente sobre el suelo de la lancha. Quedó allí tirado, desangrándose.
Kabaraijian volvió al motor para evitar que la lancha chocara contra las paredes. La guió con suavidad a través de los pasajes, a través de las cuevas, los túneles y las profundas piscinas verdes. Y, a la dura luz del bote, observó a Cochran.
Cochran no volvió a moverse, y sólo habló una vez. En el momento en que dejaban las cuevas y salían a la luz del temprano sol de la tarde de Grotto, echó una mirada a su alrededor. Sus manos estaban mojadas de sangre. Y sus ojos también estaban húmedos.
—Lo siento, Matt —dijo—. Lo siento mucho.
—¡Oh, Dios! —dijo Matt con una voz densa. De repente, detuvo el bote y cogió la caja de primeros auxilios. Se acercó a Cochran y vendó sus heridas.
Cuando volvió a los controles, apretó el acelerador a fondo. La lancha se disparó sobre la superficie de los brillantes lagos verdes.
Pero Cochran murió antes de que llegaran al río.
Kabaraijian volvió a detener la lancha y la dejó inmóvil en el agua. Oyó los sonidos de Grotto que le circundaban: el murmullo del río que se vertía en el lago más grande, el canto de los pájaros y sus aleteos, las paletas de la embarcación que quebraban el aire.
Se quedó sentado hasta la caída del crepúsculo, mirando río arriba, y pensando.
Pensó en el día siguiente y en los días por venir. Mañana volvería a las cuevas de remolinos. Le esperaba el huevo de niebla danzante. Tenía que extraerlo; obtendría buenas ganancias de él. Dinero. Debía conseguir dinero; todo el que pudiera reunir.
Entonces, podría comenzar a hablar con los otros. Y entonces… y entonces Bartling tendría alguien contra quien luchar. Y también habría traidores. Cochran había sido el primero. Pero no el último. Les contaría a los otros que Bartling había enviado a un hombre con una caja de desobediencia, y que Cochran había muerto por eso. Era verdad.
Todo era verdad.
Aquella noche, Kabaraijian regresó con un solo cadáver en su lancha, un cadáver extrañamente quieto e inmóvil. Toda la vida, sus cadáveres le habían acompañado en su camino hacia la oficina. Aquella noche, el cadáver viajaba sobre sus hombros.
Greel estaba asustado.
Yacía en la cálida y densa oscuridad que se alzaba un poco más lejos del sitio en que el túnel se curvaba; su cuerpo delgado estaba apretado contra la extraña barra de metal que corría a lo largo del suelo. Sus ojos estaban cerrados. Se esforzaba por permanecer absolutamente inmóvil.
Estaba armado. Aferraba en su puño derecho un corto arpón de púas afiladas. Pero aquello no lograba amenguar su temor.
Había llegado lejos, muy lejos. Había trepado más alto y se había alejado más que ningún otro explorador de la Gente en muchas generaciones. Se había abierto paso a través de los Malos Niveles, donde las cosas-como-gusanos seguían intentando dar caza a la Gente sin descanso. Había acechado y destruido la brillante mole asesina en los desmoronables Túneles Medios. Había culebreado a través de decenas de inexplorados e innominados pasajes que apenas si dejaban espacio suficiente para que un hombre los atravesara.
Y ahora había penetrado en los Túneles Antiguos, los grandes túneles, antesalas legendarias, de donde, según los trovadores, había venido la Gente un millón de años antes.
No era un cobarde. Era un explorador de la Gente que se había arriesgado a caminar por túneles jamás visitados por los hombres durante centurias.
Pero estaba asustado, y no tenía vergüenza de su temor. Un buen explorador sabe cuándo debe tener miedo. Y Greel era un excelente explorador. Por lo tanto, se quedó silencioso en medio de la oscuridad, con el arma cogida en su puño; pensando.