Read Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos Online
Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra
Tags: #Relatos fantásticos
La casualidad quiso que no tardáramos en verla. Al día siguiente, mientras la vigilábamos desde nuestro escondite, la descubrimos caminando entre los peñascos, como si tuviera los pies enganchados a las rocas. Había llegado el momento. Miré a Angus, y, sin tan siquiera darle tiempo a decir nada, salí corriendo hacia la cabaña. Me repetía a mi misma que sólo debía entrar y guardar en mi memoria lo que allí se escondía, para poder explicarlo después. Ahora no podía tener miedo. Sabía que la intención de Angus era dejarme como una cobarde pero no iba a salirse con la suya. En cinco minutos todo habría acabado y yo me convertiría en una heroina.
Llegué hasta mi destino casi sin aliento, más por la tensión que por el cansancio. Entré sin pensármelo dos veces. En el interior reinaba el más absoluto de los silencios. Ni tan siquiera se escuchaba el sonido del agua, aunque el acantilado estuviera tan cerca. Miré alrededor. Las paredes estaban repletas de caparazones de moluscos, estrellas y caracolas de colores imposibles y formas tan extrañas que me costaba imaginar que existiesen en el fondo del mar. No había rastro de sangre ni calderos. Tampoco de colas de lagarto o de ojos de culebras. No había muebles, ni telas que pudieran tapar el frío que entraba por las ventanas. Tan sólo centenares de conchas en las paredes, y una pequeña mesa rodeada de velas blancas, como si se tratara de un altar. Al acercarme me di cuenta que entre las velas había una fotografía y la cogí para verla más de cerca.
Era una antigua imagen en blanco y negro. En la pasarela de lo que parecía un barco de pasajeros, en cuyo casco podía leerse Esmeralda, un hombre y una niña estaban apoyados en la barandilla. Él tenía un bigote negro, espeso y rotundo. Llevaba un tipo de sombrero que yo jamás había visto, e iba más elegante que el mismo señor Frediksson, nuestro maestro, cuando lo veíamos en misa los domingos. El vestido de la niña era blanco, de encajes, y pensé que era digno de una princesa de cuento. Recogía su pelo en largas trenzas, como las mías, aunque de un intenso color oscuro. Los dos sonreían a cámara y parecían felices. Por su aspecto debían de ser italianos, españoles o tal vez provenían de América. Mientras contemplaba aquella vieja fotografía el inconfundible silbato de Agnus sonó sacándome de mi ensimismamiento.
Me giré, dispuesta a salir corriendo, pero Angus había apurado hasta el final para tocar el silbato y ya era demasiado tarde. Ella estaba allí, mirándome desde la puerta. La cerró tras de sí, y a medida que se acercaba pude ver que su piel era oscura y muy diferente a la nuestra, que se pone roja al menor contacto con el sol. Contrastaba con un pelo blanco como espuma de mar y en completo desorden, lo mismo que las arrugas que le surcaban el rostro y endurecían su expresión. Pero sin saber cómo intuí que era sólo eso, una expresión. Quizá fue porque su mirada no transmitía amenaza, sino más bien sorpresa o incluso miedo. Cuando llegó hasta mí me arrebató la fotografía de las manos. Sin decir nada la miró y vi como una lágrima se escapaba de sus inmensos ojos negros, que no desprendían llamas como imaginaba Angus.
—A ella le gustaba llevar siempre trenzas. Cada mañana le peinaba el pelo durante más de media hora, y luego se lo recogía en largas trenzas, como las tuyas.
Mientras hablaba dejó la fotografía sobre la mesa y me acarició el cabello, sin mirarme, con los ojos ausentes, fijos en las paredes de la cabaña.
—También le gustaba mucho recoger todos los animales que encontrábamos en la playa de la isla donde vivíamos: peces, caracolas, estrellas… Como éstas ¿las ves? ¿Te gustan a ti también?
Asentí con la cabeza mientras seguía con la mirada su mano, que me señalaba los trofeos marinos que decoraban las paredes.
—Sí, a ella le gustaban mucho, aunque su padre la riñera por llenar la casa de trastos y cachibaches, como él los llamaba. Mi Augusto. Mi Estela. Quiero reunirme con ellos pero no me hacen caso. Me abandonaron aquí, a mi suerte, sola. Y cada día, cuando abro los ojos pido el mismo deseo: ¡venid a buscarme! Pero no me hacen caso. Parece que la muerte se ha olvidado de mí y sé que ha de ser ella quien me encuentre, o nunca volveré a verlos.
La anciana estalló en sollozos, y de repente se detuvo para mirarme como si de nuevo se diera cuenta de mi presencia.
—Vete, márchate, antes de que vengan los demás. No quiero a nadie aquí. ¡Fuera! Y no digas nunca que me has visto, ni que has hablado conmigo, o vendré a buscarte por la noche y te llevaré lejos, a los abismos del mar, donde no podrán encontrarte.
Al ver mi expresión empezó a reírse. Calló bruscamente y casi susurrando dijo:
—Pero si no eres más que una niña asustada. Toma, cógela.
Y me dio una caracola de color marfil, tan perfecta que parecía hecha a mano.
—A ella le hubiera gustado que te la llevaras. Anda guárdala y por favor, no le digas a nadie que me has visto. Ahora apresúrate. Vete con tus amigos y no vuelvas más.
Corrí hasta la puerta y no miré hacia atrás ni una sola vez. Y allí la dejé, sola y entre paredes llenas de esqueletos marinos y con la única compañía de una vieja y desgastada fotografía.
No le conté a nadie lo que lo que había sucedido aquella tarde. Fue nuestro secreto. Pese a que Angus durante los días siguientes no dejó de preguntarme, bien porque se sentía culpable por lo que podía haber pasado o bien por simple curiosidad. Pero le mentí haciéndole creer que no me había atrevido a entrar, que había permanecido oculta en unos arbustos y no había visto nada. Y al final, tal vez por puro cansancio, decidió o fingió creérselo.
Durante un tiempo olvidamos a la bruja del acantilado y abandonamos las excursiones a nuestro escondite. No fue hasta al cabo de unos meses que volvimos a oír hablar de ella. Una gran tormenta estalló en la isla, muchas casas sufrieron daños e incluso una parte del tejado de la iglesia se derrumbó a causa del viento y la lluvia. Pero su cabaña se llevó la peor parte. Según dijeron los vecinos que se encaminaron hasta allí, un rayo pudo haber provocado un incendio que redujo a escombros su débil estructura. No encontraron ningún rastro de la misteriosa mujer. Días más tarde los niños nos dirigimos hasta las ruinas en las que se había convertido su casa. Mientras Angus y los demás daban patadas a los escombros y se entretenían intentando buscar algo que pudieran llevarse a casa como trofeo, yo me dirigí al borde del acantilado y me senté sobre una roca. En el bolsillo llevaba la caracola que ella me había regalado. Quería dejarla allí. Buscando donde podía esconderla, descubrí un pequeño agujero, del que sobresalían otras caracolas y estrellas de mar. Miré hacia atrás y me aseguré que nadie me prestaba atención. Las extraje cuidadosamente, una a una, y, en el fondo, doblada y arrugada, encontré la fotografía. La observé detenidamente. Allí estaban el hombre y la niña, pero algo había cambiado. Junto a ellos, una mujer que tenía los mismos ojos que sólo yo había podido ver de cerca, me miraba sonriente y feliz. En aquel instante comprendí que se habían acordado de ella. Su deseo, por fin, se había cumplido.
Cuando el guardacostas salió del edificio, una lluvia recia azotó su cara y oscureció de inmediato el color amarillo de su impermeable. Era de noche, y al otro extremo del paseo marítimo la cabeza del faro resplandecía intermitente. Mientras se subía el cuello del abrigo y ajustaba la capucha, comenzó el camino que había de llevarle a aquella torre circular, donde se encontraba su habitual puesto de vigilancia.
A medida que dejaba atrás la cofradía de pescadores, no podía evitar pensar en su esposa; la había dejado allí, arreglando los desperfectos que la tormenta había ocasionado en el edificio. Algunos pescadores se habían ofrecido a ayudarla, pero nadie había aparecido todavía.
Desde el paseo el pueblo se veía vacío. El hombre tuvo la impresión momentánea de que todos hubieran huido, escapado de aquella tormenta que no había hecho otra cosa sino crecer, hasta confinar en sus casas a los habitantes de la pequeña isla. Mientras, él se veía obligado a arrastrar toda su gordura por la avenida, resoplando y haciendo eses en su trayecto para esquivar las papeleras derribadas y alejarse del muro, que ya no era capaz de contener la batida de las olas. A menos de medio kilómetro del faro, el camino hacía una curva que invadía la playa a modo de mirador, y el guardacostas aprovechó para caminar unos pasos en dirección al mar. Acostumbrado a observar este tipo de espectáculo desde la altura segura de su torre, se sentía atraído por el rugido cercano de las olas. Fue en ese momento cuando descubrió la barca. Se encontraba cercana a la orilla y flotaba a la deriva.
Lo primero que pensó fue que tendría que dar aviso en cuanto estuviera en el faro. Debía tratarse de la barca de alguno de los pescadores, cuya marra se hubiera soltado del puerto a causa del oleaje. Aprovechó la retirada de las olas para acercarse unos pasos, y ayudado por sus prismáticos trató de reconocerla en la distancia. El bote giraba por el empuje de las olas, y con cierta dificultad consiguió al fin leer la escritura que adornaba el costado: unas letras pintadas en rojo, por una mano sin pulso, la habían bautizado con el nombre de Islabel.
El guardacostas siguió su camino pensando que jamás había escuchado ese nombre, pero que si alguno de los pescadores había llegado ya a la cofradía, tal vez supiera algo. Se encontraba ya al final del paseo, a los pies de la torre del faro, cuando se volvió a inspeccionar la barca desde la distancia. A través de los prismáticos pudo ver que en su interior no había objeto alguno. Las olas alzaban el bote y lo arrastraban hacia la arena. La curva de la playa formaba una pequeña bahía donde el mirador contenía la creciente fuerza del mar, por lo que la orilla no había crecido más allá de la mitad de la arena en ese lugar. El hombre observó los alrededores con los prismáticos. A varios metros de la orilla, y casi bajo la construcción del mirador, descubrió un extraño bulto que parecía envuelto en una tela.
La escalera más cercana estaba al resguardo de las olas. El guardacostas bajó a la playa, sus botas se enterraban en la arena mojada y caminaba con dificultad. Dirigía la luz de su linterna hacia el objeto cuando éste se movió. Entonces pudo distinguir el pelo y los hombros que sobresalían del vestido, roto por la espalda. Corrió hacia él y se encontró con un cuerpo infantil, desfallecido. Su cabello era una larga melena de color negro, estaba húmeda y se le adhería a la cara. El hombre la retiró con delicadeza y vio el rostro de una niña. Le puso la mano en el pecho y la sintió respirar. Al darle la vuelta vio que con su mano aferraba un objeto, que el guardacostas identificó como un catalejo de madera.
Con cuidado, cogió a la niña en brazos y cargó con ella, corriendo en dirección al faro. Su piel estaba cubierta de escamas de sal, que brillaban con la luz mortecina de las farolas.
El exterior era una construcción austera, con ladrillos grandes y grises. Pero en su interior, el guardacostas y su mujer habían construido su hogar en la planta baja de la torre, donde vivían desde hacía años. El guardacostas abrió la gran puerta de madera y fue hasta el salón de la casa, y una vez allí dejó a la niña en un amplio sillón.
La niña despertó antes de que llegara el médico. Pálida y desconcertada, preguntó al hombre si aquello era la isla. El guardacostas no supo qué decir. La observó, y se sintió a la vez escrutado por dos grandes ojos, azules y cristalinos como el mismo mar en calma. Tan sólo se le ocurrió explicarle cómo la había encontrado. Y cuando preguntó a la niña de dónde había salido y cómo había llegado a la playa, ella lo ignoró; cogió el catalejo que tenía a su lado y lo abrazó, como si fuera un muñeco de trapo. Pero al instante, volvió en sí y se decidió a hablar.
—Quiero ir al faro.
Y el guardacostas tuvo que retenerla cuando respondió que ya estaban allí.
El médico no tardó en llegar. Al terminar el reconocimiento se llevó aparte al guardacostas para expresarle su asombro: si lo que había contado la niña era cierto, no podía explicar que estuviera en tan buen estado de salud.
—Lo mejor es que coma —le dijo en voz baja— y que descanse en la medida de lo posible. Intenta que hable, por si dice algo que nos sea útil acerca de ese viejo.
El guardacostas miraba cómo la niña jugaba con el estetoscopio; sentada en la mesa, posó la campana del instrumento en su vientre y abrió los ojos en una expresión de sorpresa. El hombre contestó al médico mientras la niña descubría los sonidos de su propio cuerpo.
—Debemos encontrar el barco. Ya están todos avisados y los pescadores se reunirán en la cofradía con mi mujer. Subiré a la torre, y si veo algo daré el aviso.
El médico se puso el impermeable, y antes de salir se dirigió al guardacostas para tranquilizarle, asegurándole que lo tendría todo preparado.
La niña volvió a pedir al guardacostas que la subiera al faro. Él la llevó a las escaleras que daban a la torre, le indicó que era la tercera planta y ella se precipitó, saltando los escalones de dos en dos. El hombre la seguía, y observó cómo la pequeña se paraba al llegar a la entrada de la plataforma. La niña entró en la habitación y vio frente a ella un gran ventanal, que recorría por completo la superficie circular de la pared. Avanzó hacia el cristal, y fue entonces cuando se encontró cara a cara con la tormenta.
El guardacostas llegó a la entrada un minuto más tarde. Se apoyó en el marco de la puerta para descansar, jadeaba a causa del esfuerzo. La pequeña estaba de espaldas, a su lado había una mesa donde se encontraba la radio. Ésta escupió una voz que asustó a la niña. A continuación sonó un ruido que a ella le pareció el viento, que se colaba desde el exterior a través del aparato. Y sobre esa confusión de pronto surgían voces, pero ella no podía comprender lo que decían. Miraba el mar con la cabeza apoyada en la ventana.
Al otro lado del paseo, en el exterior de la cofradía, se encontraba la mujer del guardacostas. Apoyada en la pared, esperaba la llegada del resto de pescadores. Mientras limpiaba los desperfectos con la ayuda de tres hombres recibió la llamada de su marido. El hombre había dado la alerta después de explicarle lo sucedido.
Ella se había quedado intranquila, y para combatir la preocupación se entretuvo en preparar un caldo con sobras de pescado. Los hombres que habían acudido a ayudarla hablaban de la niña. Observaban el mar a través de las ventanas del comedor. Como si se hubieran repartido los turnos, dirigían la mirada al cielo y negaban con la cabeza. Tal como avanzaba la tormenta era imposible salir de allí. Sabían que el barco del que había hablado la niña podía no aparecer jamás. O su tripulación, aquel marinero que la chiquilla había descrito, podía haber muerto bajo la sal y el agua. Se calentaban las manos con el aliento y esperaban cualquiera que fuese la noticia. Vieron a la mujer cruzar el comedor, caminaba cabizbaja en dirección a la cocina. Mientras removía el caldo pensó en el viejo, que según había contado la niña, comandaba el barco sin ayuda ni compañía. Ante ella tenía una ventana con vistas al paseo, la lluvia era densa y el faro parecía estar envuelto en la niebla. Fijó la mirada en los halos de luz que emitía la torre, e intentó imaginar qué pasaba por la cabeza de aquella cría.