Wendigo (5 page)

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Authors: Bill Bridges

Tags: #Fantástico

Retrocedió tratando de apartarse del lugar desde el que había lanzado el aullido, con la esperanza de que la forma buscara la fuente del sonido y no su rastro y estuviera tan ciega como él en aquella tormenta. Pero la criatura cambió de dirección para seguirlo.

Se detuvo donde estaba y adoptó la forma Crinos. Invocó su lanza espiritual y la empuñó con fuerza. La forma se detuvo un momento, como si hubiera sentido su rabia. Pero siguió adelante, avanzando a trancas y barrancas entre la nieve.

Por un momento, el viento cambió de dirección y sopló apartándose de la forma. Se abrió una ventana en el blanquecino muro y por ella pudo ver a la criatura que se le estaba acercando. El esquelético gigante superaba los siete metros de estatura. Parecía haber sido humano en algún momento pasado, pero se había convertido en… algo diferente. Unas costillas desnudas sobresalían en ángulos diferentes de la carne de su torso y entre ellas se veía un corazón congelado pero todavía palpitante, revestido de hielo pero lleno al mismo tiempo de roja vida.

Sus dedos terminaban en largas y afiladas garras, parecidas a los mellados y desiguales dientes que sobresalían de sus fauces, abiertas y voraces. Sus ojos no tenían blanco: eran sendas cavidades negras que parecían más oscuras aún en aquel paisaje blanco.

El valor de John se encogió al reparar en todos aquellos detalles y reconocerlos. Recordó las historias que solía contarle su abuela, viejos cuentos indios del norte. Los Galliard Garou de su tribu se los habían confirmado después de su Cambio y habían añadido algunos detalles que ninguna abuela hubiera podido conocer, la clase de detalles que sólo los testigos de primera mano podrían proporcionar.

Reconoció al Atcen, el terrible espíritu caníbal que se le estaba aproximando. Servía al tótem de su tribu, el gran Wendigo, pero no era amigo del hombre. A la voraz criatura no le importaba un ápice la calidez de la bondad humana ni las leyes de los Garou porque lo único que anhelaba era carne humana. No tocaría la carne de los animales ni la de un Garou lupus, pero John era homínido, humano de nacimiento. Carne fresca.

El viento volvió a cambiar, esta vez en dirección al Atcen, llevando el rastro de John a la criatura. Ésta se detuvo e inhaló profundamente y entonces echó a correr a gran velocidad, tan deprisa que John apenas tuvo tiempo de reaccionar.

Empuñó la lanza con fuerza y se la clavó a la criatura en el muslo. El monstruo profirió un aullido pero no se detuvo. Apartó la lanza con los flacos pero poderosos brazos y le arrancó el fetiche de las manos a John con su inmensa fuerza. La lanza cayó sobre la nieve.

El Atcen extendió los dos brazos y atrapó a John en un abrazo de oso. Su presa era como el acero; John utilizó toda la fuerza que pudo reunir —formidable en su forma Crinos— pero no logró mover un milímetro los brazos de la criatura. Unos dientes afilados y serrados se clavaron en su hombro izquierdo y le desgarraron músculos y ligamentos. John aulló de dolor, con los ojos inundados de lágrimas, apenas consciente de nada que no fuera la nieve o los huesos de Atcen. La criatura echó la cabeza atrás, le arrancó un pedazo de carne y lo engulló sin masticarlo.

El brazo izquierdo de John quedó inerte sin los músculos del hombro. Hundió el hocico bajo la guardia de la criatura tratando de alcanzar su garganta. Vio el corazón del Atcen en la caja torácica abierta, latiendo ahora con más fuerza, mientras el hielo que lo envolvía empezaba a fundirse con su sangre. También advirtió que, gracias a la presa de la criatura, el corazón estaba casi al lado de su mano derecha. Abrió los dedos y lo cerró sobre el helado órgano y sintió tanto el frío desgarrador de su hielo como el calor ardiente de su sangre. Dio un tirón.

Al tiempo que el corazón salía de la caja torácica, el Atcen quedó inmóvil. Sus brazos perdieron toda la fuerza y John cayó sobre la suave nieve. La criatura se miró el vacío torso, con aspecto confuso. Miró a su alrededor y vio que la sangre de su corazón todavía palpitante, que John aferraba en su mano, caía sobre la nieve y la teñía de rojo. Extendió los brazos hacia él tratando de recuperar su corazón mientras profería un gruñido de rabia pero entonces cayó de bruces al suelo, muerto. Casi al instante, la tormenta cubrió el agujero que su cuerpo había hecho.

El hielo que rodeaba el corazón se fundió y dejó al descubierto la carne jugosa y cálida. Su olor fue una agónica tentación para el estómago de John, que gruñó y se retorció, ávido de sustento.

Pero John recordaba lo que creaba al espíritu Atcen: cualquiera que probara la carne de un Atcen se convertía en uno. Débil y dolorido, con el hombro cada vez más insensible por la falta de sangre, arrojó el corazón lejos de sí. El órgano se hundió también en la nieve, dejando tras de sí sólo una mancha de sangre que la nieve no tardó en cubrir.

Recogió la lanza del suelo y volvió a adoptar su forma Lupus. La lanza, un objeto del espíritu, se fundió con su nueva forma, convertida en un manchón blanco sobre su pelaje. Se alejó tambaleándose del olor, mientras la agonía del hombro empezaba a nublarle los pensamientos.

Capítulo cuatro

Ojo de Tormenta caminaba en círculos olisqueando el camino. Julia, Grita Caos y Carlita estaban cerca, jadeando, exhaustos tras la larga carrera. Habían seguido el rastro de la camioneta durante casi seis kilómetros. El paisaje apenas había cambiado. Al llegar a un cruce cuádruple, perdieron el rastro.

Carlita adoptó forma humana y se sentó junto a la carretera, sin aliento.

—Mierda. Ese bastardo ha escapado.

No
, gruñó Ojo de Tormenta sin dejar de olisquear la carretera.
Hay muchos más rastros pero el de la camioneta sigue aquí
.

—Nunca lo captarás entre toda esa peste a gasolina. Afróntalo, ha desaparecido. Igual que John.

—No —dijo Grita Caos mientras adoptaba también forma humana—. No puedes pensar así. Lo encontraremos. Su camioneta tiene un… olor único.

—¿Único? —dijo Julia cuando se reunió con ellos junto al bordillo en forma humana—. Más bien asqueroso. No sé cómo pudo soportarlo Ojo de Tormenta en el viaje desde Finger Lakes. Si nosotros hubiéramos estado en forma Lupus, sospecho que habríamos pasado todo el camino vomitando.

Le das demasiada importancia a los olores
, dijo Ojo de Tormenta, y se detuvo.
El olor sólo es olor. Ni bueno ni malo. Salvo el olor del Wyrm

—No para nosotros los humanos, hermana —dijo Carlita—. Algunas pestes son sencillamente horribles. Y Pie Velludo se ajusta a esta descripción. ¿Por qué demonios aceptan los Wendigo a un tío que huele así?

—Algo me dice que no lo hacen —dijo Julia—. Nos han engañado. Dudo que Pie Velludo sea un Wendigo. Y si lo es, supongo que se trata de un renegado.

—¿Lo crees así? —dijo Grita Caos—. Parecía saber mucho del clan que mencionó y Evan se tragó la historia.

—Cualquiera puede investigar un clan Garou. Sólo hace falta tiempo —replicó Julia.

¡Por aquí!
, exclamó Ojo de Tormenta mientras echaba a correr por la carretera de la derecha.

Todos adoptaron sus formas Lupus y se unieron a la persecución. Al cabo de un rato volvieron a captar el rastro de la camioneta, cuyo amargo hedor era como la ventosidad de un humano que se hubiera atracado de comida picante. El hecho de que la camioneta pudiera estar tan inundada de aquel olor decía mucho sobre el estado de su fuente. Lo más probable era que Pie Velludo no se hubiera bañado desde antes de que ninguno de ellos naciera. Lo que no sabían era por qué ninguno de ellos se había percatado cuando estaban en forma humana.

Ojo de Tormenta giró por una senda de tierra, que un buzón oxidado señalaba como el camino a una residencia. En aquel lugar los destartalados edificios estaban más próximos. La casa tenía el aspecto de una vivienda rural. Ojo de Tormenta fue frenando el paso hasta detenerse y los demás se detuvieron con ella.

Allí
, dijo señalando con el morro hacia el final de la senda.
Nuestra presa
.

La camioneta estaba aparcada a un lado de una casita con paredes de aluminio. Había unos neumáticos tirados en el patio delantero, como si alguien hubiera comenzado una reparación y la hubiera abandonado tiempo atrás.

Julia levantó las orejas.
Alguien está riéndose dentro
.

Todos lo oyeron. Sonidos mezclados de risas y gemidos.

Vamos
, dijo Ojo de Tormenta. Echó a andar arrastrándose y con sigilo en dirección a la camino. De repente se oyó el ruido de unos neumáticos sobre la tierra tras ellos y todos se dispersaron entre los árboles que jalonaban el camino y que llevaban al bosque que se extendía detrás de la casa.

Otra camioneta apareció en el camino y se detuvo al llegar delante de la casa. El conductor, un joven indio, miró perplejo la otra camioneta que había aparcada delante de la suya. Avanzó muy despacio, frenó y apagó el motor. Salió del vehículo observando la otra camioneta como si fuera un OVNI o una manifestación igualmente extraña que no perteneciera a aquel lugar.

Se acercó a la escalera de entrada y abrió la puerta exterior, cuyos goznes gimieron. Las risas del interior cesaron. Los miembros de la manada se ocultaron entre los matorrales, esperando a ver lo que ocurría a continuación.

El hombre abrió la puerta principal y entró en la casa. Pocos momentos más tarde, escucharon un grito.

—¡Oye! ¡Esa es mi mujer! ¿Y tú quién demonios eres?

La puerta trasera se abrió bruscamente y Pie Velludo bajó de un salto los escalones tratando de ponerse los pantalones. No llevaba nada más, ni siquiera una camiseta. Se reía con ganas mientras avanzaba a trancas y barrancas subiéndose los pantalones.

Una mujer india, cubierta sólo con una sábana, asomó la cabeza por una ventana próxima. Parecía enfurecida.

—¡Vuelve aquí, bastardo! ¡Dijiste que no le tenías miedo a Scott!

El hombre que acababa de entrar en la casa, presumiblemente el citado Scott, salió por la puerta trasera y le arrojó una botella de cerveza al cada vez más alejado Pie Velludo. Le dio en la cabeza y se hizo añicos. Pie Velludo se detuvo un instante y lamió la espuma junto con algunos fragmentos de cristal antes de seguir corriendo como alma que lleva el diablo hacia su camioneta.

Ojo de Tormenta salió del bosque y lo interceptó antes de que pudiera llegar al vehículo. Pie Velludo se detuvo bruscamente, con una expresión de sorpresa genuina en el rostro.

—¡Oh, mierda! —exclamó—.
¡Hi ho
Manada del Río de Plata!

Se volvió y salió corriendo hacia los bosques que se extendían al otro lado.

Los lobos se precipitaron tras el Rabagash.

Scott quedó paralizado por el terror al ver la manada, regresó al interior de la casa y cerró dando un portazo. La mujer empezó a chillar.

—¡Scott! ¡Oh dios mío, Scott! ¡Hay lobos en el patio!

La manada los ignoró. Pie Velludo había llegado a los bosques y estaba demostrando bastante destreza saltando sobre raíces y ramas. Los Garou agacharon la cabeza y apretaron el paso, decididos no volver a perder a su presa.

John tiritaba, un carámbano de cuatro patas. Ya no sentía demasiado dolor. La herida se había cerrado al fin, pero sólo después de que hubiera perdido un montón de sangre. El frío le había privado de toda sensación salvo un creciente entumecimiento. Ni siquiera sentía el movimiento de sus piernas, pero veía cómo daban un paso tras otro. Se preguntó dónde encontraban la voluntad de seguir adelante; no creía que le quedara energía suficiente para ordenarlas que se detuvieran.

Tropezó con algo que ocultaba la nieve y estuvo a punto de caer de bruces. Sólo un cambio instintivo de su centro de gravedad le permitió guardar el equilibrio y quedar a cuatro patas. Bajó la mirada. Había delante de sí un cadáver de ciervo, cuya sangre sobre la nieve estaba casi seca. Lanzó un aullido de alivio y bajó el hocico para morder la fría pero buena carne.

El ciervo movió la cabeza de repente y clavó sus ojos en los de John. Éste se detuvo, estupefacto. ¿Cómo podía seguir vivo?

Wendigo
, dijo el ciervo en la lengua de los espíritus. John no conocía aquella lengua pero de alguna manera comprendió lo que quería decir la criatura.
No puedes tocar mi carne. Sólo aquellos que se lo ganan en una cacería sagrada pueden obtener mi poder. Vete y deja mi cuerpo entero
.

John se quedó mirando a la criatura, indeciso. Su hambre era casi una cosa viviente que tiraba de él, que lo instaba a morder la carne que tenía delante. Se le hacía la boca agua con solo pensarlo y sus instintos lupinos se debatían en su mente insensible, suplicándole que ignorara la orden del espíritu.

Te lo ruego, oh espíritu ciervo
, dijo John en la lengua de los lobos,
me muero de hambre. Dame tu carne y después haré lo que quieras
.

El ciervo no respondió. John lo olisqueó y comprobó que estaba realmente muerto. Soltó un gemido y retrocedió unos pasos y a continuación volvió a acercarse y husmeó la carne…

Si no como pronto, moriré. Seguramente el espíritu lo comprenderá y no me hará responsable
. Pero John conocía las historias de su pueblo, que le habían contado su abuela y los Galliard Garou. Sólo aquellos que mataban a sus presas de manera respetuosa tenían derecho a comer su carne. Violar el pacto establecido entre los Garou y los Ancestros Animales era condenar a todos los Garou al hambre.

John inclinó la cabeza y se dejó caer al suelo.
Respetaré los deseos del espíritu para preservar los lazos entre mi pueblo y el suyo. Moriré aquí pero mi pueblo perdurará
.

Cerró los ojos y no sintió nada más.

Cuando volvió a abrirlos, captó el olor de la madera quemada y la luz reflejada sobre la nieve que lo rodeaba. Levantó débilmente la cabeza y vio una buena fogata con un espetón que daba vueltas sobre el fuego, mecido por un suave viento. El cadáver del ciervo estaba asándose allí. La humeante grasa caía sobre las llamas, despidiendo chispas en todas direcciones. Volvió a gemir. El hambre era demasiado intensa.

Come
, dijo una voz profunda y llena de matices.

John no titubeó. Se arrastró hasta la fogata y sacó el espetón de su estructura. El cadáver cayó al suelo y se arrojó sobre él. Devoró ansiosamente la carne caliente y suculenta. No le importaba quién había hablado. Sólo sabía que debía alimentarse y que aquella era la mejor comida que había tomado en toda su vida.

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