Read Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos Online
Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra
Tags: #Relatos fantásticos
Decían en Valparnaso que si Arzís no había construido la casa entre las demás, era por una razón de desear la soledad, y que apenas le interesaba intercambiar palabras con los otros habitantes de la villa. De él se hablaban muchas cosas, y ninguna buena. Y sin embargo, sólo sabían de él que tenía buen precio por la madera, pues no hablaba otra cosa que del dinero que intercambiaba por su género. Y cuando le preguntaban a Rosario cómo era aquel hombre, pues por vecina habría de tener idea, ella les daba la razón, y callaba la verdad que no había tenido que fisgar, sino que fue formando, como se juntan las piezas de un rompecabezas, a causa de los encuentros fortuitos con la familia. Una vez al mes lo veía llegar a casa con la carreta cargada de víveres, entre ellos varias cajas de licor, que renovaba sin falta en cada visita al pueblo.
Nadie en Valparnaso era como él, y allí repudiaban su aspecto, su carácter, su semblante y esa melena que no habían visto sino en contados visitantes extranjeros. Pero Doña Rosario sabía, callaba pero sabía, que la palidez de su cara y su cabello blanco no eran otra cosa sino un reflejo del sufrimiento que su pobre esposa le propiciaba.
Las pocas veces que habían visto a Edna en Valparnaso, la habían tomado por una forastera. De su niñez, aislada en aquella misma casa, sólo recordaban su comunión y algún paseo con su padre.
Huérfana temprana, Edna vivía su enfermedad recluida en la casa, en la que era asistida por la compasión de su marido. Ya nadie recordaba la pálida belleza de la mujer, que ni siquiera al quedar embarazada, al parir a Mariana, visitó el pueblo con motivo médico. Fue Doña Rosario quien dio la voz, al encontrarse un día cerca de la casa y escuchar el llanto de bebé. Y esa niña, Mariana, había crecido entre la locura de su madre y el sobrio carácter de su padre. Ahora Mariana estaba en edad de convertirse en mujer, y Doña Rosario se preguntaba, después de lo que había visto aquella misma tarde, si acaso ya no lo era.
El amanecer estaba próximo. La vieja removió el brebaje y apagó el fuego, el fondo del caldero bullía con su contenido, que dejó reposar tras colocarle la tapa. En una silla próxima, sentó su cuerpo cansado y entrecerró los ojos, debía descansar, al menos un poco antes de comenzar su jornada con la primera luz del día.
Los rayos de sol traspasaron la ventana y despertaron a Mariana. La niña abrió los ojos y sintió un dolor en la cabeza que acompañaba al recuerdo de lo ocurrido la noche anterior.
Un segundo después, era todo su cuerpo el que se retorcía con una mezcla de asco y dolor. El salón emanaba la misma canción, sintonizada tanto tiempo atrás que ya resultaba un objeto más de la propia casa, como el estampado del papel de la pared o el crujido de la madera en los muebles.
Al oír la melodía Mariana pensó en su madre, que había pasado allí la noche, casi despierta, o a punto de dormirse, que era la manera en que Edna languidecía en el tiempo. Mariana no quería encontrarse con ella, así que procuró hacer el menor ruido posible y caminó hacia la escalera, y al pisar el primer peldaño, saltó los escalones en dirección al piso superior.
Al entrar al baño cerró con llave. Tras sus pasos dejó unas huellas de tierra y sudor que se dirigían a la bañera.
Mariana sólo pensaba en lavarse, quitarse la mugre que sentía adherida por todo su cuerpo. Se desnudó, y cuando el vestido cayó al suelo observó en su piel unas manchas moradas que marcaban sus piernas. Se acarició el muslo, en el lugar donde una cicatriz lo atravesaba, y con su dedo siguió el trazo que formaba hasta el punto en que otra señal cruzaba a la anterior. En el espejo observó la cruz forjada en su pierna. Se giró, y se detuvo a mirar su espalda, labrada por otras tantas marcas, fruto de heridas ya cicatrizadas que se unían y parecían una sola. Sonrió. La vista de las heridas pasadas le recordaba que tenía que hacer algo. Su padre ya no estaba, y Mariana sabía que ése había constituido un primer paso que la alejaba de aquella vida que no había elegido. Le quedaba muy poco para poder dejar atrás la casa, a su madre y la enfermedad que lo impregnaba todo a su alrededor.
De la jarra cayó el agua fría, y sintió que aquello era un bálsamo para su cuerpo. Los brotes de la hierba y la tierra que la manchaban, caían ahora al fondo blanco de la tinaja. Frotó su cuerpo con la pastilla de jabón, pero a pesar del fuerte olor a lavanda, sentía que su piel estaba contaminada por una suciedad que no provenía de la tierra.
Mariana colmó la tina y se recostó para sumergir su cabeza bajo el agua. Escuchó el silencio, y deseó que siempre fuera así. Los golpes en la puerta la despertaron de sus pensamientos, Edna estaba al otro lado.
Mariana no contestó, y tapándose la nariz volvió a hundirse en el agua que cubría la tinaja. Edna la llamó desde fuera.
—Sal del baño. Tienes que vestirte o llegaremos tarde. Tu padre nos espera.
Mariana no respondió, y los golpes en la puerta se convirtieron en una violenta advertencia, su madre amenazaba con derribarla si no abría de inmediato. Mariana necesitaba silencio, sólo quería estar sumergida en el agua por el resto de sus días y que su madre la dejase en paz. Que desapareciese. Que al bosque nunca más, que su padre se había ido para siempre, y que al bosque, nunca más.
Los gritos de la niña despertaron a Doña Rosario. En el exterior de la casa los alaridos de Mariana, le recordaron la matanza de un puerco. La vieja salió a ver qué ocurría, y se encontró con el forcejeo de madre e hija camino al bosque. Delante, iba Edna con furia. Arrastraba sin compasión a la niña, que desnuda, con el pelo mojado, con golpes y tirones intentaba librarse de la tenaza de su madre.
Pero la madre ejercía toda su fuerza y arrastraba a la niña como si no pesara nada. En la lucha, las dos gritaban cada cual de forma más violenta. Mariana, suplicando que no, que al bosque no, padre ya no está, padre nos dejó hace tiempo. Y la madre trastornada que eso había que verlo, que por niña no entendía.
—Me mientes. Tú quieres volverme loca, sé que estás mintiendo y ahora pagarás por el embuste. Él nunca se marchó, yo sé dónde está.
Doña Rosario, conteniendo el aliento vio cómo la madre arrastraba a Mariana como si fuese una muñeca de trapo. Madre e hija, libraban una batalla de fuerzas desiguales, y así se perdieron entre la sombra de los árboles. La vieja dudó qué debía hacer, tardaría demasiado en encontrar auxilio en el pueblo. No le quedaba más remedio que salir de la casa y perseguir el eco de sus chillidos a través del bosque.
Los gritos de desesperación de Mariana resonaron entre los árboles, pero eran las voces de respuesta de su madre las que guiaron a Doña Rosario por un terreno sin camino entre la vegetación. Pero cuando la vieja se encontraba perdida en el laberinto de árboles, escuchó de nuevo un grito de Edna, que maldecía a la niña con profecías de endemoniada mientras Mariana lloraba.
Los gritos cesaron de repente y Doña Rosario sufrió un angustioso silencio. Durante unos minutos caminó desorientada y sin rumbo hasta que el llanto de la niña llegó a sus oídos. Era un sollozo calmado, menos embrutecido que hacía unos momentos y sin la violencia de la madre. Unos gemidos de los que se sirvió como guía para finalizar su búsqueda fatal. Las ramas de los árboles se abrían para dejar espacio a un claro, donde la tierra y verdor vegetal daban paso a una alfombra de piedra lisa. Y en medio de ella encontró a Mariana arrodillada junto a la boca de un foso, una grieta que se abría entre varias rocas.
Rosario tiró el bastón y fue rápidamente hacia ella. Mariana se asustó, pensó en huir hasta que advirtió que se trataba de Doña Rosario, que vestía con el velo que abrigaba y cubría su cuerpo desnudo. La abrazó, la dejó llorar, y la consoló con las caricias de una madre hasta que finalmente logró tranquilizarla.
La niña tenía los brazos llenos de rasguños, y sangraban en sus pies llagas abiertas a causa de caminar descalza. Y sin embargo, la vieja pensó que el mayor daño que aquella niña había sufrido no era físico, sino algo mucho más profundo. Doña Rosario observó unas manchas alrededor de la grieta, y no le hizo falta preguntarle dónde se encontraba su madre. Qué falta le hacía hurgar en el horror que ahora vivía Mariana, si la respuesta estaba escrita con sangre en las piedras que rodeaban el foso. Fue a mirar en el interior, pero la niña la detuvo, se agarró con fuerza de su cuello, lloró y gritó que había sido un accidente.
Cuando entraron en casa de Doña Rosario, la vieja llevó en brazos a la niña hasta su habitación y le quitó el velo; el cuerpo de la pequeña estaba poblado de cicatrices, y ante la visión la vieja no pudo más que santiguarse. Las observó, siguió el camino que marcaban en el cuerpo; partían del muslo, ascendían y multiplicaban sus trazos hasta cubrirle por completo la espalda.
Rosario pensó en un mapa, cuyas cruces, escritas con los azotes de una vara, marcaban los lugares que conducían al horror que debía haber sufrido la niña. Se preguntó si acaso no representaba la geografía del propio pueblo, si no era Valparnaso, con sus gentes y temores, con todos sus odios y rencillas. Entonces en algún punto de la espalda de Mariana, si no toda ella, debía estar el maldito bosque como epicentro en el que confluían todos los caminos. Y en efecto junto al bosque, debía estar reflejada la casa de la familia en que la niña había tenido tan mala fortuna de nacer. Rosario sintió lástima por la chiquilla. Preparó el ungüento que habría de aliviarla y lo aplicó en cada una de sus heridas. Con la tizana que había preparado la noche anterior, le dio de beber un remedio para calmar su ansiedad. Y mientras la niña bebía, la vieja replicó una oración que fue sumiendo a Mariana en el sueño. Abrazadas, no habría manera de decir cuál de las dos lloró más su dolor, una por el horror que le había sucedido, y la otra por la impotencia de ver a una niña a la que tal vez le hubieran robado la inocencia. Cuando la vieja vio que Mariana dormía, se levantó con cuidado para no despertarla y fue rumbo a la casa de la niña.
Apenas hubo llegado al umbral, la melodía alcanzó sus oídos. Encontró la puerta abierta y no tuvo más que empujarla para acceder a la oscuridad del interior. Percibió la pesadez del ambiente cerrado, y la humedad de las paredes que había levantado el papel que las cubrían. Una vez en el salón, sintió frío y se santiguó, y escupió tres veces hacia un sillón que aparecía de espaldas ante ella. Intentó pasar a las otras habitaciones pero la estancia, con aquel sillón que la presidía, estaba impregnada de un olor que a la vieja le resultaba familiar. Al acercarse observó que en la chimenea quedaban restos de las brasas que habían ardido la noche anterior, y junto a ella, detrás del ángulo que ésta formaba, encontró una taza. Contenía un líquido que llegaba hasta el borde, y desprendía el olor que inundaba la sala.
Como pudo comprobar después de inspeccionar las habitaciones, esa misma esencia impregnaba el resto de la casa. Pero en su recorrido fue encontrando varios recipientes en el mismo estado, con líquido hasta el límite, sin haber probado un sorbo como si las hubieran dejado allí olvidadas o escondidas nada más servirlas. Comenzó en el salón con esa primera taza, pero encontró la siguiente junto al sillón, y cuando iba de camino a la cocina halló otro vaso detrás de la puerta. Y una vez en la cocina, encontró sobre la mesa restos de plantas, tallos y raíces que Doña Rosario estudió con curiosidad.
Cuando salió de la casa llevaba consigo la ropa de la niña. Pero en medio del camino se topó de nuevo con la misma sensación, se sintió envuelta en un manto de silencio como si a su alrededor el tiempo se hubiera detenido, y de pronto tuvo una certeza que no podía explicar.
Mariana seguía durmiendo en la cama de Doña Rosario. La vieja dejó la ropa a su lado y se sentó a sus pies. La niña dormía tranquila, y le pareció imposible imaginar cómo había acabado con la vida de su madre. Se preguntó qué era lo que le había hecho llegar hasta aquel extremo. Era fácil razonar que había perdido la cabeza a causa de la enfermedad de la madre. Debía haberlo pasado mal durante todo ese tiempo, y Rosario se santiguó al pensar lo que aún le quedaba por pasar a la pequeña. La niña se movió bajo las sábanas, y Rosario fue a la cocina con la intención de servir otro poco del remedio que antes había calmado a Mariana. Pero algo la hizo detenerse cuando estuvo ante la olla, pues al retirar la tapa, el vaho ascendió hasta su nariz para poner ante ella un olor que reconoció enseguida. Comprobó que la niña seguía con los ojos cerrados sobre la cama, y salió al exterior en dirección al bosque. Pero lo que Rosario no vio fue que, mientras traspasaba la frondosa vegetación y se internaba entre los árboles, Mariana la observaba desde la ventana de la cocina.
No le resultó difícil orientarse en el camino que la debía llevar hasta el foso. Una vez allí, se fijó en la sangre que manchaba las piedras de la boca de la grieta, sintió una vez más esa extraña sensación que le hacía pensar que el tiempo se detenía, que el silencio se apoderaba de todo a su alrededor, mientras volvía a ver el movimiento de las hojas. Se santiguó, se sentía vigilada en aquel claro en el que, estaba segura, no debía haber nadie más que ella y el cadáver de Edna en el fondo del pozo.
Siguió escrutando aquella parte del bosque. Al borde del claro se levantaba una barrera de vegetación, de plantas que vivían gracias a la humedad de la zona. Rosario siguió caminando y recorrió los alrededores, guiada por su especial facultad para ver y para sentir lo que los demás eran incapaces. Un poco más allá del foso destacaba un montículo de piedra, el bosque se elevaba como una alfombra de naturaleza coronada por una calvicie hecha de rocas. Bordeó las piedras y llegó a una zona a la que jamás había accedido. La espesura que poblaba el bosque formaba aquí un claro, y a su alredor la vieja vio los troncos talados de los árboles. Se preguntó si era allí donde Arzís conseguía la madera, aunque el lugar le pareció demasiado alejado. Avanzó internándose en el corazón húmedo del bosque. No transcurrió mucho tiempo. Siempre había creído que aquel lugar sólo era frecuentado por ella, y sin embargo, esa porción de bosque había sido habitada. Ojeaba la zona talada cuando encontró una choza.
Era una construcción austera, hecha con la madera de los árboles que crecían su alrededores. La habían construido con cuatro troncos que aguantaban el peso, y tanto las paredes como el techo estaban cubiertos por ramas. Parecía abandonada. Rodeó la destartalada cabaña y tuvo que agacharse para poder entrar, y una vez cruzó los palos que hacían de puerta, Doña Rosario se santiguó. La claridad entraba por los huecos que dejaban las ramas secas, y en esos rayos de luz brillaban las motas de polvo, ascendían desde el suelo y quedaban en suspensión, como atrapadas en la luz. En el suelo y cubierta de tierra había ropa, tan vieja como sucia. Las prendas se repartían en varios ovillos, y la vieja se agachó y rebuscó en el que tenía más cerca. Halló una manga y tiró de ella, y del enredo extrajo una camisa. Era una camisa de invierno, y a pesar de las manchas, pudo ver que estaba hecha a base de cuadros de diferentes colores.