Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos (17 page)

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Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

En el último piso de la torre, la niña observaba el mar a unos pasos del ventanal. La mirilla del catalejo oprimía su ojo: el horizonte era una alfombra negra que no cesaba de bullir, y el barco podía estar en una de esas lenguas de agua que ondulaban y desaparecían al instante. Pero el círculo de la lente por el que buscaba era demasiado pequeño para toda aquella inmensidad. Hasta que el ojo con el que escrutaba el horizonte y la mano con la que mantenía en alto el instrumento quedaron sin fuerzas.

El guardacostas observó intrigado el catalejo, era lo único que le quedaba a la niña de su vida en aquel barco. Había sido elaborado con tres piezas de madera, que se replegaban una dentro de la siguiente. El exterior circular estaba tallado con dedicación de artesano, allí había reproducido el viejo tres escenas de su vida de marinero. Cuando la niña lo giraba, podía leer en tres actos la eterna historia del mar: había unas velas, hinchadas en el momento de zarpar. Había una nube, escupía un rayo que atravesaba un mástil. Y por último un barco, que partido a la mitad se hundía, dividido mientras desaparecía bajo la línea del mar. Al hombre se le ocurrió que los dedos de la niña se lo debían saber de memoria, si sus yemas lo habían leído cada día desde que el viejo se lo regalara.

El guardacostas le acarició el pelo.

—No sé cómo conseguiste llegar, pero te prometo que haremos lo posible por encontrarle.

La niña no respondió. Para ella era imprescindible que encontraran al viejo, saber que estaba vivo y poder contarle, que después de todo ese tiempo de búsqueda al fin había encontrado la isla. Pero lo único que podía hacer era extender el catalejo y volver a replegarlo. Exactamente igual que lo hacía con su propia esperanza.

Un rayo iluminó el ventanal y el guardacostas movió el dial de la radio, intentaba sintonizar la frecuencia del barco. La niña sabía que esas señales se perderían en medio de la lluvia. No servirían de nada porque en el barco del viejo no existían esos trastos modernos, como si en algún momento de la travesía lo hubiera anclado en el pasado.

La embarcación era un armazón de madera al que ella, por muy lejos que se encontrase ahora, seguía perteneciendo. Se sabía al marinero de memoria, y estaba convencida de que había nacido con el pelo blanco. Pensaba en él y lo veía, todo piel morena y arrugada, de la mañana a la noche ante el timón. Ésa era la primera imagen suya que podía recordar, con brazos delgados y fuertes. Giraba la rueda mientras observaba a la niña, que recorría la longitud de la nave de proa a popa, llevando el catalejo siempre consigo. Ella se acercaba a un extremo del barco, justo en el rincón donde el bote salvavidas pendía de las cuerdas. Allí se apoyaba en la barandilla, y con el catalejo en el ojo barría el horizonte hasta donde el aumento alcanzaba. Buscaba su isla. A su espalda, desde el puente, el viejo gobernaba su mundo flotante de madera y mar, como si hubiera nacido allí mismo, con la botella de licor a su lado. Cuando anochecía, ella siempre se refugiaba bajo la barca y quedaba como dormida. Caía en un trance por el que se paseaban las imágenes de otra vida posible. Pasaba las horas esbozando en el horizonte la silueta de su isla. Hasta que él la cogía en brazos y la bajaba al camarote. La tendía en la cama y le insistía que esas vistas eran las de la imaginación de una niña que jamás había pisado la tierra. Y tras esperar a que viniera el sueño que la llevase a buen puerto, el viejo descorchaba otra botella y volvía a cubierta a recorrer su barco a tragos. De vez en cuando, al azar, giraba el timón en busca de una ruta inexistente.

La niña nunca dejó de buscar su isla. El día de la tormenta amaneció con la misma pregunta de siempre en el borde de sus labios. Ya estaba en la cubierta cuando el viejo subió a primera hora de la mañana. Se acercó a la barandilla y se quedó en silencio unos minutos.

—¿Y la isla? —preguntó ella.

Él dirigió la mirada al cielo, se demoró en su respuesta mientras observaba las nubes que aparecían lejanas en el horizonte.

—Hoy habrá lluvia. Mira allí.

La niña extendió el catalejo y apuntó el visor hacia aquel punto. Aunque había acabado por creer las predicciones del marinero, le seguía pareciendo imposible que un cielo como aquel, tan azul sobre sus cabezas, pudiera tornarse lluvia. Sin despegar el ojo del instrumento miró a su alrededor.

—Agua —le dijo enfadada al viejo—. No hay rastro de mi isla.

Pero el hombre no respondió, le dio la espalda y regresó al timón. Cuando llegó el mediodía las nubes negras se habían acercado. El mar seguía calmo, pero una fría brisa recorría la embarcación, robando a su paso el crujido de la madera. El viejo había acabado una de sus botellas, bajó y se entretuvo en el cuarto que tenía junto al camarote. Allí guardaba las herramientas y los barriles de licor, con los que rellenaba las botellas vacías. Trasteó con una cuerda de vela, la destrenzó y fabricó con ella una brocha. Cogió una lata vacía y la rellenó de pintura roja, después subió a la cubierta en busca de la niña.

La encontró en el lugar de siempre; sentada bajo el bote salvavidas. Se dejaba llevar, hipnotizada por el trance que le producía la barca. Él dejó la lata a su lado y le habló alto y despacio para atraer su atención.

—Mira lo que se me ha ocurrido. ¿Por qué no le pintas un nombre al bote?

La niña se incorporó, pero sólo para rechazar la brocha. El viejo no se dio por vencido.

—He pensado que tal vez te gustaría ponerle tu nombre. ¿Qué te parece?

Ella volvió la cabeza hacia el envase de hojalata y se quedó mirando, hasta que al fin estiró la mano y sumergió la brocha en la pintura.

—No sé escribir mi nombre —le dijo sin apartar la vista de la lata.

El viejo le cogió la mano, y sosteniendo los dedos que sujetaban la brocha fue guiándolos contra la barca con suavidad. Y así comenzó a dibujar los contornos de las letras.

Mientras la niña pintaba, el hombre observó de nuevo las nubes. Pensó en la tormenta, y fue como pensar en todas las tormentas. Cada una de ellas había dejado una cicatriz en el armazón distinta a la anterior y diferente a las que quedaban por venir. Calculó que la tormenta no tardaría en echarse sobre el barco, y se preguntó con qué novedad vendría.

Ella dejó la lata con los restos de pintura a su lado y pasó el resto de la tarde bajo la barca, sin separar el catalejo de su ojo. Cuando anocheció, el viejo fue en su busca y le dijo que bajara a refugiarse en el camarote. Ella lo ignoró, y él tuvo que cogerla del brazo. Mientras la bajaba a rastras por la escalera intentó convencerla de que era lo mejor.

—¡Hoy cenarás aquí! —le ordenó— y no saldrás hasta que yo te lo diga.

El camarote era una habitación amplia en la que las vigas de madera estaban a la vista. Había dos camastros unidos por los pies y que seguían el ángulo recto de la pared. Junto al lecho de la niña, estaba la pequeña mesa en la que ella dejó su catalejo. Se sentó sobre el colchón, y comenzó a acariciar la superficie mullida mientras miraba al suelo.

—¿Cuál es mi nombre?

El viejo no se había movido de la puerta, apoyado en el marco al tiempo que el barco se balanceaba con más fuerza.

—Islabel, ya lo sabes. Lo acabas de escribir en tu barca.

La niña miró sus pies. Sus pequeñas piernas no llegaban al suelo, colgaban, y las hacía balancear adelante y atrás.

—Pero quiero saber mi nombre, el de verdad.

El viejo desvió la mirada hacia el techo de madera. Escuchó una polea chocando contra el mástil; el viento se había levantado y la lluvia ganaba fuerza. Bajó la vista y se detuvo a examinar a la niña unos segundos, le pareció que sobre la cama había una muñeca, a la que debía darle cuerda o pararía de moverse, y entonces no habría manera de ponerla en movimiento. Volvió a hablar.

—¿Te has fijado en tus ojos? Son azules, como el mar. Y justo en el centro tienes un círculo negro, como una isla. Una isla perdida en medio del océano.

Ella alzó la cabeza y con su mirada buscó la del viejo.

—¿De dónde vengo?

—Del mar, niña. Vienes del mar.

Islabel volvió a agachar la cabeza.

—Quiero volver —le dijo al viejo—, quiero llegar a mi isla. Siempre dices lo mismo, que estamos cerca, que ya falta menos, pero yo no la veo. Nunca llegamos.

—Tranquila, niña.

Ahora el viejo la miraba fijamente.

—¿Ya no confías en mí?

Ella no contestó y dio unas patadas al aire. En medio de ese silencio sonó el primer trueno, un rugido que retumbó en el interior del camarote y asustó a la niña. Su voz tembló cuando volvió a hablar.

—Llevas mucho tiempo diciéndome lo mismo —le reprochó— y echo de menos mi isla.

Él negó con la cabeza.

—No puedes echar de menos lo que ni siquiera conoces.

La niña comenzó a llorar.

—¡Por favor, llévame a mi isla!

Pero el viejo ya le daba la espalda. Cerró la puerta y se alejó del camarote.

Al pasar junto a la habitación de los trastos sintió la necesidad de entrar en ella y coger una botella. Cuando estuvo en la cubierta la descorchó. A su alrededor todo estaba oscuro, y un manto de nubes grises había avanzado hacia el barco, alcanzándolo y arrojando sobre él una lluvia fina e incesante. Echó un trago, dejó la botella en el suelo y agarró el timón.

Se santiguó, al mismo tiempo que la luz del fogonazo se ramificaba como vértebras entre los surcos de las nubes. Intentaba pensar lo que debía hacer si la tormenta empeoraba, pero las palabras de la niña seguían en su cabeza. Islabel le exigía llegar a la costa, atracar en un puerto y volver a suelo firme. A fuerza de gastarlas, se estaba quedando sin excusas. Una fuerte sacudida del barco volcó la botella y la hizo rodar fuera de su alcance. El viejo la vio alejarse, vaciándose a medida que giraba; entre maldiciones, no tuvo más remedio que bajar a por otra.

Horas más tarde, la puerta que daba a la cubierta se abrió empujada por el viento. Una botella vacía golpeó los escalones y se hizo añicos al chocar contra el suelo. El ruido despertó a Islabel, que se quedó sentada en la cama, sobresaltada y esperando los pasos del viejo. Pero sólo pudo oír el aullido de la ventisca. La advertencia del viejo la retuvo.

—No saldrás hasta que yo te lo diga.

Se recostó en la cama, hundió la cara en la almohada y comenzó a arañar la madera del suelo. Sabía que desobedecerle no era lo mejor para ella. Recordó la conversación que habían tenido esa misma noche. El viejo se lo había repetido muchas veces, no podía echar de menos lo que no conocía. Pero Islabel dudaba de estas palabras, aunque no tenía manera de saber si llegado el momento sería capaz de reconocer tan sólo uno de esos recuerdos. Entonces se le ocurrió pensar que allí siempre iba a ser lo mismo. Sintió miedo. Imaginó que pasaría el resto de su vida en el mar, en ese continuo balanceo, aunque estuviera tan acostumbrada que no se daba cuenta de ello. Día tras día se preguntaba cómo sería vivir con la tierra bajo los pies, cómo era estar en suelo duro y firme. Se sintió atrapada en la nave, sin saber nada acerca de la isla, e ignorando de su vida lo que no fuese mar, barco y marinero.

La puerta golpeó varias veces más antes de que ella decidiera subir a cubierta. Arriba era noche cerrada y llovía, el barco avanzaba hacia la tormenta y aún transcurría casi un minuto entre el resplandor de un rayo y el que le seguía. En un primer momento la niña no vio al marinero en el mando, lo encontró en el suelo a unos metros de allí. Dormía con la cabeza hacia el timón y entre sus manos se encontraba el catalejo. El viejo olía a alcohol y su respiración era agitada. Con cuidado, para no despertarle, Islabel logró coger el catalejo y corrió a refugiarse bajo el bote salvavidas. Extendió el instrumento; no podía distinguir más que una cortina de agua allá donde miraba.

Pero de repente lo vio. Un punto de luz brilló breve dentro de ese círculo por el que veía el mar. Unos segundos más tarde estalló otro rayo para iluminarlo todo, y entonces distinguió una silueta. El punto de luz aparecía y desaparecía a cierta altura, sobre lo que aparentaba ser un enorme montículo. La niña no tuvo duda de que se trataba de una isla. Aquella luz provenía de un faro que brillaba en una secuencia que la niña no tardó en memorizar. Se preguntó si aquélla sería su isla. Si así era, el viejo tenía razón, siempre la había tenido y ahora estaba cumpliendo su promesa.

Islabel corrió a despertarlo. Lo zarandeó y el hombre le respondió con un gruñido. La niña le golpeó en la espalda. Habían llegado y tenía que despertarse para llevarla hasta allí. El marinero abrió los ojos y la vio sonriendo. Ella reía y no paraba de gritar que ya habían llegado. Pero él apenas podía levantarse, estaba aturdido y la apartó de un manotazo. Volvió a recostarse en el suelo y cerró los ojos. Islabel cayó de espaldas y se golpeó contra la madera. Allí tirada vio cómo el timón giraba sin dirección. La corriente arrastraba al barco mar adentro, y ella debía hacer algo para dirigirlo rumbo al faro.

Aunque llevaba años viendo cómo el marinero gobernaba el volante, ella nunca lo había utilizado. El mar zarandeaba la nave cada vez con más intensidad, y a la niña le costó llegar hasta el timón. Pero una vez lo tuvo delante lo aferró con todas sus fuerzas, y sin embargo el barco se resistió a los deseos de Islabel. Su fuerza no bastaba para reconducir el rumbo y la rueda giraba sin remedio. De rodillas, por miedo a perder el equilibrio, fue hasta el viejo y lo sacudió. Por respuesta sólo obtuvo otro empujón que la apartó unos metros. El viejo intentó incorporarse, pero se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó entre las botellas vacías.

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