Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos (2 page)

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Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

Pero Matías Pinto se sentía prisionero en una jaula de piedras y campos que olían a espliego y boñiga, y no tardó en darse cuenta de la extraña obsesión de Isabel. En cada esquina, calleja o camino empedrado era perseguido por aquellos ojos negros, llenos de determinación, y su sombra lo acompañaba allí donde iba. Una tarde, cobijado en la oscuridad de una de las tabernas con peor fama de Valparnaso, y entre susurros, para que nadie pudiera escucharle, confió sus inquietudes a Alonso. Creía que aquella mujer y su familia habían cortado de un tajo sus esperanzas, y volverían a hacerlo, en cuanto intentaran marcharse de allí. Debían escapar de noche. Cambiar de identidad, si era preciso. Y empezar de nuevo, donde la influencia de los Mejías no pudiera encontrarlos. El rostro de su amigo se ensombreció. Apartó la jarra que estaba bebiendo y agarró a Matías del brazo. Su mirada era opaca y sus palabras no fueron las que Matías quería escuchar. La mala suerte los había dejado sin dinero y casi sin identidad. Ésa era la simple verdad. Y sólo podía sentirse halagado si la heredera de la familia más poderosa de la provincia se había interesado por él. Gracias a los Mejías habían conseguido todo lo que ahora tenían. Si aun así prefería seguir creyendo en oscuras conspiraciones e intentaba huir, debería hacerlo solo. Él no pensaba acompañarle. Y tendría que hacerlo con cuidado, porque la influencia de los Mejías acabaría por encontrarlo, allí donde lograse llegar.

Horas más tarde, envuelto en el silencio de su habitación, Matías no podía dormir. Se levantó y abrió la ventana. Con los ojos perdidos en la oscuridad, inspiró el aire fresco de las noches de Valparnaso. Las palabras de Alonso seguían en su cabeza y su decisión de escapar tiritaba entre dudas. ¿Y si Alonso tuviera razón y lo que él veía como el origen de su mala suerte era simplemente una nueva oportunidad? Quizá si estaba escrito que debía quedarse para siempre en aquel pueblo, lo mejor era centrar sus esfuerzos en adaptarse y amaestrar su voluntad para enamorarse de Isabel.

Y lo intentó. En pocos meses, tras muchas veladas en la finca de los Mejías, cacerías, cenas y bailes organizados en su honor, Matías fue conocido como el prometido de Isabel, envidiado por muchos y compadecido por los pocos que realmente adivinaban su desgracia. A pesar de que lo probó con todos los medios a su alcance, no lograba sentir amor por aquella mujer. Memorizó la perfección de su rostro y con alma de explorador fue descubriendo todas sus virtudes para aprender a quererla. Acudió a remedios de viejas y, según lo que había escuchado a las ancianas del lugar, llevaba siempre el retrato de Isabel cerca del corazón, para convertirla en la dueña de sus sentimientos. E incluso, con la luna llena, se dormía pensando en ella, ya que la sabiduría popular contaba que, en esas noches, aquel a quien se dedica el último pensamiento, se convierte en el ser amado para siempre. Pero todo resultó inútil. Y por más que lo intentó, sólo consiguió aumentar sus ansias de volver a ser libre, para seguir con el destino que le habían robado el día que Isabel lo vio por primera vez.

En un último intento desesperado, decidió visitar a una hechicera que, según los rumores, vivía en las afueras de Valparnaso. Le costó encontrar el camino, porque, aunque por muchos era conocida la existencia de la vieja bruja, nadie fue capaz de describir la forma exacta que hasta ella llevaba. «Si realmente lo deseas, la encontrarás», le dijeron. Y concentrándose en su propósito, augurando que tal vez le iba la vida en ello, se puso a caminar, una tarde de aquel verano que debía convertirse en el último que verían sus ojos. Tras más de una hora de trayecto, desorientado y sabiéndose perdido, distinguió una choza en una explanada desierta. Por un momento creyó que se trataba de una alucinación. Pero al no tener más opción que seguir aquel rastro, aunque fuera un engaño causado por la sed y la fatiga, guió sus pasos hasta la cabaña, que parecía resplandecer en medio de la nada, como si realmente no estuviera allí. No tenía color, se fundía con la tierra humeante que la rodeaba, y una gran tristeza, cada vez mayor, se apoderó de Matías a medida que se acercaba a ella. Su mano temblaba cuando empujó la puerta de madera, que chirrió con todas las fuerzas de una horda de grillos nocturnos mientras se abría. «Estoy loco» pensó, «pero debo seguir hasta el final». Al entrar, el contraste entre la oscuridad del interior y la deslumbrante luz exterior lo cegó por unos instantes. Tras recuperarse pudo distinguir una amplia estancia, y quedó sorprendido por su decoración. Esperaba un agujero tenebroso y destartalado, y en su lugar encontró una acogedora sala de estar, con cortinajes de colores brillantes y desconocidas flores en el alféizar de las ventanas. Una sugerente voz lo invitó a entrar y se sintió envuelto en un olor dulzón, mareante, con reminiscencias a agradables momentos vividos y a nuevos mundos todavía por descubrir. Una figura femenina lo observaba sentada en el centro de la estancia. La desorientación de Matías aumentó al ver su aspecto, inédito en aquellos parajes. Sus cabellos eran rojos como el coral y los ojos de un azul límpido, como el del cielo de Valparnaso en las mañanas despejadas de junio.

—Sé a lo que vienes —le dijo ella— pero no puedo ayudarte. No hay solución para lo que buscas.

Así Matías supo, según escuchaba la voz de aquella embrujadora e inesperada hechicera, que no era posible encontrar un filtro para lo que él deseaba. Existían conjuros que sorteaban el mal de ojo, eliminaban la mala fortuna, o buscaban alargar la lozanía del cuerpo y la juventud de la vida. Se podían realizar brebajes para seducir al ser deseado, o para saber con certeza si uno estaba siendo engañado. Nacían hierbas, y se fabricaban amuletos, que podían aportar la fortuna en el juego y el azar, o provocar la desgracia en el enemigo. Pero no se podía luchar contra la propia voluntad. El elixir del amor jamás funcionaría si uno lo tomaba conscientemente. Desesperado, Matías le suplicó ayuda. Si enamorarse de Isabel no era posible debía existir otra solución. La maga lo miró inquisitivamente y le preguntó si, para escapar de Valparnaso y de su impuesto destino, estaba dispuesto a enfrentarse a la muerte. De repente el lugar se ensombreció. En el fondo de la sala, de una alacena que Matías hubiera jurado que acababa de aparecer, ella sacó un frasco minúsculo. Era metálico, de un dorado intenso y, pese a su tamaño, minuciosamente labrado.

—Ésta es la única forma que existe para satisfacer tus deseos. Escapar sería inútil. Si quieres volver a ser libre, Matías Pinto debe morir. Con el líquido de este vaso tu cuerpo atravesará las puertas del más allá. Durante doce horas tan sólo tu alma permanecerá viva. Haz creer a todos que Matías ha muerto, y renace para seguir con la existencia que perdiste al conocer a Isabel. Puede que necesites la ayuda de alguien para volver a la vida, mas asegúrate que aquel en el que deposites tu secreto, sea realmente digno de confianza. Y ahora, márchate, porque nada más puedo hacer ya por ti.

En su tumba, con el castañetear de los dientes como único sonido que le indicaba que todavía estaba vivo, Matías recordaba el momento en el que había confiado en Alonso, y en su promesa de irlo a buscar, en cuanto la última luz de Valparnaso se apagara. Hacía horas que el reloj de la iglesia, en la Plaza Mayor, había tocado la medianoche. Ya debería haber venido. Si todo hubiera ido bien, él no tendría que haberse despertado hasta que Alonso lo hubiera desenterrado. Matías se desesperó, pensando qué podría ocurrirle a Alonso y cuál era la causa de su tardanza.

A un escaso kilómetro y medio de aquel cementerio de cruces en piedra, quemadas por el sol y desolladas por el viento, una ventana, en la hacienda de los Mejías, permanecía iluminada en la noche negra. Las velas alumbraban la habitación de Isabel, mientras permitían distinguir dos siluetas enlazadas, girando, bailando alrededor del lecho de la heredera, sobre el que descansaban las oscuras ropas y el velo que había llevado en la ceremonia por su prometido. Podían escucharse risas frívolas y mezquinas, mezcladas con el sordo ruido de besos, caricias, un corsé desabrochándose, y telas cayendo al suelo entarimado de madera de pino. La misma que había servido para realizar el ataúd de Matías Pinto. Eran Alonso e Isabel, que celebraban su conjura. Uno cegado por el deseo y la ambición, la otra dominada por el despecho y la sed de venganza, al sentirse despreciada. De forma inexplicable, el ruido de sus carcajadas atravesó el pueblo, sobrevoló los tejados de tejas encarnadas, los campos de cultivos amarillos, las tierras yermas del desierto en el que se encontraba el cementerio y, aunque nadie más pudo oírlo, llegó hasta los oídos de Matías. En ese momento, envuelto en la más absoluta negrura, como en una última jugarreta del destino, lo vio todo claro. Comprendió que había sido engañado por los dos amantes. Que le habían mentido aquel a quien consideraba casi un hermano y la mujer que con tanto celo lo había amado, y los odió con todas las fuerzas que aún le quedaban. En su desesperación maldijo a todos los enamorados, al amor, a la pasión, y al capricho por el cual sus días habían acabado. Y lloró. Sus lágrimas corrían por fin, por primera y última vez en su vida, todas las que nunca antes habían sido derramadas, y que inundaban el féretro que lo atrapaba. Clamó y se lamentó hasta que la sal de sus lágrimas se agotó. Pero siguió llorando, desesperado. Las gotas que vertían sus ojos siguieron fluyendo, abundantes, y afloraron a la árida tierra del cementerio en el que se encontraba la tumba de Matías Pinto.

A partir de entonces, cuentan las leyendas del lugar, que después de la medianoche, quien se atreve a pasear por el antiguo camposanto, puede todavía oír los lamentos del pobre Matías Pinto. Y que, del mar de lágrimas que derramó, nació el manantial que se encuentra en la entrada. Un manantial maldito. Porque según dicen, la pareja que de él bebe, tiene los días contados, y la desazón y la melancolía se apoderan de sus corazones para toda la vida.

En el fondo del río

Camino del río va la niña cantando. El río tiene muerte en su fondo de limos verdinegros, en su lecho de guijas brilladoras…

Camino de los limos, llamada por las guijas, va la niña cantando y su canción se quiebra gota a gota sobre el agua.

Camino del agua en acecho, del agua que se lleva su canción, va la niña cantando…

Cantando llegará a la orilla, al filo de la orilla y se inclinará a coger unas florecitas…

Juan Carlos Ruiz

Gaspar Gastuña maldecía su suerte mientras subía la cuesta que llevaba a la hacienda de los Mejías. Bajo un sol hostil que evaporaba la sangre y derretía los huesos, sus gotas de sudor dejaban un rastro en el camino para el que deseara seguirle. Le llamaban el Gato, por las iniciales que le presidían nombre y apellido, y por una innata habilidad para escabullirse sigiloso, siempre que la situación lo requería. Pero aquella mañana no había hecho honor a su apodo. La culpa era suya, ya que riéndose de las supersticiones, había ido a pescar cerca de la antigua tintorería, donde se decía que merodeaban más espíritus que en el purgatorio. Y después de dos horas sin conseguir una sola trucha, se había encontrado con el cadáver. En un primer momento quiso huir, y olvidar lo que había visto. No obstante, temeroso de ese peso para su conciencia, acabó por llevarlo hasta la iglesia. Y una vez allí, tras echarlo a suertes con el párroco y el doctor, el azar lo había marcado para comunicar la tragedia a Santos Mejías. Aunque era libre de sospecha, porque estaba de viaje cuando la niña desapareció, las piernas le pesaban como si estuvieran hechas de acero, y en aquel momento, hubiera dejado que se las cortaran. Algo peor temía perder cuando le dijera al patrón que, tras una semana de intensa búsqueda, habían encontrado a Aurora, su única hija, muerta en el río, flotando desnuda como una balsa de troncos huecos, y con un grotesco color encarnado tintándole manos y brazos.

Cuando llegó a la cima se giró para mirar atrás. A lo lejos, las casas blancas de la villa le parecieron lápidas de cementerio, mientras la finca de los Mejías, enfrente de él, lo aguardaba imponente y oscura como garganta del diablo. Llamó a la puerta y, al cabo de unos segundos, escuchó pasos que se aproximaban, cedieron los cerrojos y fue el propio patrón quien abrió. Gaspar bajó la cabeza, se quitó el sombrero y contempló a Santos Mejías. Se dio cuenta de que los ojos del hombre lo miraban sin verle, enrojecidos, y la barba de tres días no ocultaba la palidez de un rostro que semejaba un cadáver o un mal disfraz en el día de Todos los Difuntos. Santos se apartó para dejarle entrar. Pesadamente se dirigió al interior, y Gaspar lo siguió, sin pronunciar palabra, todavía. Recorrieron un largo pasillo decorado con testas de animales muertos, trofeos de caza de los Mejías. El Gato se imaginó allí colgado, uno más entre las bestias sin vida. Sacudió la cabeza inconscientemente, buscando apartar esos ridículos pensamientos. Cosas peores había oído, aunque en ese momento, el hombre que caminaba frente a él, era un barco a la deriva, tocado y hundido cuando escuchase lo que había venido a decirle. Nadie en Valparnaso ignoraba que Santos Mejías sólo había querido a una persona en su vida. Y esa pequeña persona yacía ahora sobre una mesa de la rectoría, inerte y fría cual piel de serpiente.

Llegaron por fin al gran salón que en otra época había resplandecido como un paraíso, donde los más afortunados habían podido disfrutar de las legendarias fiestas de la familia Mejías. Mas ahora, a su alrededor, Gaspar simplemente veía abandono. Las ventanas estaban cerradas con postigos, el polvo cubría los muebles y el silencio dominaba la estancia. El Gato sabía que tras la desaparición de la niña, hacía exactamente siete días, Santos había echado a las pocas personas que todavía quedaban a su servicio, insistiendo en que sólo iba a recibir a aquellos que trajeran alguna información sobre el paradero de Aurora. Pero igualmente se sorprendió que en tan poco tiempo aquella casa oliera a sepulcro y transpirase tristeza en cada uno de sus rincones. Santos Mejías abrió lentamente una ventana, acercó dos sillas a la luz y se sentó esperando que Gaspar hiciera lo mismo.

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