Una canción para Lya (19 page)

Read Una canción para Lya Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Ciencia ficción

Kabaraijian observaba inmóvil como la pared iba siendo destruida y la pila de piedra verde se acumulaba a los pies de sus muertos. Sólo sus ojos se movían, yendo de aquí para allá sobre la roca, sin descanso, atento a la aparición de los remolinos pero sin encontrar ninguno. Ordenó a los cadáveres que se alejaran unos pasos y se acercó a la pared. La tocó, golpeó la piedra, y frunció el ceño. La cuadrilla había horadado una sección completa de pared y no había hallado nada.

Sin embargo, no se trataba de un hecho inusual, ni siquiera en una de las mejores cavernas de Grotto. Kabaraijian se encaminó hacia el borde de la arena y ordenó a los cadáveres que volvieran al trabajo. Cogieron los taladros vibrátiles y atacaron de nuevo la pared.

De repente, tomó conciencia de que Cochran se hallaba a su lado y le decía algo.

Apenas pudo escucharle. No es fácil prestar atención a otra cosa cuando estás manejando a tres muertos. Una parte de su mente se desconectó y comenzó a oír.

Cochran estaba repitiendo lo que había dicho. Y, por lo general, a los manipuladores no les gustaba tener que repetir algo cuando estaban trabajando.

—Matt —decía—, escucha. Creo que he oído algo. A lo lejos, pero lo he oído. Parecía otra lancha.

Era algo serio. Kabaraijian se desconectó de los cadáveres y brindó a Cochran toda su atención. Los tres taladros dejaron de hacer ruido, uno por uno, y de repente el lento golpear del agua contra la arena sonó con fuerza alrededor de ellos.

—¿Una lancha?

Cochran asintió.

—¿Estás seguro? —preguntó Kabaraijian.

—Bueno… no —dijo Cochran—. Pero creo haber oído algo. Lo mismo que antes, cuando veníamos hacia aquí.

—No sé —dijo Kabaraijian sacudiendo la cabeza—. Me parece que no, Ed. ¿Por qué habrían de seguirnos? Hay remolinos por todas partes si te preocupas en buscarlos.

—Sí —dijo Cochran—. Pero he oído algo y pensé que tenía que decírtelo.

Kabaraijian movió la cabeza en señal afirmativa.

—Muy bien —dijo—. Ya me lo has comunicado. Si aparece alguien, le concederemos un trozo de pared y le permitiremos trabajarla.

—Sí —dijo Cochran de nuevo. Pero de alguna manera no parecía satisfecho. Sus ojos se movían de un lado a otro con agitación. Se desplazó bajando hacia el sector de pared en el cual sus propios cadáveres permanecían rígidos.

Kabaraijian se volvió a la roca y sus muertos volvieron a cobrar vida. Los taladros funcionaron nuevamente y se abrieron otras rajas. Después, cuando las rajas fueron lo suficientemente grandes, fueron reemplazados por los picos y otro sector de la pared se vino abajo.

Pero esta vez, algo apareció frente a sus ojos.

Los pies de los cadáveres estaban enterrados en montones de piedra cuando Kabaraijian se dio cuenta del hallazgo; un trozo del tamaño de un puño de piedra gris en medio del verde. Se puso rígido a la vista de aquello, y los cadáveres iniciaron un movimiento de balanceo y se quedaron congelados. Kabaraijian caminó alrededor de ellos y estudió el nudo de remolinos.

Era hermoso, dos veces más grande que cualquier otro que hubiera encontrado con anterioridad. Aunque estuviera dañado, debía de valer una fortuna. Sin embargo, si lograba extraerlo intacto, su valor sería un récord. Estaba seguro de ello. Lo cortarían en una pieza. Podía verlo. Un huevo de niebla cristalina, humeante, misterioso, cubierto por unos velos de neblina de colores jamás vistos.

Kabaraijian reflexionó durante unos momentos y sonrió. Tocó el nudo con delicadeza y se volvió para llamar a Cochran.

Este hecho salvó su vida.

El pico, arrojado al aire, pasó por el lugar donde segundos antes había estado su cabeza y se estrelló contra la roca a escasos milímetros del nudo de remolinos. Trozos de piedra volaron por el aire. Kabaraijian se quedó inmóvil. El cadáver volvió a coger otro pico y se preparó para arrojarlo de nuevo.

Kabaraijian retrocedió sorprendido. El pico volvió a volar. El objetivo no era la roca sino su cabeza.

Entonces se movió. Justo a tiempo se arrojó a un lado. El disparo erró por unos milímetros, y Kabaraijian se incorporó a medias sobre la arena y comenzó a correr.

Agazapado y cauteloso, comenzó a retroceder.

El cadáver avanzó hacia él, con el pico levantado sobre su cabeza.

Kabaraijian apenas podía pensar. No comprendía nada. El cadáver que le atacaba tenía el cabello negro y una cicatriz en la cara; era su cadáver. SU cadáver. ¡SU CADÁVER!

El muerto se desplazó con lentitud. Kabaraijian se mantuvo a una distancia prudencial.

Los otros dos cadáveres avanzaban desde distintas direcciones. Uno de ellos llevaba un pico; el otro, un taladro vibrátil.

Kabaraijian tragó saliva nerviosamente y se quedó quieto. Los cadáveres formaron un círculo estrecho a su alrededor. Gritó.

Abajo, en la playa, Cochran miraba el espectáculo. Dio un paso hacia Kabaraijian.

Detrás de él se oyó el sonido de algo que caía al agua y un ruido sordo. Cochran giró como un trompo y se acostó boca abajo en la arena. No se levantó. Su cadáver esmirriado se detuvo frente a él con un pico que oscilaba en una de sus manos. Su otro cadáver se dirigió hacia Kabaraijian.

El eco del grito aún resonaba en la cueva, pero ya Kabaraijian estaba en silencio.

Observó el modo en que Cochran se tumbaba en la arena y, repentinamente, se movió, arrojándose hacia el muerto de pelo oscuro. El pico descendió, agresivo y torpe al mismo tiempo. Kabaraijian hurtó el cuerpo frente al golpe. Se tiró encima del cadáver y ambos cayeron a tierra. El cadáver fue mucho más lento en incorporarse. Cuando lo logró, Kabaraijian ya estaba detrás de él.

Paso a paso, el manipulador de cadáveres se fue retirando del campo del otro. Su propia cuadrilla se encontraba frente a él y, tambaleando, se le aproximaba con las armas en alto. Era una visión estremecedora. Sus brazos se movían y caminaban. Pero sus ojos no tenían expresión y sus rostros estaban muertos… ¡MUERTOS! Por vez primera, Kabaraijian experimentó el horror que otros sentían en presencia de los cadáveres.

Miró por encima de su hombro. Los dos muertos de Cochran se aproximaban hacia él, armados. Cochran aún no se había levantado. Yacía con el rostro en la arena, el agua lamía sus botas.

Su cerebro comenzó a funcionar de nuevo durante el corto período en que había logrado recobrar el aliento. Una de sus manos se dirigió hacia su cinturón. El controlador seguía allí, caliente, en funcionamiento. Lo probó. Lo dirigió en dirección a sus cadáveres.

Les ordenó detenerse, arrojar las armas, quedarse quietos.

Ellos continuaron avanzando.

Kabaraijian tembló. El controlador todavía funcionaba; pudo sentir los ecos en su cabeza. Pero, por alguna razón, los cadáveres no respondían. Sintió que un frío helado le recorría la espalda.

Y sintió más frío cuando descubrió lo que estaba ocurriendo. Los cadáveres de Cochran tampoco respondían. Ambas tripulaciones estaban desconectadas de sus manipuladores.

¡Desobediencia!

Había oído que a veces ocurrían cosas semejantes. Pero nunca había sido testigo de una. Las cajas de desobediencia eran muy caras e incluso constituían un contrabando ilegal en aquellos planetas en que la manipulación de cadáveres era permitida.

Sin embargo, ahora veía una en acción. Alguien quería asesinarle. Alguien estaba tratando de hacer justamente eso. Alguien estaba usando sus propios cadáveres en su contra, por medio de una caja de desobediencia.

Se arrojó mentalmente hacia sus cadáveres, luchando por ganar el control, peleando con lo que fuera que les tenía dominados. Pero, era una batalla perdida. Simplemente, los muertos no respondían.

Kabaraijian se inclinó y cogió un taladro vibrátil.

Se incorporó rápidamente y giró para enfrentar a los cadáveres de Cochran. El grandote, el de las piernas como cerillas, se acercaba a él con un pico entre las manos.

Kabaraijian detuvo el golpe con el taladro, empleándolo como un escudo. El muerto volvió a llevar el pico hacia atrás.

Kabaraijian activó el taladro y lo dirigió hacia el estómago del cadáver. En un segundo, se oyó un ruido de carne desgarrada y comenzó a brotar la sangre. Se tendría que haber oído también un grito de agonía, pero nada de eso se produjo.

Y el pico descendió de todos modos.

La agresión de Kabaraijian había desviado el golpe del cadáver; sin embargo, el arma le rozó rasgando su túnica a la altura del pecho y trazando un sendero sanguinolento desde su hombro hasta el estómago. Tambaleando, retrocedió hasta la pared con las manos vacías. El cadáver volvió con el pico que oscilaba entre sus manos, con los ojos en blanco. El taladro lo traspasó todavía zumbando, y la sangre saltó en rojos borbotones húmedos. No obstante, el cadáver seguía avanzando.

No hay dolor, pensó Kabaraijian, con la parte de su mente que no estaba paralizada por el terror. La estocada no había resultado irremediablemente fatal y el cadáver no podía sentirla. Está desangrándose, pero no lo sabe, no le preocupa. No parará hasta que esté muerto. ¡El dolor no existe para él!

El cadáver estaba ya casi encima de él. Se arrojó sobre la arena, cogió un trozo grande de roca, y rodó. El disparo llegó tarde, sin puntería. Kabaraijian se acercó al cadáver y le tiró al suelo. Una vez encima de él martilló una y otra vez su cabeza con la piedra que apretaba en el puño con el objeto de destruir el cerebro sintético.

Por fin, el cadáver dejó de moverse. Pero los otros ya llegaban hasta él. Dos picos lanzados casi al mismo tiempo. Uno erró el blanco. El otro le causó una profunda herida en su hombro.

Asió el segundo pico y lo retorció, luchando por detenerlo. Perdió. Los cadáveres eran más fuertes que él, mucho más fuertes. El cadáver cogió el pico y volvió a elevarlo hacia atrás para amagar otro golpe. Kabaraijian se puso de pie chocando contra el cadáver y golpeándole al mismo tiempo. Los otros saltaron hacia él tratando de asirle. No se detuvo a luchar. Corrió. Le persiguieron, lenta y torpemente. De alguna manera, la situación era horrorífica.

Llegó hasta la lancha, la cogió con ambas manos y empujó. Ésta apenas si se movió sobre la arena. Empujó de nuevo y, esta vez, la embarcación se movió con mayor facilidad. Estaba empapado en sangre y sudor y exhalaba el aliento en breves jadeos. No obstante, siguió empujando. Su hombro le produjo unos dolores terribles. No prestó atención al dolor y, con él, ejerció presión sobre la lancha. Por fin, el bote abandonó la arena.

Sin embargo, los cadáveres ya estaban sobre él, balanceándose, en el momento en que subió a la lancha. Puso en marcha el motor y lo llevó a la máxima velocidad. El bote respondió. Se lanzó a toda marcha en una repentina explosión de espuma, deslizándose sobre las verdes aguas rumbo a la oscura raja de seguridad que se hallaba en la pared más lejana de la caverna. Suspiró… y fue entonces que vio al cadáver.

Estaba en el bote. Su pico inútil yacía enterrado en la madera; pero aún tenía sus manos, y le eran suficientes. Con ellas le rodeó el cuello y apretó. Kabaraijian se revolvió como un loco, tirando golpes hacia aquel rostro calmo e inexpresivo. El cadáver no hizo esfuerzo por esquivar los golpes. Los ignoró. El manipulador le golpeó una y otra vez lacerando los ojos vacíos y martillando su boca hasta que los dientes se le hicieron astillas.

Sin embargo, los dedos que rodeaban su cuello apretaban cada vez más y todo su esfuerzo por librarse resultaba vano. Ahogándose, dejó de darle puntapiés al cadáver y lanzó una patada hacia el timón de la embarcación.

La lancha viró bruscamente y se inclinó hacia un lado y hacia el otro. Las paredes de la cueva estuvieron muy pronto encima de ellos. Entonces, sobrevino un feroz impacto, se oyó el crujido de las maderas y la lancha se detuvo de repente sobre el agua. Kabaraijian trató de mantener el equilibrio, pero ambos cayeron al agua… El cadáver mantenía aún sus manos alrededor del cuello del manipulador mientras éste seguía luchando por liberar su garganta.

Sin embargo, Kabaraijian logró tomar aliento antes de que el agua verde le cubriera por completo. El cadáver intentó respirar debajo del agua. El manipulador le ayudó en la tarea. Le metió ambas manos en la boca y se la mantuvo abierta para asegurarse de que tragara una buena cantidad de líquido.

Finalmente, el muerto murió. Y sus dedos se aflojaron.

Con los pulmones a punto de estallar, Kabaraijian se liberó y nadó hacia la superficie.

El agua le llegaba sólo hasta el pecho. Se paró encima del cadáver para mantenerlo sumergido mientras bebía enormes tragos de aire con desesperación.

La lancha se había incrustado en una cresta de rocas punzantes que se alzaba del agua a uno de los lados de la salida. Ésta se hallaba a pocos metros, cubierta por las sombras. Pero ahora, ¿era segura? ¿Sin una lancha? Kabaraijian pensó en salir de allí a pie y de inmediato abandonó la idea. Le separaban muchas millas de la seguridad que significaba la estación del río. Podría ser capturado, en la oscuridad de las cuevas, por los que quedaban de la tripulación. La amenaza se hallaba a sus espaldas. No, sería mejor permanecer allí y enfrentarse a su atacante.

Con una patada, se libró del cadáver que mantenía aprisionado contra el suelo del lago y se encaminó hacia los restos de su lancha que todavía estaba encallada entre las rocas.

Amparado por las ruinas, tendrían dificultades para hallarle, e incluso para verle. Y si su enemigo no sabía dónde estaba tendría dificultades para lanzar a los cadáveres en su persecución.

Mientras tanto, tal vez él encontrara a su atacante.

Su atacante. ¿Quién? Bartling, por supuesto. Tenía que ser Bartling o uno de sus mercenarios. ¿Qué otro?

Pero, ¿dónde? Tenían que estar muy cerca; dentro del radio de la playa. No se puede manipular un cadáver por control remoto; la respuesta sensorial no sería buena. Las únicas sensaciones que se perciben son visuales y las auditivas, y aún así, son borrosas.

Tienes que ver al cadáver, ver lo que está haciendo, y qué es lo que quieres que haga.

Por lo tanto, los hombres de Bartling debían de estar por allí. En la cueva. Pero, ¿dónde?

¿Y cómo? Kabaraijian pensó en ello. Debía de tratarse de la otra lancha que Cochran había oído. Alguien les había seguido, alguien con una caja de desobediencia. Tal vez Bartling había colocado un seguidor en su lancha durante la noche.

Other books

Angel Song by Mary Manners
5 A Bad Egg by Jessica Beck
Evergreen Falls by Kimberley Freeman
Lady Moonlight by Rita Rainville
Go-Between by Lisa Brackmann
Dragons' Bond by Berengaria Brown
Never Doubt I Love by Patricia Veryan