Read Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos Online
Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra
Tags: #Relatos fantásticos
Eran casi las dos de la tarde cuando, tras recorrer todo el pueblo, el carruaje entró en la casa de Don Zacarías. Aprovechando el bullicio de la fiesta, que debía seguir durante todo el día, se ocultó en la parte trasera. Agotados de sostener al viejo y aguantar la pantomima durante varias horas, los hijos se escondieron en el interior del salón, bajaron las persianas y esperaron a que terminara el festejo. Lo más difícil estaba hecho. Ahora sólo quedaba esperar. Pasado un minuto de la medianoche, llamarían a la casa de apuestas y reclamarían el dinero. Hasta entonces, meterían a Don Zacarías en su habitación, y si alguien preguntaba por él, habían acordado decir que estaba descansando después del tremendo esfuerzo. Cobrada la apuesta, ya decidirían el futuro del cadáver, que poca importancia tendría una vez que el dinero estuviese al fin en los bolsillos de la familia.
Cuando el reloj de la sala truncó el silencio, tocando la medianoche, hijos y nuera se miraron. De repente, ahogando un suspiro que había empezado a salir por la boca de Casilda llamaron a la puerta. Alejandro se levantó, pidió silencio a todos y se dirigió a abrir. Quizás fuese Doña Alfonsina para reclamar el pago de las serpentinas, los farolillos y la tonelada de golosinas compradas para el desfile. Pero no era la vieja usurera quien esperaba detrás de la puerta. Allí encontró a un desconocido con bigotito cuadrado, casi ridículo, que le confería un aspecto más teatral que solemne. En su indumentaria destacaban un bombín y un paraguas. Alejandro pensó que aquellos dos elementos tan sólo se habían visto juntos una vez, en toda la historia de Guacamalindo. Tras unos segundos de desconcierto, recuperó la compostura y el hombrecillo, con voz atiplada y fuerte acento británico, le preguntó si Don Zacarías estaba presente.
—Soy su hijo —respondió Alejandro—, mi padre se encuentra indispuesto y a estas horas como comprenderá está descansando. Son las doce de la noche, hemos celebrado una fiesta, hoy ha cumplido cien años, y…
—Permítame rectificarle, señor Bajomonte. En eso está usted equivocado —interrumpió el hombrecillo.
Alejandro lo miró ofendido y cuando se disponía a rebatir la afirmación, el inglés le entregó una tarjeta de visita.
—Disculpe, debería presentarme. Soy un representante de Wilson and Wilson, la compañía con la que su padre y el señor John Toole, que en paz descanse, suscribieron la apuesta que usted, supongo, debe conocer. Según dicha apuesta si su padre llegaba a los cien años, la fortuna del señor Toole pasaba a ser de su propiedad.
Mientras decía estas palabras el hombrecillo, sin ser invitado, había entrado en el salón, dejó el paraguas en una silla y sacándose el bombín, con una leve inclinación de cabeza, saludó al resto de la sorprendida familia. Se giró y, dándoles la espalda, depositó un pequeño maletín de color negro encima de la mesa del comedor. Lo abrió. Extrajo unos documentos amarillentos y los colocó cuidadosamente a un lado del maletín. Alejandro los miró con curiosidad y en uno de ellos reconoció la letra de su padre. El representante de Wilson and Wilson se dio la vuelta de nuevo y mirando a todos los presentes, prosiguió con su explicación.
—Lamento comunicarles que hoy se cumple el plazo para reclamar la apuesta que el señor Toole realizó con el señor Bajomonte. Saben, supongo, que una de las condiciones impuestas para que el ganador pudiera obtener su premio fue que la reclamación debía realizarse durante los 365 días posteriores a la muerte de Don Zacarías, si el Sr. Toole resultaba ganador. Si por el contrario, Zacarías Bajomonte llegaba al siglo de vida, él o su familia disponían también de un año para solicitar el dinero.
Miró su reloj y continuó:
—Según lo expuesto me consta que hace cinco minutos el señor Zacarías Bajomonte ha cumplido 101 años, por lo que el plazo para reclamar el premio ha finalizado.
Alejandro abrió la boca para replicar pero la cerró inmediatamente. Le había venido a la memoria la anécdota que en ocasiones contaba su madre sobre el abuelo Nicolás y el día en que éste había ido al ayuntamiento para inscribir a su hijo recién nacido. Había invitado a los funcionarios a varias rondas de aguardiente, y al final acabaron todos tan borrachos que se equivocaron hasta en el nombre que debían ponerle al bebé, un niño que a partir de entonces pasó a llamarse Zacarías en vez de Nicolás. Un sudor frío empezó a recorrerle la nuca. ¿Y si no había sido sólo el nombre lo que el abuelo había cambiado? ¿Y si también se había equivocado en la fecha del nacimiento? El inglés pareció adivinar sus pensamientos y le tendió los papeles que estaban encima de la mesa.
—Una semana después de registrar la apuesta, recibimos esta carta de Don Zacarías en la que nos hacía saber el error cometido por su padre en el momento de registrarle en el ayuntamiento. Según nos contó la fecha de nacimiento que figuraba en la documentación oficial no era válida. Había nacido el año anterior y se trataba de una lamentable equivocación. Naturalmente, nos pidió que hiciéramos constar la fecha correcta, ya que así, si ganaba, podría disfrutar del dinero 365 días antes de lo indicado. Wilson and Wilson certificó que todo fuera cierto, como es nuestro deber, y tras las comprobaciones pertinentes, modificamos los términos necesarios y enviamos los nuevos originales a Don Zacarías. Así pues, según nuestra información —aquí el hombrecillo hizo una dramática pausa y sonrió enseñando unos dientes ocres y afilados—, es mi deber anunciarles que el plazo para reclamar el premio de la apuesta ha finalizado. Y según los deseos de mi difunto cliente, el señor Toole, el dinero debe pasar a manos de su queridísima nieta, la señorita Belinda Scott Toole…
Cuando la puerta se cerró y el hombrecillo se fue, la familia quedó en el más completo de los silencios. Todos miraban fijamente al suelo, como si no quisieran perderse detalle de las baldosas que decoraban el salón. Alejandro tenía en las manos la carta que su padre había enviado a Wilson and Wilson. La repasó una vez más y empezó a comprender la sonrisa burlona del anciano en su lecho de muerte. La estrujó en sus manos y se dirigió a la habitación de Don Zacarías. Encima de la mesilla de noche encontró la Biblia que el anciano no dejaba ni a sol ni a sombra. La abrió. Y allí estaban. Eran unos papeles casi idénticos a los que habían estado guardando bajo llave durante tantos años. Pero la fecha no era la misma, y el cobro de la apuesta se adelantaba un año. Su padre siempre lo había sabido. Alejandro arrancó, una a una, las páginas de aquel libro viejo y desgastado y rompió lentamente los documentos. Los papeles quedaron esparcidos encima del cadáver de su padre. Salió sin mirarle y se sentó en el sofá del salón.
—¡Maldito viejo cabrón! —exclamó. Pero nadie levantó la vista.
El silencio volvió a reinar en la casa.
La niña nació entre sedas baratas, perfumes de imitación y amores de cartón piedra. El burdel con más fama de la provincia no era el mejor escenario para ver la luz por primera vez, pero su madre, la mulata más bella del harén de Madame Dadou, no tenía dónde escoger. Cuando ya no pudo más, se refugió en el cuarto de la madame, y aferrada a los barrotes de la gran cama, mezclando sus chillidos con los gritos de placer de fulanas y clientes, dio a luz a una niña, blanca como pulpa de cebolla. La madre quedó muerta en el acto, y todos pensaron que el agotamiento había desencadenado el síncope fatal. Nadie adivinó jamás que la verdadera causa fue la impresión. Porque la mulata había reconocido en el bebé, extraordinariamente blanco, la misma piel del desconocido que nueve meses antes le había fecundado la sangre dejándole el vientre helado. La niña, mientras tanto, seguía tumbada en la cama de Madame Dadou, sin derramar ni una sola lágrima. Pequeña como un ratoncillo de campo y fea como el demonio. La madame la limpió, y la envolvió en un mantón de seda reservado para cubrir su cuerpo desnudo en las veladas con un acaudalado cliente, loco por las bailadoras flamencas. Cuando acabó, se dio cuenta que había que darle un nombre. Y la llamó Benigna. Porque, enternecida, había decidido apartarla de la mala vida y ése le parecía un nombre de santa, poco apropiado para ejercer en el oficio más antiguo del mundo.
Benigna creció en aquel famoso lupanar rodeada de medias luces, cortinas de terciopelo escarlata, y una decena de madres singulares que pasaban las horas en batín y lencería de encaje. Los años no cambiaron su aspecto de niña sin color, y algunas furcias pensaban que en ella había algo que erizaba la piel, y provocaba un repentino frío en los huesos. Pero Benigna era cariñosa, obedecía sin rechistar y se mostró, por lo demás, como una chiquilla absolutamente normal hasta el día que de forma casual reveló el extraño don que marcaría su vida para siempre.
Marlene, una valquiria de curvas inacabables, lloraba ruidosamente en la cocina. Sus compañeras la rodeaban intentando consolarla. No sabían qué hacer para acabar con aquel torrente de lamentaciones, que le desbordaba el ya desabrochado corsé. Ni la tarta strudel, que volvía loca a Marlene porque le recordaba los años de infancia en un pueblo alemán de casitas blancas y tejados verdes, ni el licor de naranjas amargas, guardado por Madame Dadou para ocasiones especiales, habían logrado parar el llanto. Marlene pasaba de largo la treintena pero todavía tenía cara de muñeca de porcelana, y conservaba unas nalgas firmes que volvían locos a los clientes. Era consciente, no obstante, que su lozanía no iba a durar para siempre. Y creía haber encontrado la solución para su madurez en un magnate irlandés, enriquecido gracias a la venta del corcho con el que se fabricaban los tapones de las botellas de aguardiente. Hasta hacía un mes habían estado enamorados, pero tras unos días sin aparecer por el burdel, el caballero la había visitado la noche anterior. Y entonces había estallado la tragedia. Un tanto avergonzado, le había confesado que al día siguiente iba a casarse con una sobrina, quince años más joven que él y tan hermosa que lo había dejado sin cordura.
Con tan tremenda desgracia todas habían olvidado a la pequeña Benigna. Para entonces ya tenía unos doce años y vigilaba la escena con expresión atenta y agazapada en un rincón. La niña sentía predilección por Marlene, con quien pasaba horas en la cocina preparando la famosa strudel, y escuchándola entonar canciones tirolesas y óperas de Wagner. De repente, se levantó, y caminó sigilosa hasta colocarse al lado de la rubia rota por el dolor. Se sentó en su falda, le levantó la cabeza con sus pequeñas manos, y mirándola a los ojos, le dijo:
—Marlene, no llores porque ésta será la última noche de esa mujer. El señor O’Connor no celebrará una boda, sino un funeral. El blanco que verá no será el del vestido de novia de su sobrina, sino el de la mortaja que la llevará a la tumba.
Marlene siguió llorando, más desconsolada si cabe, y Madame Dadou mandó callar a la niña, no sin antes darle un coscorrón por haber dicho aquella tontería. Mas cuando, al cabo de una semana, regresó el pretendiente de Marlene y contó la fulminante enfermedad que había llevado a su prometida al cementerio, todas recordaron las palabras de Benigna y empezaron a mirarla con otros ojos.
A partir de aquel día, el extraño don de Benigna fue en aumento, a medida que se ensanchaban sus formas y se convertía en una mujer de melancólica belleza, blanca como pétalos de margarita y expresión siempre sorprendida. No había fulana en el burdel que no solicitase su consejo, al menos una vez por semana, acerca del futuro o de las probabilidades de éxito sentimental con alguno de los clientes. Poco a poco fueron descubriendo que las capacidades de Benigna se limitaban a algo tan funesto como la muerte y fuera de esto, sus dotes adivinatorias eran absolutamente nulas. Era capaz de predecir el fin con sólo mirar a los ojos y así fue como, por ejemplo, logró salvar la vida de Filo, la travestí pelirroja que decía ser descendiente de gitanos húngaros.
Ocurrió el día de la inauguración del primer cinematógrafo en la provincia, acto que iba a ser presidido por el señor ministro, y al que debían acudir las grandes figuras patrias del séptimo arte. Filo, devota del mundo del celuloide, y fiel imitadora de la Hayworth, había aguardado durante meses la oportunidad de ver de cerca a alguno de sus ídolos. Ya estaba dispuesta a salir por la puerta cuando Benigna la cogió del brazo y, de la forma más natural, le dijo que si se marchaba ya no iba a volver. Pesaron más para Filo la herencia de sus antepasados gitanos y el miedo a las supersticiones, que el amor por la gran pantalla, y se contentó con seguir por radio la retransmisión del acto. Faltaba media hora para el final, cuando casi se desmayó al escuchar la fuerte explosión que tuvo lugar aquel día trágico, en el que murieron un centenar de personas a causa del primer atentado con bomba que se realizaba en el país.
Muchas de las mujeres empezaron a evitar a Benigna, y confundieron su habilidad premonitoria con una negra suerte de mal de ojo. Ella no se daba cuenta y ponía sobre aviso a quien estuviese en peligro de muerte. Se acostumbró a entrar en la gran sala, donde cada noche las cortesanas esperaban a los clientes, mientras la vieja Liberta, una cacatúa con plumas de algodón, no cesaba de parlotear. Algunos de ellos empezaron a mirar a Benigna con un deseo que se convertía en cenizas, en el instante en que ella, inocentemente, les aconsejaba no coger el auto en domingo, porque tendrían un accidente mortal. O les recomendaba evitar las emociones fuertes, incluidas las del placer, porque si no lo hacían su corazón no resistiría más de un mes. Madame Dadou empezó a ver peligrar su negocio con aquella especie de bruja blanca que espantaba a los más devotos. Además su fábrica de sueños húmedos no pasaba por los mejores momentos. Disfrazarse de pastora o de bailadora flamenca ya no bastaba para tener satisfecha a la clientela. Las antes decentes esposas eran cada vez más imaginativas, y sólo faltaba que Benigna asustase con oscuras premoniciones, a los clientes fieles que aún le quedaban. Decidió dejarle las cosas claras, y al contemplar que se había convertido en una atractiva joven, pensó que, dado los malos tiempos que corrían, le había llegado el momento de ganarse el pan que había estado comiendo durante tantos años.