Read Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos Online
Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra
Tags: #Relatos fantásticos
Lorenzo se levantó y caminó sonriendo hacia Adriana.
—Al final conseguirás asustarme con estas historias de espíritus que contaba tu abuela. Son sólo fantasías y nada más. Respecto a los sueños… tú y tus hermanas estáis obsesionadas con todo esto, y es lógico que todas sufráis pesadillas. Sí, es cierto que no habéis podido tener hijos varones, pero quizá ha sido por una triste casualidad. Y si no es así, seguro que existe una explicación racional. Pronto empezaré a trabajar en la barbería. Y cuando aprenda el oficio y haya ahorrado algo de dinero nos iremos de esta isla. Seguro que en algún lugar, lejos de aquí, encontraremos un médico que pueda ayudarnos. Juntos daremos con la solución, ya lo verás.
—¿Eso crees Lorenzo? Ojalá fuera todo tan fácil. Pero en el fondo, también sabes que no es así. Yo sigo pensando que a lo mejor allí, en el fondo del mar, está la solución para mi familia. Y mi destino, Lorenzo, es encontrarla, o tú y yo jamás podremos estar juntos.
Lorenzo la acarició y le soltó el cabello recogido en una larga trenza, con un brillante lazo color azul. La besó y se tumbaron sobre la arena, en silencio. Y abrazados, sin darse cuenta, se quedaron dormidos. Al cabo de un rato Lorenzo abrió los ojos. Adriana no estaba allí. Por una corazonada dirigió su mirada hacia el mar y la distinguió a lo lejos, sobre aquella misteriosa barca, en el punto donde se acariciaban el cielo y el mar. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal hasta el pescuezo y sus sentidos se pusieron en alerta. ¿Y si hubiera algo de cierto en lo que Adriana le había contado? Además, las corrientes alrededor de la isla eran peligrosas y podían arrastrarla mar adentro.
—¡Vuelve, Adriana, no hagas estupideces! —chilló, pero ella estaba muy lejos, y no podía o no quería escucharle.
Temblando pese al calor del mediodía, Lorenzo se metió en el agua helada, que le arañó la piel. Ni tan siquiera pudo notarlo, porque en su cabeza cabía un único pensamiento: alcanzarla. Comenzó a bracear, frenético, y nadó sin descanso, como jamás lo había hecho. Sólo sacaba la cabeza del agua para asegurarse que Adriana seguía allí, para confirmar que la maldita barca cada vez estaba más cerca. El viento iba en contra de la embarcación a la deriva, que parecía una cáscara de nuez mecida por el oleaje. Él, al contrario, tenía claro su objetivo y braceaba incansable, reduciendo la distancia que los separaba. Cuando creyó que podría escucharle, se paró un instante y gritó su nombre. Ella se giró y aunque aún estaba lejos, Lorenzo distinguió su mirada, que se le clavó para siempre en la memoria. Volvió a llamarla. Adriana. Pero el sonido murió en sus labios cuando ella se levantó. De espaldas a él, arrojó su cuerpo de sirena a un agua que la engulló codiciosa, como a la más ansiada presa. Lorenzo se lanzó de nuevo a nadar, rabioso, hasta la barca. Al llegar hasta la solitaria embarcación no quedaba rastro de Adriana. Y se sumergió en su busca una y mil veces, más y más hondo. Finalmente la localizó en la oscuridad del fondo marino. Una luz, ya de otro mundo, le iluminaba el rostro. Pero no estaba sola. Un chiquillo la cogía de la mano, un niño de extraordinarios ojos azules. Los dos le sonrieron. Y, de repente, la pequeña silueta se giró, llevando consigo a Adriana hacia las profundidades en tinieblas. Lorenzo se debatió e intentó alcanzarla, pero la misma fuerza que engullía a las dos figuras fantasmales parecía arrastrarle a la superficie. Y Lorenzo chilló, pese al agua que le rodeaba, que entró en sus pulmones y en sus entrañas, mientras Adriana, de la mano de aquel niño, desaparecía en el fondo del mar junto a los restos de un barco hundido llamado Esmeralda.
Quizás fueron los suaves golpes de la barca contra la arena los que le despertaron. Al abrir los ojos, Lorenzo se encontró semidesnudo, tendido, cual largo era, sobre la fría madera de la embarcación en la que ella había escapado. Estaba anocheciendo y no sabía cómo había llegado hasta allí. En su puño agarraba el lazo azul de Adriana, el mismo que ahora, meses después, aferraba en aquel cuartucho repleto de tintes y botes de crecepelo, hasta hacerse daño, para olvidar el dolor que le causaba la certeza de saber que jamás volvería a verla. Adriana se había ido para siempre. Pero esa mañana de sábado había venido al mundo el primero de una larga saga de hombres fuertes, nobles y valientes como ella. El primer hijo, vivo, de las mujeres sirena. El primer varón, desde hacía un siglo, de la familia Aguaclara.
Parecía que siempre hubiera estado allí. Ni los más viejos recordaban su llegada. Nadie sabía de dónde había venido, cuál era su origen. Sólo podían recordarla tal y como era ahora, como la habían visto siempre. Tan diferente a nosotros, tan oscura. Una sombra de piel morena tiznada por el sol. Unos ojos negros, de mirada enloquecida. Y los cabellos blancos, inmaculados, siempre despeinados y ondulándose al compás del viento incansable que, durante doce meses al año, azotaba la aldea perdida entre acantilados, al borde del mar de Noruega, donde me crié.
Todos pensábamos que era una bruja. Jamás la habíamos visto bajar al pueblo. Y no entendíamos cómo sobrevivía durante las gélidas semanas de invierno, en las que el colegio cerraba y hasta la iglesia se veía obligada a suspender la misa de los domingos porque se hacía casi imposible salir al exterior. Aunque para mí ésos eran los mejores días del año. Lejos de quedarme en casa, me dirigía hasta dónde vivía mi amigo Angus. Mamá me reñía y decía que, con lo pequeña que era, en alguna ocasión se me llevaría el viento tan lejos que no iban a saber cómo encontrarme. Yo no le hacía caso y salía por la puerta dejando a mamá con la reprimenda en los labios. El camino hasta casa de Angus era tan sólo de cinco minutos, pero se hacía mucho más largo caminando casi a ciegas y abrigada hasta las orejas. Para seguir adelante, me agarraba con fuerza a las vallas que rodeaban todas y cada una de las casas del pueblo, mientras pensaba lo que podía ocurrir si llegaba a cumplirse alguna de las nada agradables premoniciones de mi asustadiza madre.
Ni la intensa nieve, que me obligaba a entrecerrar los ojos, lograba desorientarme. Sabía el camino de memoria. Además, no había lugar para muchas dudas, porque la casa de Angus era la única de color amarillo, y resaltaba incluso en la más fuerte de las tormentas. Las fachadas de colores eran una de las características de mi aldea, en la que no existían buzones ni direcciones y cada una de las casas era idéntica a la otra. Sólo una cosa las diferenciaba: el color de sus paredes. Las raras veces que un extranjero nos visitaba, nuestra conversación se limitaba a decirle que buscara la casa color azul oscuro, para llegar hasta el señor Frediksson, nuestro maestro, o la casa rojo teja, si lo que buscaba era alojamiento en la habitación que alquilaba la viuda Stölkom, la dueña de la única pensión del pueblo.
Cuando distinguía la fachada amarilla dónde vivía Angus, seguía siempre la misma ceremonia. Asía el gran aldabón de bronce en forma de sirena y daba cinco toques, tres fuertes y dos tan débiles que a duras penas podían escucharse. Pero Angus, que ya desde primera hora de la mañana estaba esperando con la oreja enganchada a la puerta, sabía que ésa era nuestra contraseña. Abría inmediatamente y cerraba más rápido todavía para que no se escapara un ápice del calor que propagaba la chimenea encendida. Y allí me quedaba todo el día jugando con él y su hermana Agnetta. Aunque lo mejor venía al atardecer, cuando su padre, que por lo general se pasaba más horas dormido que levantado, se despertaba, y hambriento se unía a nosotros para cenar. Después de recuperar fuerzas, nos sentábamos todos alrededor del fuego. Y entonces el padre de Angus nos explicaba leyendas relacionadas con duendes, fantasmas y monstruos marinos, pese a los gruñidos de su mujer, a la que no le gustaba que nos asustase con esa clase de cuentos. Tengo que reconocer que algunas de sus historias no me dejaban dormir durante varias noches seguidas pero, aun así, me hubiera dejado cortar las trenzas, de las que estaba más que orgullosa, antes que perderme una sola de sus historias.
En ocasiones, el padre de Angus nos hablaba de la vieja del acantilado. Era pescador y la había visto alguna de las pocas veces en las que el tiempo nos daba un respiro con una noche sin niebla ni tormenta. Contaba que, a la luz de la luna, había podido distinguir su oscura silueta coronada por cabellos blancos. Siempre permanecía inmóvil al borde del acantilado y con los brazos en cruz, como implorando a un dios invisible o quizá al diablo. Pero lo sorprendente era que, en una ocasión, le había parecido ver cómo se tiraba al vacío, cayendo como una pluma al mar, para resurgir a la noche siguiente en idéntica postura. Él y los demás habían resuelto que se trataba de una bruja y, susurraba mientras nos miraba fijamente, lo que habían visto sus ojos no parecía ser de este mundo.
Cuando reanudábamos las clases, al salir de la escuela, Angus disfrutaba relatando de nuevo las viejas leyendas de espíritus y aparecidos a los otros niños, que nos miraban atemorizados pero fascinados a la vez, mientras se cogían de las manos. Su preferida era la de la bruja del acantilado. Una tarde, explorando en la montaña, dimos con un escondite que sólo nosotros creíamos conocer y desde donde divisábamos su cabaña al borde del abismo, oscura y abandonada. A sus pies, a metros y metros por debajo, rompían las olas violentamente contra los peñascos y su ruido llegaba hasta nuestro rincón secreto. A partir de entonces, Angus, el resto de niños y yo, nos acercábamos hasta ese lugar casi todos los días. Vigilábamos a la bruja, y en ocasiones, la habíamos podido distinguir caminando descalza entre las rocas y recogiendo con las manos algo que metía en una cesta colgada del brazo. No llegábamos a identificar qué era, mas imaginábamos su interior repleto de anguilas y serpientes marinas venenosas. Tampoco nos explicábamos cómo llegaba hasta allí ya que la pendiente del acantilado era impresionante e ir por mar era muy peligroso debido al fuerte oleaje. Pero no podíamos preguntar nada a nuestros padres porque desconocían estas temerarias incursiones y de haberse enterado nos habrían castigado durante semanas. Sólo nos quedaba discutir entre nosotros y encontrar así nuestras propias explicaciones. Angus, por ejemplo, estaba convencido de que, al tratarse de una bruja, podía volar. Y su fantástica teoría aumentaba, si cabe, nuestra curiosidad por atraparla un día en pleno vuelo y saber más y más acerca de ella.
Jamás olvidaré la tarde en que la conocí y pude ver de cerca su cara por primera y última vez en mi vida. Aquel día, en la escuela, Angus se había disgustado conmigo porque no había accedido a dejarle copiar las preguntas del examen de matemáticas con el que el maestro Frediksson nos había sorprendido. Salió de clase enfurruñado y sin ni siquiera mirarme. Supongo que, en aquel momento, andaba pensando en la forma de vengarse de mí al considerarme la culpable de sus malas notas en el examen. Como casi siempre, todos los niños nos dirigimos hasta nuestro escondite. Y allí, Angus nos dispuso en círculo, nos pidió que nos sentáramos y él se quedó de pie en el centro. Con semblante muy serio, nos miró uno por uno, y anunció que tenía un plan para averiguar quién era la bruja del acantilado. El día que la volviéramos a ver lejos de su cabaña, caminando entre las rocas, uno de nosotros entraría en la casucha, mientras el resto vigilaba. Si de pronto, la bruja desaparecía, o como Angus creía, echaba a volar porque adivinaba que alguien había entrado en su guarida, él mismo tocaría un silbato que le habían regalado para Navidad y podía escucharse a más de medio kilómetro de distancia. Y entonces, todos saldríamos corriendo. Según Angus, ya que éramos los mayores, debíamos ser él o yo quienes se arriesgaran a entrar para ver que escondía la bruja allí arriba. Aunque yo, al ser una niña, era muy normal que tuviese miedo y quisiera echarme atrás. Esperó mi respuesta erguido en el centro del círculo, pero conocía de sobras cuál iba a ser mi reacción. Orgullosa, me levanté, me puse a su lado y le hice saber que también estaba dispuesta a entrar. Angus se apresuró a decir que lo más justo era jugárnoslo a suertes y sacó dos cañas del bolsillo que seguramente había preparado durante el camino hasta allí. Quien escogiese la más corta sería el que entraría en la cabaña. No me dio tiempo a replicar. Al cabo de treinta segundos, la caña más corta estaba en mi mano mientras Angus me miraba sonriendo, triunfante.