Zombie Planet (11 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Tenía que tratarse de la misma inteligencia, del mismo espíritu. El fantasma que el Zarevich quería contactar con tanta desesperación tenía que ser la cosa que había salvado la ciudad de Nueva York de la horrible venganza final de Gary. Cuando llegó, Ayaan miró en derredor del búnker y vio por primera vez lo que le habían obligado a hacer, y se le puso la piel de gallina.

—Basta. Sálvala y haré lo que el muchacho quiera —había dicho el fantasma. Su cara se vino abajo, no con el letargo de los no muertos, sino con genuina tristeza—. Dile que me tiene. ¡Ve y díselo ahora! —Con sus manos temporales el fantasma había tirado la mesa del búnker, reduciendo a escombros una de las sillas. Ayaan había sentido miedo, verdadero miedo de que buscara vengarse de ella por lo que había hecho.

Si estaba planeando vengarse, se estaba tomando su tiempo.

—Éste es el amigo de nuestro bien amado líder. El fantasma —le dijo el espectro de verde una semana después en el comedor de oficiales en el carguero de residuos nucleares
Pinega
. Ella levantó la vista y el recuerdo se evaporó de su mente. Él agitó unos cuantos dedos huesudos hacia la cosa en el bote—. Lo hemos sacado de su cuerpo prestado y le hemos permitido ocupar este vehículo porque es más sencillo de vigilar. Tenemos que tomar las medidas necesarias para asegurarnos de que no se nos escapa otra vez. Ha demostrado ser de lo más escurridizo. Supuestamente hay algo que quiere decirte a ti.

—A mí —dijo Ayaan, frotándose las manos, súbitamente húmedas, en los pantalones—. Bueno, imagino que tiene sentido. Mmm. Hola —intentó.

Ni el cerebro ni la momia hicieron el mínimo movimiento. En el otro extremo de la habitación, Cicatrix dejó la revista a un lado para observar. El espectro vestido de verde se puso en pie y fue hasta el abrevadero de hielo en el que Ayaan había descargado su macabra carga. Sin delicadeza alguna, escarbó en la carne con huesos que había en el comedero como un animal hambriento. Entre mordiscos logró decir:

—Dice que quiere que sepas que no hay resentimiento por su parte. Él hubiera hecho lo mismo en tu posición.

—Eso es… Quiero decir… Dile que le agradezco su… su…

—«Magnanimidad» es la palabra que se te escapa. —El espectro se limpió la sangre de las mejillas y los labios con una servilleta de seda—. Puede oírte, sabes. No tengo que traducirlo para él.

Ayaan asintió.

—Entonces, bueno, gracias. Y lo siento. Lo siento de veras.

—Tiene algo más para ti: un mensaje. No puedo decir que lo entienda. Dice que ella está bien y más cerca de tu corazón que nunca.

—¿«Ella»? —preguntó Ayaan.

—Eso es lo que él ha dicho. Yo mismo lo entiendo a duras penas. No me dejaré liar y le haré veinte preguntas sólo para saciar tu curiosidad. Si he de hacer una suposición, yo diría que se refería a su amiga la momia. Vuelve al trabajo.

Ayaan asintió y se retiró de la habitación. Pensando un momento había respondido a su propia pregunta y no le apetecía compartir la respuesta. La «ella» del mensaje no era la momia, eso lo había captado a la primera. Tenía que tratarse de Sarah. La otra declaración del cerebro no era tan fácil de descifrar. Si hubiera dicho que Ayaan estaba más cerca que nunca del corazón de Sarah, habría tenido todo el sentido del mundo. Cabía la posibilidad de que el fantasma no dominara las sutilezas de la lengua inglesa.

Aunque no lo creía. Tenía la impresión de que el fantasma sabía perfectamente lo que estaba diciendo. Sarah estaba más cerca del corazón de Ayaan: ¿Quería decir…? ¿Podía significar que Sarah estaba en los alrededores? ¿Físicamente cerca del corazón de Ayaan? Pero ¿cómo? Y, más importante, ¿por qué?

¿Podía confiar en el cerebro? ¿Podía estar mintiéndole? Al final, concluyó que no importaba. A fin de cuentas, tenía un motín que poner en marcha y habría bajas. Si el cerebro o la momia que se encargaba de él se interponían en su camino, no la detendrían.

Su trabajo la llevó de nuevo a los quirófanos de popa. Por el camino rodeó la superestructura trasera, una estructura de cuatro pisos que daba paso a un espacioso conjunto de camarotes de oficiales con una vista magnífica del océano que los rodeaba. Sólo la torre del radar era más alta. Había un motivo para situar los camarotes de los oficiales tan elevados: mantener al personal más importante del barco tan lejos como fuera posible de las barras de combustible agotadas de los compartimentos de delante. A los
liches
poco les molestaba la radiactividad del barco, de hecho, seguramente les sentaba bien, ya que esterilizaría su carne pútrida de microbios y ralentizaría su deterioro. Se habían quedado con la torre sólo porque les brindaba las mejores vistas, o eso tenía entendido ella.

En el piso más bajo de la torre, Ayaan pasó al lado de los fanáticos que había visto anteriormente poniendo una segunda capa de pintura marina. No la miraron ni de refilón.

No tenían por qué. Uno de ellos, un viejo con acento ruso pero con los rasgos asiáticos de un siberiano, se puso en pie sujetándose la espalda con una mano y se internó en la oscuridad de la entrada de la torre. Ayaan atravesó la escotilla, después volvió sobre sus pasos una vez que estuvo fuera de la vista de los fanáticos y se metió en una salida de emergencia. El siberiano estaba ocupado en la oscuridad, metiendo trozos de un trapo destrozado y manchado de pintura en una escotilla cerca del suelo. Ayaan se agachó para ayudarlo.

—Ya sabes la señal que estamos buscando —le dijo ella.

Él no asintió. No dejó de hacer lo que estaba haciendo. En otro universo, había sido bibliotecario, uno bueno, y homosexual no reconocido. Su compañero, un coronel de las Fuerzas Aéreas rusas, lo había convencido para unirse al Zarevich. De hecho, él había sido uno de los reclutas más fervorosos cuando tuvo lugar el primer llamamiento. Le juró por lo más sagrado que no serían perseguidos en esa nueva vida, y para ser justos, no lo habían sido. Cuando los
liches
se llevaron al coronel para satisfacer sus apetitos, no habían tenido en cuenta su orientación sexual. Eran devoradores que ofrecían igualdad de oportunidades.

—Cuando todos estén dentro, prendes el fuego —repitió Ayaan por si acaso. La única manera de llevar a cabo aquello era con una coordinación perfecta. Y aun así le haría falta un buen golpe de suerte.

Sería imposible instigar una revolución en el
Pinega
, lo sabía. Había demasiados creyentes en el barco y más que demasiados cadáveres animados. Sin embargo, con la ayuda de su amigo en la sala de navegación, había descubierto un modo de reducir esa cifra a la mitad. Cuando los soviéticos fabricaron el transporte para residuos nucleares habían introducido una particularidad en las bodegas. Activando ciertos mandos, cualquiera podía abrir las escotillas del fondo del barco; se trataba de escotillas pensadas para tirar los residuos al océano. En el pasado, la práctica habitual del barco consistía en llevar las barras de combustible, los generadores radiotérmicos y el uranio empobrecido a aguas internacionales y dejarlos caer sin más. Según el informante de Ayaan, nunca había existido una instalación para contenedores cerca del Polo Norte, hubiera sido prohibitivamente caro construir una cosa así, al menos comparado con el coste de tirarlo en mar abierto. Los burócratas arruinados del fin del imperio soviético no se preocupaban mucho por el Tribunal Internacional del Derecho del Mar, y aún menos por Greenpeace.

Ahora, si Ayaan conseguía abrir esas escotillas, los no muertos almacenados en esos compartimentos serían arrastrados por la corriente igual que los residuos tóxicos. Las cálidas aguas del Mediterráneo no los matarían, pero no le importaba. Podían merodear por el fondo del mar para siempre, trinchando los peces que fueran lo bastante idiotas para acercarse a sus afilados antebrazos. Tenía problemas más importantes de los que ocuparse, a saber: los
liches
. Tan pronto como se dieran cuenta de que estaba sucediendo algo se replegarían en su torre. El espectro de verde podía matar a distancia. Otros
liches
podían volver sus poderes contra Ayaan y su minúsculo grupo de rebeldes.

Sin embargo, si prendían fuego a la torre una vez estuvieran dentro, ella suponía que estarían demasiado distraídos para ofrecer mucha resistencia. El médico, que tenía acceso a sierras para hueso, hachas de incendio y martillos (su cirugía no era precisa ni delicada), detendría a cualquiera que intentara escapar de la torre, o cualquier vivo que tratara de rescatar a los
liches
. Llevaría algún tiempo quemar la torre, pero el arduo trabajo del siberiano ocultando materiales inflamables en sus varios recovecos y ranuras harían que la fogata arrancara con fuerza.

El Zarevich vivía en un camarote de lujo en la cuarta planta. Sería el último en ser incinerado, lo cual era un poco arriesgado. Le dejaría tiempo para darse cuenta de lo que estaba pasando y quizá hacer algo al respecto.

Otro riesgo era que no tenía forma de apagar el incendio una vez comenzase. El
Pinega
tenía un casco de acero, pero gran parte de las instalaciones interiores eran de madera. Años atrás había contado con un sistema de aspersores antiincendio y numerosos extintores, pero no se podía contar con que nada de ese equipamiento funcionara después de tanto tiempo.

Por otra parte estaba la cuestión de qué harían los vivos creyentes, los fanáticos que adoraban al Zarevich, una vez se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Ayaan esperaba que atendieran a razones. Con el Zarevich muerto carecerían de líder y su poder se reduciría notablemente. Si la colgaban del penol, bueno, al menos habría librado al resto del mundo de lo que fuera que el Zarevich tenía previsto para su barco de imbéciles.

Sólo tenía una certeza: ésa era la mejor ocasión que se le iba a presentar. El Zarevich estaba entregado a algún otro plan desconocido. La captura del fantasma había puesto toda su operación en marcha. Para cuando llegaran a tierra firme sería demasiado tarde para detenerlo. Tenía que actuar verdaderamente rápido o perdería esa oportunidad para siempre.

—Vuelve a tu puesto o alguien se dará cuenta —le dijo el siberiano. Él nunca la miraba a los ojos. Había vivido como gay bajo el gobierno soviético el tiempo suficiente para saber cómo se hacían esas cosas. Había sido entrenado por los mejores: el KGB. Bajo su omnipresente mirada, para poder tener una vida amorosa se había convertido en un genio de la conspiración.

Ayaan tenía poca experiencia en conspiraciones y estratagemas. Ella siempre había creído que el Avtomat Kalashnikova modelo 1947 era la respuesta a todas las preguntas que la vida planteaba. Estaba aprendiendo mucho. La navegante, el siberiano, el médico cortando manos en la popa: todos habían sido agentes secretos desde el principio. Pero ellos también la necesitaban. Ninguno de ellos hubiera actuado jamás en solitario. El poder del Zarevich parecía demasiado grande, demasiado dominante. Necesitaban el liderazgo de Ayaan.

Salió de la torre y regresó hacia la popa, de vuelta a sus tareas oficiales. Cuando llegara el momento, sabía que estaría preparada. No tenía alternativa.

Capítulo 15

Sarah limpió el interior de uno de los cubos que habían utilizado para recoger lluvia. Como siempre, una gaviota había cagado dentro: los pájaros confundían los recipientes blancos con lavabos públicos. Sarah nunca había creído que fuera capaz de aprender a odiar tanto a los animales vivos.

El remolcador se bamboleó y se golpeó en la borda con la cadera. Sucedía con tanta frecuencia que le estaban empezando a salir callos. Había aprendido a no utilizar las manos para tratar de estabilizarse cuando intentó, en una ocasión, atar un cabo en el timón y sintió cómo se le abrasaba la piel de las palmas de las manos. El remolcador no estaba diseñado para el tipo de oleaje que tenía el Mediterráneo. Sarah no comprendía cómo se mantenían a flote en océano abierto. Suponía que podía atribuirlo a la experiencia náutica de Osman, y al hecho de que todavía les quedaba enfrentarse a una tormenta de verdad.

Al menos estaba superando el mareo. En tanto en cuanto no tuviera que ir a proa y aspirar el olor a gasóleo (o peor, la combustión caliente de hidrocarburo), sólo se sentía un poco mareada. Descompuesta, quizá. Como si algo líquido y extremadamente asqueroso estuviera revolcándose en su estómago vacío, pero al menos no intentaba salir demasiado a menudo.

Limpió el último cubo con un trapo sucio y se dirigió a la parte de delante, hacia la proa donde Ptolemy estaba sentado en una perfecta posición de loto, disfrutando ostensiblemente de la brisa salada. Tocó la piedra de talco. A pesar de que él estaba de espaldas, ese mínimo contacto bastaba para atraer su atención.

—¿Fuiste marinero en tu vida anterior? —le preguntó.

todo el mundo era marinero en ese tiempo dorado en Canopus ellos mar decir época Canopus era desierto un marinero ellos tiempo decir que el desierto todos quienes Canopus viven en el desierto marinero soñar con el mar

Como siempre, ella entendía tal vez el diez por ciento de lo que él quería decir.

—Canopus es parte de tu nombre. Ptolemaeus es la forma romana de Ptolemy. —Jack se lo había explicado—. Ptolemy era uno de los generales de Alejandro Magno y tomó Egipto, quitándoselo a los faraones. Tú eras descendiente suyo. —Ptolemy asintió—. Y por otro lado Canopus… ¿como la estrella? —preguntó ella—. ¿Y esas… cómo las llamáis? Canopes. Los vasos en los que ponen vuestros órganos internos.

Él asintió.

ambos

Bueno, por lo menos eso tenía algo de sentido. Luego tuvo que echarlo a perder cuando continuó hablando.

él ahogarse era troya menelao timonel, un marinero de ciudad más allá ahogar comparar ellos decir que una ciudad hundida para él una ciudad que el timonel hundió menelao él contemplar la ciudad helena ciudad de troya un marinero ellos dicen.

En su agotado estado era demasiado. Sarah soltó la piedra de talco.

—Sí, bueno —dijo ella, las palabras salieron como si su desayuno también estuviera a punto de hacerlo—, disfruta del viaje, o lo que sea. No te levantes y no trabajes ni hagas nada.

Eso no era justo en absoluto. Ptolemy hacía gran parte del trabajo verdaderamente físico, todo el trabajo pesado, y mantenía el rumbo del remolcador por la noche, mientras ella y Osman dormían. Al piloto vivo no le gustaba nada el arreglo, nunca confiaría en una cosa muerta, pero no tenía alternativa. Si querían alcanzar a los rusos no podían atracar cada noche.

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