Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos (7 page)

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Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

Pasaron los minutos y el anfiteatro de butacas quedó desierto. De repente se abrió la cortina que servía de puerta de entrada y el padre Alejandro asomó con una sonrisa deslumbrante y una bolsa llena de manzanas al caramelo. Dijo que eran para nosotros y que había salido a comprarlas antes de que el espectáculo finalizase.

—¿Y Miranda? —le pregunté. Me miró sorprendido y por un momento me pareció que hasta asustado.

—¿No está con vosotros? —negamos con la cabeza.

Dimos la vuelta al escenario, la llamamos mientras abríamos las cortinas que separaban la zona de bastidores y preguntamos a la taquillera. La buscamos entre los carromatos y fuimos hasta las jaulas de los animales. No había rastro de ella. Llegamos a Valparnaso, dimos la voz de alarma y el padre Alejandro organizó los grupos de búsqueda.

El pueblo entero e incluso los artistas del circo registraron con antorchas encendidas hasta el último rincón. No encontraron nada, se la había tragado la tierra. Muchos dijeron que era cosa de magia y miraban con recelo a Lyudmila y sus hechizos. No querían dejarla marchar, pero ante la falta de indicios y lo injustificado de estas sospechas, al cabo de una semana, sin haber hecho una sola función más, el circo y Lyudmila abandonaron Valparnaso para no volver nunca. La madre de Miranda salió al encuentro de la caravana con un cuchillo en la mano, mientras gritaba que a su hija la habían devorado las panteras blancas de Lyudmila y que iba a rajarles a todas las entrañas para que se la devolvieran. No volvió a recuperar la cordura y creo que aún sigue encerrada en el sanatorio donde la llevaron días más tarde. El padre de Miranda no corrió mejor suerte. Durante semanas siguió buscando a su hija por lugares que de tanto recorrerlos tenían ya la marca de sus huellas grabadas en la tierra. Hasta que un día también desapareció. Al poco tiempo el río acabó por escupir su cuerpo, y lo enterraron, solo y sin ceremonia, en un pueblo donde ya no quedaba nadie para poder recordarle.

Yo no lloré la noche que desapareció Miranda. Ni lo hice a la siguiente. Ni al cabo de dos semanas. Y no fue porque entonces no supiera que jamás la volvería a ver. Simplemente estaba seco. Dejé de leer y de escribir en mi cuaderno de cuentos y me pareció que de repente los pies me pesaban más para que no pudiera despegarlos del suelo. Fue unos meses más tarde, mientras ordenaba mi habitación para empezar las clases que, metidos en un cajón, encontré algunos de mis libros de aventuras y fantasía, libros leídos y releídos mientras la veía en cada una de las heroínas que inundaban sus páginas. Entre ellos estaban Las aventuras de Tom Sawyer, con un marca páginas escrito una y mil veces con un único nombre, Miranda. Aquella noche el dolor enquistado durante tantos días salió a borbotones de mi interior. Y a la mañana siguiente, casi sin poder abrir los ojos, cogí mi cuaderno y todos los libros de aventuras y los metí en una caja que guardé en el fondo del armario con la intención de no volver a abrir, porque sin Miranda ya no quedaba un solo rincón en mi cabeza para la fantasía.

En Valparnaso también se apagó un poco la luz desde entonces. Un sopor de tiniebla nos invadió, los sueños desaparecieron de nuestras noches y hasta el sol parecía haberse encogido. Algunos, los más supersticiosos, continuaban culpando de la desaparición de Miranda a Lyudmila, aquella maga que se había atrevido a jugar con la realidad y los sueños. Y aunque era de locos creer semejante tontería, el propio padre Alejandro alimentaba sus sospechas con sermones desde su púlpito en la iglesia, encendidos discursos en los que solicitaba penitencia y abogaba por el destierro de toda magia y diversión. Para dar ejemplo incluso cerró con llave la puerta del cobertizo y prometió que nunca volvería a usar aquellos objetos que guardaban en su interior el espíritu del circo. Así fue como nos convertimos en una sombra de nosotros mismos. Hasta que una mañana, un extraño fenómeno alteró el mundo en penumbra que nos rodeaba. A las puertas del abandonado cobertizo aparecieron unas extrañas flores, de reflejos violetas y ambarinos. Lo rodearon y treparon por sus paredes, cubriéndolo con un estallido de luz y color. Alguna tarde, si me retrasaba a la vuelta del colegio, había podido ver como el padre Alejandro las arrancaba de cuajo y las quemaba en la parte trasera de la iglesia. Mas las flores renacían al día siguiente, siempre en el mismo lugar, desafiantes, luminosas. Y aunque él persistía en su inútil empeño de destruirlas, las flores seguían allí, semana tras semana. Yo me extrañaba de que nadie se preguntara el origen de aquel extraordinario suceso. Decidí contárselo a mi madre y la llevé hasta las puertas de la sacristía para enseñarle las flores. Mamá murmuraba palabras de admiración y le pedí que se fijase en sus intensos colores.

—Mira mamá, son ambarinas y violetas, como los ojos y el cabello de Miranda…

Acababa de pronunciar el nombre cuando el padre Alejandro apareció detrás de nosotros, sigiloso como un fantasma.

—Eres un niño muy observador —dijo.

—¿Son preciosas verdad? Las he plantado en honor de Miranda. Pertenecen a una extraña clase de flores que descubrí en un libro de botánica. Me enviaron las semillas por correo y creí que sería un hermoso homenaje para Miranda, pobre criatura.

Y sonrió con tristeza mirando fijamente a mi madre. Yo me di cuenta de que su sonrisa no era más que una mueca forzada. De que su cara estaba blanca como la harina y las manos le temblaban mientras señalaba hacia el suelo. Pero mamá se limitó a mirarlo con embeleso y asintió sin decir nada. Se despidió amablemente de él y me cogió fuerte de la mano, arrastrándome con rapidez hacia la salida. Yo quise decirle que cuando oscurecía lo había visto intentando arrancar aquellas matas, que una vez había mirado a Miranda de forma extraña… pero ella no quería escucharme.

—Pensé que ya habías dejado atrás tus absurdas fantasías. Cállate y no me hagas pasar más vergüenza —me gritó.

Y como yo seguí insistiendo aquella noche me mandó a la cama sin cenar y con el trasero caliente como un tizón.

Resolví entonces que los mayores jamás iban a creerme. Estaba solo con mi sospecha. Pero no dudaba de que el cobertizo era el origen de las extrañas flores y que allí se guardaba el secreto del paradero de Miranda. Quería entrar. Mas pospuse mi resolución hasta que el padre Alejandro hubiera olvidado el incidente de la sacristía. Finalmente, unas semanas más tarde, decidí que había llegado el momento. Iba a hacerlo de noche y cuando todos estuvieran dormidos. Aguardé despierto hasta que toda mi casa se quedó muda. Abrí el armario, me vestí y me calcé unas zapatos con la suela muy fina. Sin que nadie se diera cuenta, había cogido una copia de las llaves de casa que papá guardaba en un cajón de su despacho. Abrí la puerta principal y salí sigiloso. El aire de la noche era frío y empecé a correr para entrar en calor y llegar rápido hasta la iglesia. Al distinguir la verja que la rodeaba aminoré el paso. Todo estaba oscuro pero aun así podía distinguir las flores alrededor de la sacristía. Salté al interior y me dirigí hasta la parte trasera del cobertizo. Allí había una ventana que podía servirme de puerta de entrada. Con una piedra rompí el cristal. Aguanté la respiración y escuché atento, por si algún ruido delataba que alguien me había oído. Me rodeaba el silencio. Con mucho cuidado para no hacerme daño, me colé por la ventana y de un salto aterricé dentro. Olía a óxido y a madera vieja, y el polvo entró por mi nariz hasta casi hacerme estornudar. Sólo la luna iluminaba la estancia mas reconocí el viejo escenario, las mantas que ocultaban los trastos circenses del padre Alejandro, las sillas donde nos sentábamos arrimadas a la pared… Todo estaba quieto, anestesiado, y en aquel instante pensé que en esa habitación se había parado el mundo. Empecé a destapar los bultos con furia y olvidé donde me encontraba. No sé cuánto pude tardar hasta que, escondida bajo mantas y viejos cartones, hallé la caja mágica que tanto había despertado nuestra curiosidad. Me detuve jadeante y la miré con atención. «Cualquier cosa puede aparecer si lo deseas de verdad» decía siempre el padre Alejandro. No sé lo que esperaba cuando la abrí, pero en su interior sólo encontré oscuridad. Pasé la mano por su fondo acolchado y sentí un escalofrío. En aquel momento escuché un ruido en la puerta y desesperado miré alrededor buscando algún lugar donde esconderme. Sólo pude estirarme en el suelo, detrás de la caja. Era cuestión de segundos que el padre Alejandro me descubriese. Entró con precaución, ignoró el desorden en el que yo había dejado el cobertizo y se dirigió hacia mí. Me levanté y lo miré desafiante. Supongo que se sorprendió al ver que ni tan siquiera intenté escapar y se acercó lentamente. Entonces, me apoyé en la caja, la presioné con mis manos y pensé en Miranda. Cerré los ojos muy fuerte, hasta hacerme daño y asumí que no iba a volver a abrirlos. Pero no ocurrió nada. Abrí los ojos, y aún hoy no estoy seguro acerca de lo que vi. El padre Alejandro estaba de rodillas y tras él una pequeña y vaporosa silueta, casi transparente, lo aferraba del cuello con sus manos. Él me miraba incrédulo y aterrado, estiraba los brazos e intentaba escapar de algo que ni él ni yo comprendíamos. Yo salí corriendo, gritando y no paré hasta llegar a mi casa. Mis padres se despertaron asustados, intentaron calmarme. No sé ni cómo pude darles una explicación porque de inmediato perdí el conocimiento y no desperté hasta dos días más tarde. Y entonces supe que habían encontrado al padre Alejandro muerto en el cobertizo. Quisieron creer que había sido de un ataque al corazón aunque yo sé que ésa no fue la causa. Y al desmontar el viejo cobertizo, alguien, por casualidad, accionó un resorte secreto de la caja mágica. Y allí, metido en un doble fondo, encontraron el vestido de la primera comunión de Miranda, ahora gris y polvoriento. Decidieron entonces destruir la cabaña, y al levantar las tablas del suelo, allí donde nacían las flores, hallaron enterrado su cuerpo. Lo sacaron y le dieron sepultura en el cementerio, junto a su padre, mas las extrañas flores siguieron creciendo y llegaron hasta la iglesia, cubriendo sus paredes y sus vidrieras de colores y alcanzando la cruz que presidía el tejado, que quedó envuelta para siempre en pétalos con destellos violetas y ambarinos, como los ojos y el pelo de aquella mágica niña de nombre, Miranda.

Cuentos de Guacamalindo

Ilustrados por Judit García-Talavera

La gran apuesta de don Zacarías

Guacamalindo se despertó perezosamente la mañana del gran día. Sus calles estaban desiertas y parecían esperar ansiosas el momento de convertirse en mares de confeti y serpentinas. De cuando en cuando podía escucharse la risa ahogada de algún chiquillo madrugador y el ruido de sus zapatos correteando arriba y abajo. Y a lo lejos, como un murmullo que rompía el silencio, sonaba la única radio del pueblo emitiendo la conocida sintonía del folletín matinal. Su propietaria, Doña Alfonsina, lo seguía con pasión cada domingo, pero aquella mañana tenía la cabeza en otra parte. Estaba realmente satisfecha. También era la dueña del único colmado de la zona y gracias al festejo había vendido toneladas de caramelos y chocolatinas que serían lanzados durante la cabalgata. Incluso hasta los cientos de farolillos de colores, que había adquirido por catálogo, se habían agotado. Desde su ventana podía verlos colgados entre los árboles, como flores rojas, azules y verdes, adornando el recorrido que, en unas horas, debía llenarse con todos los habitantes del pueblo. Zacarías Bajomonte por fin cumplía cien años y nada había sido suficiente para celebrarlo. Pero ella, gracias a su perspicacia en los negocios, también iba a sacar provecho del esperado aniversario. Las golosinas y los farolillos sumaban una cantidad nada desdeñable. Y en cuanto la familia de Don Zacarías cobrara la apuesta, le tendría que pagar más dinero del que hubiera ganado nunca vendiendo conservas, paquetes de jabón o revistas pasadas de fecha a los vecinos de Guacamalindo.

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