Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos (19 page)

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Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

Ésa fue la primera de las numerosas misivas que se intercambiaron los jóvenes. Porque las simples palabras de Júpiter, pese a no ser dignas de un poeta, rasgaron el corazón virgen de Bárbara. Mientras que las cartas del pescador se distinguían por un ligero olor a frutos del mar, las que salían de la pluma de Bárbara llevaban un persistente perfume a naranjas dulces. Gracias a este canje de olorosas notas de amor, a partir de entonces, los domingos fueron los días de mayor felicidad para ambos. Y así, mientras las mujeres Cahen visitaban el mercado, a través del bullicio reinante los ojos de almendra negra no se separaban ni un segundo de la mirada de agua salada de Júpiter Donoso.

Pero el padre de Bárbara tenía otro destino reservado para su particular y bello tesoro, mezcla perfecta entre Oriente y Occidente. Herr Cahen creía que en aquella isla no había hombre con bastante dinero para ser digno de poseer a su hija. Y desde hacía tiempo preparaba un viaje cuyo objetivo era encontrar al esposo ideal que se adaptase a sus propias expectativas. El día que le comunicó a Bárbara sus intenciones, ésta se enteró que a principios del año siguiente su padre iba a obligarla a abandonar Maronía. Y en la carta número cuarenta y dos de todas las que se intercambió con Júpiter durante el tiempo que duró su noviazgo epistolar, pidió al pescador que preparase una huida. Debían escapar juntos para evitar que su progenitor la obligara a casarse con alguien a quien nunca podría amar. Júpiter le hizo llegar su respuesta una semana más tarde, en las últimas líneas que se cruzaron los enamorados. Y la citó a la medianoche de aquel mismo domingo. Todo sería muy rápido, y nadie los descubriría. Júpiter la esperaría en la playa más pequeña y solitaria de aquella costa. Y desde allí partirían en su barca hasta encontrar un lugar donde Herr Cahen nunca pudiera encontrarlos.

Bárbara casi no cenó aquella noche. Pero sus padres no notaron nada fuera de lo común, porque desde hacía meses su apetito había disminuido, y ellos lo atribuían a los vaivenes de la adolescencia. Mas Elvira sí intuyó la verdadera razón. Cuando faltaba un cuarto de hora para las doce de la noche, y el silencio del reposo reinaba en la casa, la criada llegó hasta la habitación de Bárbara y la sorprendió preparándose para la huida. Elvira le rogó que no lo hiciera. Temía por el futuro de ambas. Estaba segura de que Albert Cahen no descansaría hasta dar con su hija y de que no iba a dudar en acabar con la vida de todo aquel que la hubiera ayudado a escapar. Bárbara la tranquilizó. Jamás podrían relacionar a Elvira con los dos enamorados. Y para el amanecer, cuando se dieran cuenta de su desaparición, ella ya estaría muy lejos, junto a Júpiter Donoso. Tras despedirse, Bárbara salió de la habitación con una pequeña maleta, y sin zapatos para no hacer ruido, bajó de puntillas las escaleras hasta la entrada principal. Elvira vio desde la ventana la dorada melena de la muchacha desapareciendo entre los árboles, brillando como cientos de luciérnagas en la oscuridad. Y, devorada por el miedo y los remordimientos, fue a despertar a Albert Cahen antes de que fuera demasiado tarde.

Cuando Bárbara llegó hasta la playa, encontró a Júpiter junto a su barca. Tras un año, cuarenta y tres cartas, y una eternidad pensando el uno en el otro se dieron su primer beso. En él depositaron sus corazones y todas las promesas de amor por realizar en el mundo. Subieron a la pequeña embarcación, y mientras Júpiter la empujaba mar adentro, se escucharon los primeros gritos y disparos, aproximándose en la oscuridad. Albert Cahen y una decena de hombres volaban para atrapar a los dos fugitivos. Antes de que lograran hacerse mar adentro el grupo alcanzó la playa. Y Júpiter no pudo hacer nada. Se le detuvo el mundo, y aquel instante quedó flotando para siempre en el tiempo, como las motas de polvo al calor de la luz que las ilumina. Le robaron a Bárbara y a él lo maniataron y lo encerraron en la cárcel del pueblo. A la mañana siguiente, atrapado entre las cuatro paredes de su celda, escuchó la sirena de un barco. Y presintió que en él se llevaban a Bárbara Cahen, y que la arrastraban lejos, allí donde le sería imposible encontrarla.

Mientras tanto, las lágrimas de Bárbara, se las tragaba el mar. Ella era incapaz de apartar la vista, ni un solo instante, del lugar donde había abandonado su esperanza y su voluntad. Observaba como Maronía se iba haciendo cada vez más pequeña. Y cuando aquel trozo de tierra se convirtió en un simple punto imaginado en el horizonte, Bárbara juró que jamás volvería a pisar la playa donde Herr Cahen le había dicho que habían enterrado el cadáver de Júpiter Donoso.

Dos días más tarde abrieron la puerta de la prisión en la que Júpiter permanecía encerrado. Ya no existían razones para mantenerlo allí. Lo primero que hizo el pescador fue dirigirse hasta la pequeña playa abandonada. Allí vio la que había sido su barca, yaciendo en la arena y destrozada a hachazos. Y por más que lo intentó no encontró en el aire ningún rastro del aroma a fruta dulce de Bárbara. Sólo cenizas, salitre y vacío. Y ya no existió para él más razón que volverla a ver, porque en aquel barco se le escapaban la vida y un pedazo arrancado del corazón.

Fue entonces cuando decidió no abandonar jamás aquel rincón de isla donde había sido feliz por última vez. Creía que quizá Bárbara regresaría algún día. Y si lo hacía iría de nuevo hasta aquella playa. Y así la aguardaba día tras día, sentado junto a la barca que había reconstruido. Tan sólo se alejaba de allí, alguna madrugada para salir a pescar. Cuidaba la pequeña cala con el amor que nunca podría entregar a mujer alguna, y la convirtió en un trozo de paraíso al que empezaron a llamar la playa más bella del mundo. Jamás había mala mar en aquella costa, y únicamente el sonido del agua mecía adormecedor a los que se acercaban en busca de su belleza. Hasta allí acudían a poner sus huevos, durante los meses de verano, las tortugas de caparazón rojo, que según los lugareños, habían adoptado el color del corazón roto de Júpiter Donoso. Y por la noche, hasta las estrellas y la luna se compadecían del pobre pescador. Se dejaban contemplar tan claras y nítidas, que parecía que se podían tocar con la punta de los dedos. Y aunque estuviera completamente oscuro, si mirabas dentro del agua con atención las veías allí reflejadas, entre los peces y las caracolas, para hacerle compañía.

Con los años, la fama del lugar se propagó con el viento, a través del mar, y llegó a kilómetros y kilómetros de Maronía, hasta alcanzar la mansión del viejo millonario Adolfo Licíates. Adolfo se había cansado de comerciar con especias; el oro y las piedras preciosas carecían ya de interés para él; y los billetes se pudrían en sus bancos a la espera de un proyecto que volviera a ponerlos en circulación. Sin saber por qué, la leyenda de aquella playa, que muchos describían como la más bella del mundo, despertó en él instintos que creía dormidos. Y el brillo volvió a nacer en sus ojos de ratón codicioso. Deseaba visitar aquel lugar, y si era tan hermoso como decían aquellos que lo habían visto, tenía que ser suyo para construir en él la casa que siempre había soñado. Con un solo propósito en la cabeza decidió embarcar en uno de los navíos de su flota, y pese a la negativa inicial de su mujer, se la llevó con él, junto a la mitad de su servicio y los mejores arquitectos y decoradores que pudo encontrar en el país.

Al desembarcar en la isla se instalaron en la antigua casa Cahen, y mientras los criados se esmeraban en disimular los cincuenta años de abandono, eliminando polvo y telarañas, la mujer de Adolfo Licíates se encerró en su habitación, sin querer saber nada del proyecto que había enloquecido a su marido. Éste, por su parte, se dirigió rápidamente hasta la pequeña playa. Lo que vio no desmereció la idea que se había hecho, así que decidió empezar de inmediato. Al día siguiente envió allí a los arquitectos para sentar las bases de la construcción de su sueño. Pero éstos volvieron con los planos aun sin desenrollar. Un pequeño problema requería solución. En medio de la playa, se levantaba la cabaña de un viejo pescador llamado Júpiter Donoso. Las leyes de la isla establecían que después de medio siglo, ese pequeño trozo de tierra le pertenecía por pleno derecho. Por tanto, era necesario obtener su permiso si querían empezar a construir la casa. Adolfo pensó que en menos de veinticuatro horas todo estaría arreglado. No había nada en el mundo que no pudiera comprarse con dinero. Primero envió a uno de sus criados con un cheque. Mas regresó sin éxito. Mandó buscar a su secretario, entregándole un importe que multiplicaba por diez lo ya ofrecido. Pero fracasó nuevamente. Más tarde tampoco salieron airosos, su abogado ni el presidente de la mayor de sus empresas. Y finalmente, sorprendido y molesto al ver que había transcurrido más de una semana y todo continuaba igual, decidió ir él mismo de nuevo hasta allí.

Cuando llegó a la playa la arena se le colaba en los mocasines, y las gotas de sudor empezaban a caer por su cuello de mantequilla. Encontró a Júpiter Donoso repasando con cariño la pintura de su barca. Al escuchar los jadeos de Adolfo Líciates, el pescador se volvió. Habían pasado muchos años desde el momento en que Júpiter había tomado la decisión de permanecer para siempre en aquella playa. La barba y los cabellos se le habían tornado del color de la plata vieja, pero su porte seguía siendo el de un capitán de barco. Miró a Licíates fijamente a los ojos, y con la autoridad de quien no tiene miedo a perder nada, tan sólo le dijo:

—Nunca abandonaré mi playa. Ella volverá, algún día. Y hasta entonces permaneceré aquí, esperándola.

De poco le sirvieron a Licíates primero las tentaciones, luego las amenazas y finalmente las súplicas porque Júpiter no volvió a pronunciar una sola palabra. La misma escena se repitió durante las semanas siguientes, desde la salida del sol hasta los primeros rayos de luna, y Adolfo Licíates se convirtió en una sombra de continua presencia en el lugar. Sabía que no podía hacer nada dentro de la ley, sino lograba comprar el permiso del pescador. Y poseer aquel trozo de tierra se convirtió en la única obsesión de Adolfo Licíates.

Su mujer mientras tanto permanecía encerrada en la mansión, ajena a aquel empeño. Y en secreto rogaba que el deseo de Adolfo no pudiera cumplirse nunca. Hacía mucho tiempo que había hecho su promesa, pero no había podido olvidarla. Y si la casa se construía, iba a verse obligada a romperla. Cada noche, cuando ya estaba acostada, escuchaba la puerta y los pasos de Adolfo hasta la biblioteca, arrastrándose, casi sin fuerzas. En ocasiones Bárbara se levantaba, y lo encontraba hundido en un sillón mirando al vacío. Le ponía las manos en los hombros y entre susurros le pedía que abandonara aquel estúpido sueño. Adolfo ni tan sólo la escuchaba. Y ella regresaba hasta su dormitorio. Se metía en la cama y, cerrando los ojos, daba las gracias a aquel desconocido que había osado resistirse a la voluntad de Adolfo Licíates. Una mañana, cuando Adolfo ya había partido hasta la playa, Bárbara, intrigada, decidió preguntar por el misterioso pescador a uno de los criados. Éste le habló de la extraña determinación de aquel hombre, que por lo que decían los habitantes de Maronía, se debía a un juramento que hizo hacía muchos años, cuando le habían robado a la mujer que amaba. Ella se sobresaltó.

—¿Sabes cómo se llama? —preguntó al criado.

—Júpiter Donoso —respondió el hombre.

Aquella tarde Bárbara Licíates cogió el mismo camino que había hecho la última noche que vio a Júpiter Donoso. No podía correr tanto como entonces, pero su corazón temblaba con la misma fuerza. Ya desde lejos, Júpiter, que permanecía sentado y en silencio, junto a la sombra de Adolfo Licíates, percibió un extraño aroma a limón, pomelos y a naranja amarga. Y en aquel momento supo que ella había regresado. Cuando ella llegó a la orilla sus miradas se cruzaron. A pesar del polvo de los años se reconocieron en los ojos de almendra negra y de agua salada. Y el olor amargo se dulcificó con reminiscencias a frutas dulces. Y Bárbara retomó lo que hacía más de cuarenta años le habían arrebatado. Se descalzó, se arremangó los faldones y subió a la embarcación. Júpiter Donoso empujó la pequeña barca lentamente mar adentro, y antes de alejarse de allí para siempre, tan sólo cuatro palabras salieron de su boca: «La playa es suya».

Y mientras Bárbara y Júpiter se fundían en el segundo beso de su vida, Adolfo Licíates los contemplaba solo, con los bolsillos llenos y el corazón vacío, desde la orilla de su playa, la más bella del mundo.

Agradecimientos

Una buena amiga nos dijo que este libro se había hecho “a fuego lento”. Así ha sido. Nosotros, añadiríamos además que nada de esto habría sido posible sin la colaboración de todos los que nos habéis ayudado a “cocinar” estas páginas: Lluc, Juan Carlos, Israel, Anuskis, Alti, Tere, Islabel, Xavi, Pili, Carqui, Martix, Marcos, Judit y Teresa… y nuestros compañeros del Aula de Escritores.

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