Read Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos Online
Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra
Tags: #Relatos fantásticos
La tercera mosca voló dos calles más arriba, hasta la casa más grande de Guacamalindo. Se coló por la ventana de una de sus habitaciones, y se metió, a través del ojo de la cerradura, en un armario que olía a ropa limpia. Cuando Don Honorio lo abrió, del oscuro interior salió la mosca despistada que fue a posarse sobre el hombro del alcalde. Éste se sacudió incómodo para quitársela de encima, y descolgó del perchero la mejor camisa que encontró. Tras ponérsela, se esforzó por atarse los tirantes que parecían a punto de estallar debido a su desmesurada afición a los dulces y los pasteles de crema de Perucho. Cuando lo consiguió, destapó la caja donde guardaba su colección de pajaritas y seleccionó una a rayas. Mientras se la anudaba al cuello, repasó mentalmente el principio de su discurso. Lo había ensayado tantas veces que se veía capaz de hacerlo hasta del revés. La ocasión lo requería. Siempre había deseado ser recordado para la posteridad. Y por fin, aquel día iba a convertirse oficialmente en el alcalde constructor de la primera iglesia de Guacamalindo. Tras mirarse en el espejo cogió su chaqueta de los domingos. Estaba un poco arrugada en los faldones, pero no quedaba tiempo para solucionarlo. Don Honorio no pudo evitar una mueca de disgusto. Su hermana Inés andaba últimamente muy distraída y no lo cuidaba con el esmero que requerían las obligaciones de su cargo. Necesitaba una mujer, pero ahora, con la construcción de la nueva iglesia, no iba a tener tiempo para cortejos. Se puso la chaqueta y cerró los ojos. Por un momento se vio, quizás un año más tarde, cortando la cinta inaugural. Animado por la visión, bajó hasta la entrada. Llamó a su hermana y a su cuñado y los tres se dirigieron hacia el resplandeciente automóvil adquirido gracias a las últimas subidas de impuestos. El alcalde se puso al volante y su cuñado Pascual se colocó en el asiento del copiloto. Inés se acomodó detrás, en la tapicería de cuero, sin decir palabra. Por su rostro Don Honorio advirtió que una vez más la cigüeña se había olvidado del matrimonio. Inés pronto tendría más edad para ser abuela que madre y la medicina ya había dado su caso por perdido. Pero ella seguía acudiendo a remedios de sibilas y hechiceras, que en vez de dar un fruto a su vientre le secaban la alegría y el bolsillo. Don Honorio, contrariado, se apresuró a poner en marcha el automóvil. Todavía tenía que pasar por casa de Perucho a recoger los pasteles y faltaba muy poco para que empezara la asamblea extraordinaria en el ayuntamiento.
Todo aquel que tenía algo que hacer y decir en la pequeña sociedad de Guacamalindo estaba reunido en la sala de plenos cuando entró Don Honorio. Muñequita Elvira, como representante de las damas más devotas del pueblo, se sentaba expectante en la primera fila. Al ver al alcalde, frunció el ceño y miró con desaprobación sus zapatos sucios y el dobladillo excesivamente corto de sus pantalones. Pero, pese a la dejadez de su atuendo, aquél era el hombre que iba a dar por fin una iglesia a Guacamalindo. Así que lo saludó cortésmente con un movimiento de cabeza. Don Honorio subió al estrado. Carraspeó hasta tres veces, tal y como había ensayado ante el espejo para parecer más interesante, e inició su discurso. Unos veinte minutos de arenga sobre la construcción de la iglesia que todos aplaudieron entusiasmados. Al acabar, dio paso a la exposición de ideas para la edificación del templo. Inés se situó al lado de su hermano, y en una pizarra fue apuntando las propuestas que estallaron como fuegos artificiales. Su marido Pascual, que era orfebre, se ofreció a labrar en cobre la puerta principal, donde representaría si todos estaban de acuerdo la natividad del Señor y la llegada de los Reyes Magos. Ganímedes, el banquero, intentando controlar el tic que había frenado su prometedora carrera en el extranjero, pidió la palabra. Pasándose frenéticamente el pulgar por la lengua, molesto vicio heredado de las incontables mañanas que había consumido contando billetes, prometió sufragar los gastos de pintura y decoración. Su donativo fue casi más aplaudido que el discurso de Don Honorio, y el banquero se sentó de nuevo satisfecho, sin poder dejar el pulgar quieto y en su sitio. Una tras otra las ideas se sucedían como fichas de dominó. Habían empezado al mediodía, y antes del anochecer ya tenían la iglesia casi construida. Muñequita Elvira se ofreció a ocuparse de la organización del coro con las mejores voces de Guacamalindo. Y cuando se levantó y dijo que se encargaría también de bordar un mantón para cubrir el altar mayor, el viejo maestro Nicolás, se alzó tímidamente y expuso el primer problema en el que nadie había pensado todavía.
—¡Perdóneme Don Honorio! Pero… si vamos a tener una iglesia cruciforme con un campanario tan alto como el Big Ben, un altar con un mantón bordado en hilos de oro y plata, y una puerta labrada en cobre, más hermosa que la de una catedral… ¿no deberíamos tener antes un santo a quien consagrarla? Después de tantos años compartiendo el templo del Señor con el pueblo de al lado, ahora no es cuestión de tener un santo a medias.
Un murmullo de decepción recorrió la sala. Don Honorio se levantó y dio la razón a Nicolás. No era suficiente construir una iglesia, debían tener también su propio santo. Y si querían hacer las cosas bien hechas, había que encontrar un ciudadano de Guacamalindo, que ya no estuviera entre los vivos y pudiera ser presentado como modelo de conducta a los creyentes. Aquella observación desató una pequeña trifulca en la asamblea. Todos aspiraban a poseer un santo en la familia para convertirlo en su digno intercesor ante lo divino. En plena algarabía se cantaron las gracias de varios miembros de cada una de las familias más ilustres de Guacamalindo. Los Bajomonte hablaron del milagro de su tatarabuelo Zacarías, del cual decía la leyenda que incluso había paseado por el pueblo después de muerto. La familia de Ganímedes quiso presentar a su bisabuela Alfonsina, como una clara muestra del cumplimiento ejemplar de los valores de obediencia, castidad y pobreza. Sin contar con los ocho hijos que había tenido de sus tres maridos, ni con la cantidad de joyas y billetes arrugados encontrados bajo su colchón y entre las latas de conserva del viejo colmado. Don Honorio veía impotente como su sueño se le escapaba de las manos a falta de santos. No creía en milagros, pero iba a necesitar uno si quería convertirse en el alcalde constructor de la primera iglesia de Guacamalindo. Se levantó e hizo callar a los presentes. Era necesario hallar un santo capaz de acabar con una plaga de serpientes, destruir un barco enemigo o salvar de la muerte con un simple pestañeo. Una beatificación no era tarea fácil. Y para convencer a los más altos tribunales eclesiásticos había que presentar un milagro como Dios manda. Esta observación pareció presionar un resorte escondido en la memoria del maestro Nicolás, que se levantó de un salto y dio la solución que a todos los presentes les pareció más apropiada.
Pocos se acordaban ya de una mujer, con nombre digno de santa y blanca como el más fino encaje, que apenas se había relacionado con nadie durante los años que vivió en Guacamalindo. Benigna la cocinera. Nicolás explicó que su madre siempre insistía en que en esa mujer había algo extraño, y aseguraba que las muertes y los funerales habían cesado en el pueblo desde su llegada. Los más ancianos empezaron a mover la cabeza con gestos de asentimiento. Algunos se atrevieron a hablar de anónimos recibidos y cartas premonitorias que les habían salvado la vida en más de una ocasión. Con los años, habían deducido que podían ser obra de Benigna, porque se habían acabado el día en que encontraron su cadáver en la cocina. Desde entonces, la muerte había azotado al pueblo de nuevo, incluso de forma más virulenta. Todos coincidieron. No se trataba de un milagro común, pero como la misma Muñequita se atrevió a decir «los santos no son como las demás personas y los caminos del Señor son insondables». Cuando acabó la frase, los presentes saltaron sorprendidos de su silla, al escuchar las campanadas del reloj del ayuntamiento tocando la medianoche. Don Honorio estaba cansado, pero no pensaba disolver la asamblea sin llegar antes a un acuerdo definitivo. Iban a elegir a un santo para su iglesia. Y él ya se encargaría de encontrarle los milagros, porque sino se los inventaría. La votación se hizo a mano alzada. La familia Bajomonte, que era numerosa, mantuvo la batalla hasta el último voto. Pero la pálida y misteriosa Benigna, que había provocado la curiosidad de los presentes, acabó ganando la partida. Don Honorio se comprometió a estudiar todos los archivos del ayuntamiento referidos a Benigna hasta encontrar indicios que confirmaran su condición sagrada. Guacamalindo iba a tener santa e iglesia. Y para celebrarlo, el alcalde anunció que en una semana, se iba a dar una gran fiesta en la Plaza Mayor, donde se informaría de la noticia al resto de los vecinos y se recaudarían fondos para el proyecto. Todos estuvieron de acuerdo y el alcalde disolvió la asamblea entre aplausos y bostezos.
Tras comerse seis pastelillos de crema, Don Honorio durmió a pierna suelta. Cuando despertó al día siguiente, se dirigió hacia su pequeño huerto, como cada mañana desde hacía más de un mes. Allí había cambiado el viejo palomar por un pequeño corral, donde ahora vivía una gallina comprada en el mercado a precio de reina. Le habían dicho que estaba encinta, así que en breve esperaba ampliar el gallinero y conseguir los mejores huevos del pueblo. No obstante, lejos de dar descendencia, la gallina se pasaba los días en un rincón, mustia como una tarde de noviembre. Pero aquella mañana a Don Honorio le esperaba una agradable sorpresa. Al entrar en el corral se sorprendió al ver el suelo completamente blanco y cubierto de cáscaras de huevo. En una esquina, varios polluelos amarillos piaban clamando comida. Y entre los recién nacidos, distinguió uno blanco como la sal. Pese a no creer en fenómenos divinos, lo tomó como una señal de buena suerte, y pensó que quizá el azar, para mostrarle que estaban en el camino correcto, le había enviado un aviso en forma de ave descolorida. Tras desayunar, se dirigió a su despacho. Al entrar descubrió un enjambre de moscas revoloteando alrededor de su escritorio. Últimamente tenía la impresión que no podía quitárselas de encima, y contrariado las espantó con el cinturón. No se dio cuenta que una se le había escondido en el bolsillo del pantalón, y se sentó en una butaca para reflexionar sobre cuáles debían ser sus próximos pasos. Si era verdad lo que Nicolás decía los archivos del ayuntamiento podían servir como prueba irrefutable de que, durante los años en los que Benigna había vivido en el pueblo, no se había producido una sola muerte. Y con un poco de suerte, todavía encontraría personas que la hubieran conocido y testificasen durante el proceso. Quizá necesitaran algún milagro más vistoso, pero si no lo encontraban tendrían que fabricarlo. Él mismo escribiría una carta al obispo, y si hacía falta, llegaría hasta Roma para pedir audiencia ante el Sumo Pontífice. Era importante contar con fondos suficientes si querían que alguien en la Santa Sede escuchara sus propuestas, y la fiesta que iba a celebrarse al cabo de una semana sería una buena ocasión para recaudarlos. Llamó a su hermana Inés, y le confió la decoración del evento, donde se anunciaría el divino plan de Guacamalindo. Él se ocuparía de la propaganda y de la organización de la subasta benéfica. Tan sólo disponían de una semana para tenerlo todo preparado. Don Honorio debía hablar también con Perucho. Quería que el pastelero fuera el encargado de abastecer la fiesta con sus famosos dulces. Y sabía cómo conseguir que su contribución a la causa fuera completamente gratuita.
Con la mosca en el bolsillo fue a ver al pastelero aquella misma mañana. Y mientras el insecto se escapaba y decidía quedarse en la cocina de Perucho, el alcalde prometía la apertura de la pastelería en la Plaza Mayor, puerta con puerta del ayuntamiento. La licencia estaría en manos del pastelero si éste preparaba en menos de una semana y gratuitamente los dulces para la fiesta. Perucho aceptó. Y así, mientras el alcalde se dedicaba a anunciar a los cuatro vientos el gran evento, e Inés organizaba batallones de mujeres para confeccionar guirnaldas decorativas, Perucho se encerró en su diminuta cocina para concentrarse en el mayor pedido de pasteles de la historia de Guacamalindo.
Llenó la casa de huevos y se pasó un día batiéndolos con leche y azúcar. Cuando acabó, no cabía ni un miligramo de crema pastelera en la despensa. A continuación, empezó con la masa, y la cocina quedó inundada con tan sólo la décima parte del encargo. Pero lejos de renunciar al negocio de su vida, Perucho decidió ocupar toda la casa con tortas cremosas de frutas escarchadas. Se pasó dos jornadas más, día y noche, cocinando sin descanso. En su cabeza únicamente veía la tienda que iba a abrir en la Plaza Mayor y las largas colas que se formarían para vaciar los estantes y los escaparates. Inmerso en sus sueños, no se dio cuenta de las primeras moscas que vinieron a hacer compañía a la primera inquilina, atraídas por la crema, el calor y la acumulación de dulces. Y siguió amontonando pasteles, en cada rincón de la casa de madera. Primero fueron los pasillos, cuyas paredes quedaron salpicadas de crema espesa. Siguió con la habitación de invitados y con su propio dormitorio, donde fue depositando dulces encima de las camas, sobre las sillas, dentro de los armarios y en el suelo. Incluso el salón, y todo lo que contenía, acabó sepultado bajo la avalancha de postres cremosos. Al cuarto día, y sin un solo centímetro libre dentro de la casa, tuvo que dejar los últimos en el retrete exterior y en el cobertizo, donde guardaba los utensilios del jardín. Para entonces, las moscas ya habían invadido los pequeños espacios libres entre las tartas, y Perucho intentaba espantarlas con su delantal sin éxito alguno. Al quinto día, el enjambre de insectos era una plaga bíblica. Y pese a las moscas, al calor y a las pésimas condiciones para la conservación de la crema, continuó cocinando sin descanso. Por fin, al amanecer del sexto día, un exhausto Perucho acabó su trabajo. Aunque tuvo que gastar veinticuatro horas más en expulsar moscas y repasar cada torta buscando los cadáveres alados que habían muerto a causa de la glotonería.
El domingo por la mañana estaba listo el encargo. Don Honorio había fletado una caravana de carros para llevar los dulces hasta la Plaza Mayor. Allí, las guirnaldas con flores de papel cubrían los árboles. Y las niñas del coro, dirigidas por Muñequita Elvira, esperaban impacientes el momento para deleitar con su canto a los vecinos. Elvira repartía cupones para la subasta benéfica en honor a la futura santa, a la que había contribuido con uno de sus mejores mantones bordados con motivos marineros. Cuando la caravana entró en la plaza, la mujer se encaminó hasta una tarima situada en el centro de la explanada, con la intención de ayudar en la distribución de las golosinas sobre las mesas quilométricas colocadas allí para la ocasión. Perucho miraba satisfecho su magna obra, y en el preciso instante en que Don Honorio se metió el primer pastel en la boca, comenzó el festejo. Con el bullicio, nadie advirtió que numerosas moscas remolonas habían seguido a la dulce comitiva, y ahora merodeaban entorno a la plaza, sobre las mesas y alrededor de las tortas y los bizcochos.