Read Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos Online
Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra
Tags: #Relatos fantásticos
—¡Estás borracho! —gritó la niña.
El viejo intentaba mantener los ojos abiertos e Islabel siguió gritando:
—Allí está la isla. ¡Y tienes que llevarme!
Él apartó las botellas. Con dificultad logró levantarse y llegar hasta la niña. La agarró del brazo. Su cara estaba a un centímetro de la de Islabel y el vaho agrio del alcohol la aturdía. Intentó apartarse, pero el viejo la retenía con fuerza.
—Te dije que no se te ocurriera subir a la cubierta. Esto es peligroso. Vuelve abajo hasta que yo te lo diga.
Islabel se resistía.
—¡No! Allí está la isla, tienes que llevarme, me lo prometiste.
Le dolía la muñeca a causa de la presión que él estaba ejerciendo. Pero el viejo insistió.
—Vamos niña vuelve al camarote. No hay ninguna isla. ¿Es que no lo entiendes? Vete a dormir. Mañana estarás mejor.
Islabel intentó soltar la tenaza del viejo, pero no pudo y rompió a llorar.
—Mientes. Sí que hay una isla, he visto una luz. En aquella dirección. Un faro.
El marinero tiró de la niña con firmeza. Pero ésta lo empujó y consiguió zafarse. Vio cómo el hombre perdía el equilibrio y retrocedía unos pasos cayendo de espaldas a través de la puerta que bajaba al camarote.
La niña quedó paralizada, apenas unos segundos en los que se preguntó qué era lo que había hecho. Corrió escaleras abajo y lo encontró inerte en el suelo. Un hilo de sangre le caía de los labios. No se movió cuando Islabel lo sacudió. Ella se sentó a su lado, temblando, y le cogió la mano. De repente el viejo gruñó. Estaba vivo. Islabel se sintió aliviada e intentó calmarse; no le quedaba mucho tiempo antes de que él despertase. Ahora que había encontrado su isla, debía intentar llegar por todos los medios. Fue al camarote a por una manta y la extendió sobre el cuerpo del marinero. Antes de levantarse, cogió la mano del viejo entre las suyas y la apretó hasta que sintió dolor.
Cuando volvió a la cubierta encontró el catalejo en el suelo y lo recogió, aunque no necesitó utilizarlo; el barco navegaba en paralelo a la isla y el faro estaba a la vista entre la lluvia. Probó el timón, pero éste giraba inservible, era imposible reconducir el barco en aquella dirección. Fue hacia el bote salvavidas. Una de las cuerdas se había desprendido y la popa de la barca rozaba el suelo. La otra cuerda subía, enrollada alrededor del mástil hasta una polea que Islabel hizo girar por primera vez. El bote cayó al mar y la niña saltó a su interior. El agua estaba tan negra como el propio cielo. Las olas rompían contra el bote, y se convertían en espuma cuando la niña comenzó a remar en dirección a la isla.
Unas horas más tarde el viejo abrió los ojos. Su cabeza martilleaba sin que pudiera recordar todo lo sucedido. Intentó moverse y un dolor agudo en el brazo le indicó que se lo había roto. El barco se balanceaba mientras el mar pujaba por su dominio. Logró levantarse con dificultad. Sintió dolor por todo su cuerpo. Vio que la puerta del camarote estaba abierta y la niña no se encontraba en su interior. Apoyándose en las paredes logró subir a la cubierta y fue como encontrarse en el interior de una gruta, un túnel que a cada poco se iluminaba con la explosión de un rayo. Miró a su alrededor y vio la luz intermitente del faro. Buscó a la niña pero no la encontró. Descubrió que el bote salvavidas había desaparecido, y no le costó adivinar lo que había ocurrido. La tormenta comandaba la embarcación a su antojo, y ahora barco y marinero eran como una marioneta. Sintió cómo la corriente lo obligaba a navegar en paralelo al destello, el lugar donde, ahora estaba seguro, se encontraba la costa.
Y allí en la costa, en el interior del faro, Islabel dormía apoyada contra el ventanal. La radio emitió un sonido que la despertó, y a continuación surgió una voz. El guardacostas respondió, intercambió unas palabras con la mujer que estaba al habla. Entonces se levantó y fue a por la niña, la cogió en brazos y bajó con ella la escalera.
Cuando llegaron a la cofradía, la niña vio cómo los pescadores preparaban sus barcos. Entraron en el edificio, la esposa del guardacostas les esperaba en el comedor. El guardacostas le dejó a la niña, y la mujer la recibió apretándola contra su pecho. Le dijo que habían divisado algo que podía ser el barco del viejo marinero. El guardacostas corrió con los pescadores. La niña comenzó a llorar, y la mujer trató de tranquilizarla.
—Todo va a salir bien —le dijo—, mi esposo y los pescadores van a encontrar el barco. Traerán a tu amigo.
Sentó a Islabel en la mesa y le preguntó si ya estaba mejor. Y sólo cuando la niña asintió, la dejó un momento para entrar en la cocina. Sobre uno de los fuegos reposaba la olla que humeaba. La mujer revolvió su contenido y sirvió unos cucharones de sopa en una taza. Con el caldo en las manos volvió a salir al comedor, pero la niña ya no estaba allí. Dejó la taza en una mesa y corrió al exterior. Vio los dos barcos, zarpaban del puerto, se elevaban alzados por las olas y volvían a caer. Y aunque la mujer la buscó en los alrededores, no logró encontrar a la niña.
Los hombres se habían repartido entre las dos embarcaciones, de cubierta a cubierta se gritaban instrucciones. El guardacostas estaba en una de las cabinas, abriendo las millas que le separaban del barco del viejo. A su espalda escuchaba el rezo de los pescadores; al igual que él, rogaban para que el viejo aún siguiera vivo. Ya lo habían vivido en otras ocasiones: lo más duro, después de jugarse la vida era encontrar un cadáver.
Mientras tanto, en el viejo barco, el marinero se aferraba como podía al timón. Le parecía imposible conseguir llegar hasta el faro, y si de alguna manera lograba acercarse, corría el riesgo de acabar estrellando la nave contra las rocas. No conocía la costa y temía por su vida. La quilla había quedado inutilizada, ya no cumplía su función y la embarcación era manejada al antojo de la corriente. Vio que la trayectoria que seguía le alejaba de la isla. Y supo que pasaría de largo si no le ponía remedio. Y con todos los destrozos que había sufrido el barco, quedaba a merced de las corrientes hasta que lo tuviera todo reparado. No podía saber si la niña había conseguido llegar hasta la isla, y en aquél momento hubiera dado su vida porque así fuera. Lo que sí sabía era que en tierra firme no había un lugar para él. Si el mar lo engullía, que fuera por encontrarlo donde siempre había estado: en su barco.
Con dificultad arrastró su cuerpo por las escaleras hasta la planta baja, y al pasar junto al cuarto pudo coger otra botella. Se tumbó en el suelo del camarote y allí se quedó. La tormenta cesaría, en algún momento acabaría. El mar era así y él lo sabía. Echó un trago al licor, y se tranquilizó cuando el calor de la bebida bajó por su garganta. Notó cómo su barco se dejaba llevar por las corrientes. Cada vez más lejos de la costa. Una vez más el mar decidía por él. El viejo marinero sabía que así había sido siempre, y para él, en ese momento, era lo mejor.
La mujer del guardacostas había buscado a la niña por los alrededores de la cofradía. No estaba ni en el puerto, ni en la parte de la playa que alcanzaba a ver desde el edificio. Sólo le quedaba un lugar, y la mujer estaba más que segura que allí la encontraría. Atravesó el paseo marítimo, y al llegar al faro la puerta del edificio estaba abierta. Subió las escaleras y encontró a la cría en la oscuridad de la habitación acristalada. Desde la cúpula, con el catalejo apuntando al cristal, buscaba el barco del viejo. La radio estaba encendida y sus altavoces retransmitían las voces que los barcos intercambiaban entre ellos. La mujer se dirigió al receptor y se puso en contacto con el guardacostas.
Al escuchar a su mujer, el hombre le describió cómo las olas rompían contra la proa, para acto seguido inundar la cubierta de la embarcación. Los pescadores habían tenido que resguardarse en el interior después de que uno de ellos estuviera a punto de caer al mar. Por unos segundos no se escuchó otra cosa que el azote del viento. Luego, el guardacostas comunicó que no podían seguir con la búsqueda.
—Lo siento mucho, pero es demasiado peligroso.
Al escuchar las palabras del guardacostas, la niña se dio la vuelta y miró a la mujer. Apretó el catalejo contra su pecho. Desde su espalda, el destello de un rayo inundó la habitación, y dejó a la niña en penumbras. La mujer no podía verle la cara, pero no le hizo falta para darse cuenta de que había comenzado a llorar.
Accionó el botón de la radio y habló a su marido.
—Tienes que encontrar al marinero —le imploró—, ese hombre necesita ayuda.
—Lo sé. Y lo siento mucho. Pero ahora es imposible, no podemos correr ese peligro. En cuanto la tormenta amaine volveremos a salir en su busca. Cuida de la niña y tranquilízala, ¿de acuerdo? Dile que todo saldrá bien.
La mujer dejó el transmisor sobre la mesa y guardó silencio. No supo qué decir. Hasta que escuchó el llanto de la niña y fue hacia ella. La abrazó enseguida y trató de calmarla acariciándole el pelo. Ambas se quedaron en silencio, observando la tormenta a través de la ventana.
Casi una hora más tarde, la pequeña se había tranquilizado y estaba de nuevo pegada al cristal. La mujer seguía a su lado, y juntas vieron a los dos barcos llegar al puerto. De ellos bajaron los pescadores y el guardacostas. La niña los siguió, y volvió a dirigir el catalejo en dirección a alta mar. Seguía buscando el barco del marinero. En varias ocasiones creyó verlo, un punto negro que era tragado por el mar, y al momento resurgía, elevándose para volver a hundirse en el negro estómago del horizonte.
La mujer intentó distraerla.
—Bueno pequeña, al fin estás en casa.
La niña bajó el catalejo y se volvió a mirar a la mujer.
—¿Es ésta mi isla?
—¿Cómo se llama la isla que buscas?
—No lo sé, no tiene nombre.
La mujer sonrió.
—Será que no te acuerdas.
La niña se volvió hacia el ventanal. Cerró los ojos e intentó recordar. Pero lo más lejano hasta donde su memoria llegaba, estaba poblado con el viejo marinero y su barco. No había nada más.
Cuando abrió los ojos, miró a la mujer fijamente y le respondió:
—No lo sé.
La mujer le pasó el brazo por encima.
—Me han dicho que te llamas Islabel. Es un nombre muy bonito. ¿Quién te lo puso?
La niña se giró de nuevo hacia el mar. No contestó, y la mujer sintió lástima por ella.
La luz de un rayo iluminó la habitación. Islabel pudo ver su cara reflejada en el cristal que tenía delante, su piel era aún más blanca con aquella luz, y sus ojos más azules.
—Lo único que sé, es que me llamo Islabel —dijo mirando la isla negra que había en sus pupilas— y vengo del mar.
El día que Júpiter Donoso la conoció, tuvo la certeza de que jamás podría amar a ninguna otra mujer. El insecto del amor le había mordido casi sin darse cuenta, y su veneno le recorría la sangre, y le inundaba arterias y venas, cerebro y corazón. Había caído hechizado ante aquella aprendiza de mujer que, con apenas quince años, se le había aparecido como un milagro burlón de la naturaleza, con ojos de almendra negra, piel de vainilla y un cabello dorado que contrastaba con el resto de su exótico semblante.
Ella se llamaba Bárbara. Su padre, Albert Cahen, era un alemán de origen humilde a quien la genética había dotado con una gran ambición, certera a la hora de tomar las mejores decisiones en amistades y negocios. Tras viajar por medio mundo se había casado con una misteriosa mujer, de mirada rasgada, que decían que era descendiente de emperadores asiáticos. Juntos habían bajado de un barco en la misma isla y el mismo día que nació Júpiter Donoso. Desde el instante en que Herr Cahen pisó Maronía, decidió establecerse allí para hacer realidad sus sueños. Compró unos terrenos y cultivó en ellos semillas traídas de los cinco continentes. De ellas nacieron extraños árboles frutales que crecieron robustos en aquel clima benigno y cálido. Y pronto, el jugo de sus frutos fue tan abundante, que construyó varias fábricas dedicadas en exclusiva a embotellar un néctar que muchos comparaban con el cáliz de los dioses.
A resultas del negocio familiar, a Bárbara le quedó para siempre, impregnado en su piel y cabellos, ora un olor a frutas del bosque, ora un aroma a cítricos, que avisaba de su proximidad y que no enmascaraba ni el más fino de los perfumes europeos importados por su padre. Pero para Júpiter Donoso eso no era sinó uno más de los múltiples encantos de Bárbara Cahen. Y desde el día en que la conoció, vivió olisqueando el aire para adivinar su presencia, y contando los segundos que faltaban para volver a verla.
Júpiter aprendió que Bárbara acudía los domingos, acompañada por su madre y su criada, al mercado que se organizaba en la playa grande. Las mujeres Cahen bajaban del carruaje para disfrutar de la costa y dejarse acariciar por la brisa marina. Jamás se mezclaban con el bullicio de matronas, criadas y pescadores que vendían su mercancía. Elvira, la doncella, era la encargada de regatear y pelear por las mejores piezas para llevarlas a la mesa cada domingo. Mientras, desde la barrera, Bárbara y su madre endulzaban con su aroma el aire cargado de sal, sudor y vísceras que se respiraba en el mercado. Uno de esos días, Júpiter tuvo la fortuna de que la criada de Bárbara se fijase en una gigantesca perca que había pescado durante la noche. Él no quiso cobrarle nada por ella. Pero se atrevió a tenderle un trozo de papel con un mensaje. Lo llevaba metido en una pequeña bolsa colgada cerca del corazón desde hacía semanas y rogó a la criada que se lo entregara a Bárbara. Elvira no pudo negarse. En aquellos ojos azules que la acorralaban, adivinó el veneno del amor que una vez, hacía mucho tiempo, ella también había sufrido. Y se apiadó de aquel muchacho con mirada febril, barba de corsario y espaldas de capitán de barco.