Read Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos Online
Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra
Tags: #Relatos fantásticos
A su alrededor encontró varios objetos: una taza de hojalata, un candelabro, y utensilios de cocina oxidados. Y en la oscuridad de una esquina, una herramienta llamó la atención de la vieja. Un hacha yacía tirado junto al camastro. Sintió su peso al cogerlo. Era una herramienta vieja y usada, y parecía que su dueño se había empeñado en conservarla: tenía el filo mellado por el uso, pero perfectamente afilado. Brilló con un rayo de claridad y Doña Rosario pudo verse reflejada en la hoja. La imagen duró apenas un segundo. Luego desapareció, y dejó en su lugar una sospecha. Y una imagen apareció en su cabeza: una silueta formada con sombras en la boca de un pozo.
A Doña Rosario le faltó el aire; se ahogaba, y sintió que aquello era una señal. Dejó caer el hacha y salió de la choza, tropezó, y estuvo a punto de caer al suelo. Emprendió el camino de regreso. Bordeó las rocas y al llegar al claro halló a Mariana junto al foso.
La niña se encontraba arrodillada de cara al agujero. Enajenada, asía con fuerza una rama que utilizaba de fusta; golpeaba sin piedad su propia espalda. El vestido estaba roto y su cuerpo sangraba a través de las heridas abiertas. Rosario intentó detenerla, pero cuando se aproximó Mariana la golpeó. La vieja sintió cómo un rayo estallaba en su rostro, la vara de madera impactó de lleno y le cruzó la cara. Se tambaleó, y Mariana la empujó hacia la boca del pozo.
Cayó unos metros, y el golpe, aunque doloroso, fue contra una superficie blanda. Aún estaba con vida. La luz de la linterna llegó desde la superficie, y pudo ver lo que había amortiguado el golpe; ante sí halló el rostro de Edna. Y debajo de la mujer, pudo distinguir otro cuerpo. Doña Rosario comenzó a llorar, y sus lágrimas cayeron sobre la melena, larga y blanca, que tapaba los rasgos del segundo cadáver.
Sintió cómo un primer montón de tierra caía sobre su espalda. El segundo se demoró unos instantes. La imagen volvió a su mente. La figura que antes había estado en sombras, aparecía ahora de una manera clara y precisa; era la silueta de la niña tal como ahora la podía ver, erguida y triunfal en la boca de la grieta. Esta amenaza, junto a la presencia de los cadáveres de Edna y Arzís, arrojaba la luz suficiente para que Doña Rosario viera lo sucedido con toda claridad: el veneno en las tizanas, los asesinatos, la locura de Mariana, las heridas que la misma niña se había auto infringido; las cicatrices que en su propia espalda había arado.
—¡Tardarás una eternidad! —gritó a Mariana.
Pero la respuesta que recibió fue la risa de la pequeña.
Desde la superficie, Mariana arrojó otro montón de tierra que cayó directamente sobre la cara de Doña Rosario. La vieja tosió, y cuando al fin pudo tragar, trozos de tierra rasparon su garganta. Escupió tres veces contra las paredes de la fosa. El dolor crecía en su interior.
Desde el fondo del pozo, Doña Rosario vio la silueta de Mariana recortada a contraluz. En la superficie, la niña permanecía erguida con el foso a sus pies. Sobre su cabeza, sostenía una piedra con ambas manos. Parecía dispuesta a dejarla caer en cualquier momento.
Doña Rosario sintió miedo. Aunque pensó que de un momento a otro todo acabaría. Iba a morir en su bosque, y allí, en la oscuridad del pozo, nunca más estaría sola.
El día que Miranda desapareció dejé de soñar con los ojos abiertos. Hasta entonces yo había sido un adorador de letras y disfrutaba escribiendo en mi cuaderno de cuentos hazañas imposibles que fantaseaba con hacer realidad algún día. Había devorado ya todas las obras de Julio Verne, las aventuras de Sandokan o las gestas de los tres mosqueteros. Pero mi libro preferido era Tom Sawyer. No me cansaba de leer una y otra vez sus travesuras junto a Huckleberry Finn. Y cuando Miranda me miraba yo imaginaba que Becky, la vecina que dejaba sin habla a mi héroe, había de tener los rasgos de aquella niña que me robaba la calma mientras saltaba a la comba en el patio del colegio. Sus padres habían venido de lejos cuando ella no era más que un bebé. Y se contaba que eran originarios de un país donde el sol se ponía varios meses al año y el frío formaba parte de tu cuerpo. Tal vez quienes nacían en aquel lugar de oscuridad llevaban una luz mágica en su interior para contrarrestar la penumbra que los rodeaba. Y aún hoy sigo creyendo que aquella niña se la había traído toda consigo. Mi madre siempre decía que Miranda, de tan bonita que era, no estaba hecha para este mundo. Y ahora pienso que ésa fue, quizá, la causa de su desgracia.
Aquella mañana Miranda estaba preciosa. Los niños de entre ocho y diez años recibíamos la primera comunión y a todos nos habían vestido con lo mejor del armario en un día tan señalado. Pero en la fila que caminaba al compás de la música del viejo órgano, ella resaltaba por encima de todos nosotros, entre las velas, los lirios y las piedras de la pequeña iglesia. Era la única niña cuya falda no llegaba hasta el suelo, y por debajo podían verse las puntas de sus zapatos de charol. Aunque de lejos su vestido parecía de color blanco, si lo mirabas con atención, estaba inundado de flores chicas, violetas y ambarinas, a juego con sus ojos y su cabello. Yo estaba seguro de que nunca le habían cortado el pelo, y que por eso lo tenía tan largo que casi podía cubrirse entera sin que asomara un centímetro de piel. Era como una de las muñecas que mi hermana pequeña guardaba en el armario y a las que no dejaba que me acercase, bajo pena de llevarme una monumental regañina de mamá con coscorrón incluido.
Yo no podía dejar de mirarla y no escuché una sola de las palabras que nos dedicó el padre Alejandro. El calor era sofocante y con los aromas que desprendían el incienso, la cera y las almas reunidas en una iglesia repleta, a punto estuve de desmayarme al recibir la sagrada forma. Creo que los demás niños tampoco prestaron mucha más atención que yo durante la ceremonia. Todos esperábamos ansiosos a que acabaran misa y convite para que llegara pronto la tarde. A las afueras de Valparnaso se había instalado un circo. Y el padre Alejandro había prometido acompañarnos como regalo de comunión. Nuestro párroco era un religioso singular, de porte noble y aires de galán. Más que la apariencia de un cura tenía el físico de uno de esos apuestos actores que salen en las revistas, con espaldas anchas y una eterna sonrisa siempre dispuesta a deslumbrar a los feligreses. Todas las mujeres del pueblo, incluida mi madre, estaban secretamente enamoradas de él y entre las fieles de la parroquia nunca se había visto una predisposición cristiana tan fervorosa como entonces. También sus maridos estaban hipnotizados bajo el influjo de aquel encantador de serpientes y la iglesia se llenaba todos los domingos. Incluso los niños lo adoraban gracias a otra de las particularidades del padre Alejandro: su afición por la magia.
Mi madre contaba que el cura había nacido y crecido en un circo, despertándose cada mañana en un lugar diferente. Que sus padres lo habían abandonado de pequeño, y que por eso había tenido que buscarse la vida trabajando como ayudante de un mago. Y que él mismo habría sido un artista de reconocido prestigio si no se le hubiera cruzado en el camino una trapecista con cuerpo de gacela que le había secuestrado el entendimiento. Un día aquella mujer desapareció junto a un funambulista de la troupe, dejándolo vivo pero casi sin corazón. Y entonces, de la manera más inesperada, la fe lo había rescatado ganándolo para el ejército de la iglesia. No obstante nunca abandonó del todo su afición por la magia. En el jardín de la sacristía hizo construir un cobertizo donde los niños nos reuníamos algunas tardes para asistir a sus improvisados espectáculos de ilusionismo y prestidigitación. Disfrutábamos de lo lindo con aquellas sesiones. Incluso teníamos un pequeño escenario sustentado por postes de madera, con raídas cortinas verdes que llegaban hasta el suelo. A los lados, cubierto por mantas polvorientas, descansaba lo que quedaba de su vida en el circo. Eran bultos indefinidos que despertaban nuestra curiosidad. En alguna ocasión los destapaba y nos enseñaba su contenido. Y ante nosotros desfilaban largas espadas con incrustaciones de piedras multicolores, bolas de cristal que si las mirabas fijamente te hacían perder el sentido, chisteras, abanicos y flores de papel. Pero lo que más llamaba nuestra atención era una misteriosa caja mágica de la que el padre Alejandro nos decía que podían salir los objetos más increíbles.
La caja mágica era un baúl de madera, pintado con tonos dorados y cubierto de extraños símbolos de inspiración oriental que nos resultaban ilegibles. Tenía el tamaño de un niño de nuestra edad y cualquiera de nosotros hubiera logrado meterse dentro sin tener siquiera que flexionar las rodillas. Según el padre Alejandro, cualquier cosa podía aparecer si la deseábamos de verdad, aunque de su interior siempre acabaran surgiendo serpentinas, globos y todo tipo de golosinas. Mas ya nos resultaba suficiente para quedarnos con la boca abierta y no cerrarla hasta la hora de cenar, porque no comprendíamos cómo aquel insólito baúl nos entregaba tales regalos. En una ocasión Miranda expresó el deseo de ver salir una paloma de la caja mágica. Al día siguiente todos nos reunimos en el cobertizo, expectantes. El padre Alejandro nos mostró la caja vacía y pidió a Miranda que cerrara los ojos y formulara el deseo con todas sus fuerzas. Al cabo de unos segundos escuchamos un ruido, y después, con gran ceremonia, el padre Alejandro sacó de la caja una asustada paloma de nácar. Con cuidado, la depositó en el regazo de Miranda, y sus dedos rozaron las temblorosas manos de la niña. Fue en ese instante cuando sorprendí en sus ojos la misma mirada extasiada con la que yo la contemplaba siempre desde mi pupitre en el colegio. Y creo que a partir de entonces empecé a odiar al padre Alejandro.
Aquellas representaciones fueron, hasta el día que el circo Vinizius visitó Valparnaso, nuestro único contacto con el mundo de la magia. Así que todos esperábamos ansiosos que llegara la tarde para poder ver en primicia a un mago de verdad. Después de recibir la comunión, los niños salimos en escampada hacia los jardines de la iglesia. Allí se había organizado un banquete al aire libre. No hay nada más arbitrario que el tiempo en los relojes, y tras esperar lo que nos pareció una eternidad, llegó la hora de la anhelada visita al circo. A las seis en punto, el padre Alejandro nos puso en fila, de dos en dos, y yo me apresuré a estar cerca de Miranda para ir a su lado durante el camino. Recuerdo que le hablé sobre las maravillas y criaturas imposibles que había fantaseado con encontrar en el circo Vinizius. Me inventé que quizá podríamos conocer a Úrsula, la mujer cangrejo, que giraba su cuello ciento ochenta grados mientras caminaba hacia atrás a cuatro patas; pero que necesitaba vivir siempre sumergida en el agua para que su piel no se agrietara ni sus fuerzas se debilitaran. O a Hamisha, el increíble, que si le cortaban el cabello, las uñas o le arrancaban un diente se autoregeneraba con la capacidad de un lagarto. Y con un poco de suerte allí veríamos a Yosamán, el hombre león, que hablaba el lenguaje de las fieras y vivía como una más entre ellas. Miranda sólo reía y con aires de niña mayor me advertía de que mis padres tenían razón cuando me reñían por vivir más en otros mundos que en éste. Y que, a lo mejor, ya era hora que empezase a abandonar tantas fantasías absurdas, porque las mujeres cangrejo o los hombres lagarto sólo existían en mi cabeza. Yo me puse de malhumor y al verme enfadado cogió mi mano. Y me recordó que aparte de las fieras, la mujer barbuda y los payasos que sí íbamos a ver en el circo Vinizius, podríamos disfrutar de la magia de la gran Lyudmila, una maga rusa que había aprendido de Rasputín. Allí donde iba era anunciada como la mayor hechicera de todos los tiempos, y según contaba Miranda, era capaz de hacer desaparecer todo Valparnaso si se lo proponía.
Desde lejos divisamos la gran carpa en blanco y rojo, con una bandera en lo alto que llevaba escrito el nombre del circo. Salimos corriendo hacia allí. Los coloridos carromatos donde vivían los artistas se unían a través de hileras de luces que, como ya había empezado a oscurecer, estaban encendidas y brillaban como estrellas. Todos nos embriagamos ante el mágico caos que se desplegaba a nuestro alrededor: payasos, saltimbanquis y bailarinas, con posturas imposibles, se mezclaban con el público que hacía cola y con los vendedores ambulantes de dulces de algodón y manzanas al caramelo. El padre Alejandro nos guió hasta nuestras butacas, donde nos sentamos cuando ya empezaban a sonar las primeras notas que indicaban el inicio de la función. No pude situarme junto a Miranda y ella se colocó dos filas por detrás mío, al lado del padre Alejandro. Mientras maldecía mi suerte, se encendieron los focos que iluminaban el centro de la pista, disminuyó la intensidad del resto de luces y la música subió de volumen. El espectáculo empezó y el mundo dejó de existir. El maestro de ceremonias, un orondo bigotudo con casaca y pantalones dorados, anunció las maravillas que íbamos a presenciar y una troupe de acróbatas inundó la pista. Durante más de una hora desfilaron para nuestro deleite trapecistas que parecían flotar en el aire, domadores que hablaban con elefantes y leones, payasos que nos hicieron reír hasta que nos dolió el estómago… Antes del gran número final, la actuación de Lyudmila, me giré para avisar a Miranda. Y aquélla fue la última vez que la vi, mientras observaba fascinada todo lo que nos rodeaba. De repente, una espesa neblina inundó la pista y la maga entró en el escenario. Entonces calló el mundo. Perdimos la noción del tiempo y Lyudmila nos sedujo con juegos de magia sacados del país de los sueños. Escapó de una jaula de acero como sale el humo de una tetera; deshizo la voluntad de la primera fila de espectadores transformándolos a su antojo mediante hipnosis en animales de granja; y voló suspendida ante nuestros ojos como si unas alas invisibles le hubieran crecido de improviso. También sacó una caja mágica como la del padre Alejandro, pero de un tamaño mucho mayor, y de ella salieron media docena de panteras blancas que pasearon alrededor de la pista y después desaparecieron, como si jamás hubieran existido, al entrar de nuevo en el gran baúl. Cuando los aplausos inundaron la sala y la gente empezó a levantarse para salir de la carpa, me giré y me di cuenta de que Miranda ya no estaba. Tampoco vimos al padre Alejandro y decidimos permanecer sentados hasta que la gente se marchase y él volviera a buscarnos.