Zombie Planet (12 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

—Sarah —la llamó Osman, un poco emocionado, quizá—, tienes que ver esto.

Ella recorrió con cuidado el camino por detrás del timón del pequeño remolcador y se asomó a la cabina. Osman estaba de pie con las piernas separadas, con una mano acariciaba el timón. Él no bajó la vista al radar más que para señalarlo con la barbilla. Sus ojos estaban ocupados rastreando el horizonte.

Si necesitabas saber qué barco debías utilizar en una misión de rescate, Osman era el hombre al que preguntárselo. Había pasado por la mayoría de las embarcaciones supervivientes que habían encontrado en las bahías y puertos de Chipre: una tenía un mal rendimiento de motor, las velas de otra eran sólo para mirar. Finalmente había tenido que decidirse entre un yate de recreo de setenta y cinco metros con suntuosos camarotes bajo cubierta o un remolcador que había estado en el dique seco durante doce años. Eligió el remolcador.

Tenía una inmensa reserva de combustible, para empezar. Estaba diseñado para arrastrar petroleros a través del Canal de Suez. Sin nada que atoar podía navegar para siempre (o casi) con un solo depósito. Además tenía una torre de radar mucho más alta que su propia eslora. Requería un instrumental de navegación industrial para atravesar las estrechas esclusas del viejo canal. Sarah necesitaba instrumental industrial si aspiraba a encontrar algún día a los rusos en medio de uno de los mares más grandes del mundo.

En el astillero, Osman había llevado a cabo innumerables comprobaciones en el equipo de radar del remolcador. Milagro de los milagros, todavía funcionaba. Ahora Sarah bajó la vista y vio el pitido que había captado la atención de Osman. A sus ojos, parecía una mancha brillante de mierda de pájaro.

—¿Cómo sabemos que no es una isla o un madero flotante?

—Porque, pequeña, sé distinguir entre un radar y una lata con una cuerda. Un moco de este tamaño ya era raro en la época dorada. Ahora significa sólo una cosa: una embarcación de al menos cien metros de largo.

Eso era mucho más grande que el remolcador. Bueno, tampoco era una sorpresa.

—¿A qué distancia?

—Lo veremos en un momento. Será mejor que pongas a tu novio fuera de la vista. Sabemos que a esta gente no le preocupan las momias.

Sarah comprendió. Tocó la piedra de talco y le pidió a Ptolemy que fuera bajo cubierta, sólo por si alguien los estaba vigilando en ese momento. La momia obedeció sin rechistar. Osman cogió el timón con ambas manos y ajustó su rumbo un pelo.

—¿Lo ves? —preguntó él.

Ella sabía que no le estaba preguntando si podía ver algo físicamente. Sarah clavó la vista más allá de la proa, tratando de ignorar el aleteo de la lona de las velas de popa, permitiendo que sus ojos enfocaran las olas que subían y bajaban a lo lejos, la ocasional franja de espuma que forma el oleaje.

—Nada —dijo ella. Allí fuera no había energía, ni viva ni muerta. Supuso que probablemente habría algún pez, pero que el agua bloqueaba su sentido especial.

Osman se limitó a asentir. Sarah imaginó que él había clavado la vista sobre suficientes mares vacíos en su vida para saber distinguir cuándo estaba a punto de aparecer algo. No pronunció palabra, no se movió, no respiró, por lo que ella podía ver. Y entonces…

No. No era nada, un engaño de la luz. Habría jurado que había algo y luego había desaparecido sin más.

—Tal vez una ballena —dijo ella, pensando que se habría sumergido al verlos.

—Una mierda —replicó Osman, y aceleró un poco. Levantó el auricular de la radio del remolque y presionó el botón—. Eh —dijo—. Eh, por aquí estamos vivos. No estamos muertos. —Repitió ese mensaje en árabe, en persa, en griego.

Sarah se dio media vuelta, sus ojos estaban vidriosos por la visión del interminable mar en constante movimiento, y se encontró a sí misma mirando un periscopio. Se cayó de espaldas contra el timón del remolcador, pero Osman lo cogió antes de que ella pudiera desviar el curso.

—Submarino —dijo ella cuando hubo recuperado el aliento.

Emergió en medio de un gran balanceo del mar, una bullente explosión blanca que agitó el remolcador como un cubo de hielo en una batidora. El agua marina saltó por encima de la borda y salpicó los pies descalzos de Sarah.

Sobre las olas el submarino hacía minúsculo al remolcador, su enorme lateral curvo y negro chorreaba agua y brillaba a la luz del sol. Sobre la cubierta vieron lo que parecía una extensión de paneles fotovoltaicos y una pesada ametralladora sobre un soporte giratorio. Su cañón no les apuntaba. Algo envuelto en lona, de aproximadamente la mitad de tamaño de un ser humano, estaba atado a la cubierta con gruesos cabos. Lanzaba una corriente continua de agua mientras el submarino se balanceaba bajo el sol.

Una escotilla en el puente se abrió y una mujer blanca con cabello rubio y un traje mojado salió a la oscilante cubierta. Se balanceaba con el movimiento del submarino como si sus pies estuvieran clavados.

—¡Hola! —gritó a menos de diez metros de donde estaba el remolcador. Tenía una pistola en el cinturón.

—¡Hola! —respondió Sarah—. Lo… siento. No eres la mujer que estoy buscando.

La mujer habló en inglés con acento escandinavo.

—Eso depende —repuso ella, su cara era la imagen de la consternación—. ¿Tu nombre es Sarah?

Capítulo 16

Ayaan sumergió la esponja en la bañera sucia y luego la atrapó entre las manos para que no goteara. Los
liches
del comedor de oficiales eran muy peculiares respecto a sus ventanas. Había pocas distracciones disponibles a bordo para ellos, aquellos que podían leer ya se habían leído las escasas revistas y los pocos libros que había abandonado la tripulación anterior. Mirar las olas no era precisamente la cima de la emoción, pero tenía un poder hipnótico, sobre todo a la hora del crepúsculo. El
lich
peludo, el que Ayaan había empezado a pensar que era un hombrelobo, podía quedarse de pie al lado de la ventana durante días seguidos. Al parecer estar muerto cambiaba la química del cerebro, restaba la ansiedad por el paso del tiempo, por la pérdida de la vida. Naturalmente, quizá sólo se trataba de que los
liches
eran funcionalmente inmortales. Ayaan estaba segura de que si supiera que tenía siglos, milenios por delante, ella misma también tendría mucha menos urgencia por
carpe
cada
diem.

—Mirad, Amanita ha salido a tomar un poco el sol —dijo el hombrelobo. Su voz estaba amortiguada y distorsionada: los extraños brotes de pelo rodeaban todos sus orificios, su lengua estaba recubierta de lo que parecía fieltro empapado; pero Ayaan comprendía su primario inglés. Junto con los otros
liches
de la habitación se acercó hacia donde él apuntaba; su dedo peludo impregnó el cristal de grasa. Ayaan gruñó para sus adentros: tendría que limpiar esa mancha.

Amanita, la criatura a la que el hombrelobo se refería, era un tema frecuente de conversación entre los creyentes, pero Ayaan no la había visto nunca antes. Según recordaba, había visto una gran profusión de hongos y pedos de lobo en la refinería en Chipre, así que ella debió de acercarse mucho a la teniente más experimentada del Zarevich. No obstante, no estaba preparada para lo que vio por la ventana. En lo alto de la torre donde los
liches
tenían su campamento base, Amanita estaba desnuda al sol, quizá alcanzaba los dos metros y medio de altura. No hacía intento alguno de cubrir sus genitales, pero realmente tampoco lo necesitaba. Una gruesa capa fúngica cubría cada centímetro cuadrado de su piel. Un largo y filamentoso micelio blanqueaba su pelo a la vez que sus hombros y su espalda estaban salpicados de chytridos amarillos. Un oscuro y peludo mildéu colgaba de sus pechos, mientras que hileras de brillantes orejas de Judas naranjas rodeaban su hinchado abdomen y el moho goteaba desde sus dedos.

Decían que tenía el poder de hacer brotar semillas de la tierra, de hacer a las enredaderas cubrir la tundra siberiana. Tenía una mano definitiva para las plantas, podía hacer que cualquier planta en estado vegetativo floreciera, ya fuera una semilla seca o una espora cristalizada o un rizoma medio roído todavía enterrado en el suelo. Decían que había salvado a pueblos enteros de la hambruna después de que los necrófagos de hambre insaciable devoraran todas sus cosechas. Sin embargo, su verdadero amor no eran las cosas verdes, sino las plagas, la putrefacción y los mohos, en particular los hongos. El nombre que había escogido sonaba lo bastante bonito. Era el nombre en latín para el hongo comúnmente llamado «el ángel destructor».

Qué estaría haciendo en lo alto de la torre era algo que todos ignoraban.

—Me pregunto si esto tiene algo que ver con tu amiga —dijo el espectro de verde, dándose media vuelta para mirar directamente a Ayaan.

Ayaan sujetó la esponja entre las manos con cuidado para que no mojara el suelo. Trató de aparentar que no sabía a qué se refería. No le costó: no lo sabía.

—Ya sabes, la chica. La chica de la pasarela de mando. Creo que es una de los navegantes. ¿Ella no es una de tus compañeras conspiradoras? —El espectro verde sonrió, su piel disecada se tensó blanquecina sobre las afiladas mandíbulas.

Ayaan tiró la esponja y echó a correr. Esperaba sentir sus poderosas, envolventes y gélidas cadenas alrededor de su corazón en cualquier momento mientras bajaba la escalera a trompicones, descendiendo hacia la cubierta de proa. Sólo trataba de huir de él. Extrañamente, la dejó marchar.

Entró a la carrera en cubierta, esquivando fuegos para cocinar y cabestrantes. Vio a Least más adelante y supo que tendría que evitarlo. Más allá no tenía plan. ¿Qué estaba haciendo? Seguía saltando arriba y abajo. Toda la cubierta vibraba mientras él chocaba contra ella una y otra vez. Ocultándose tras un enorme noray, echó un vistazo para ver qué se traía Least entre manos. Estaba intentando tocar el extremo de la grúa principal del barco, una enorme y extensa botavara que se cernía sobre la mitad de la cubierta. Algo colgaba del extremo de la grúa, un trozo de carne sangrienta o…

Era la chica turca, naturalmente. Ayaan tragó saliva, horrorizada. Le habían cortado las muñecas y los tobillos, la habían agujereado para que su sangre manara a borbotones por todo el cuerpo, pero no la habían matado. Todavía se movía, un espasmo allí, una contracción allá, entre largas pausas para descansar y recuperar la poca fuerza que le quedaba. Todavía estaba viva.

Exactamente como Least la quería.

Ayaan se abofeteó ambas mejillas para intentar que su sangre circulara de nuevo y apresurarse a la popa. Aún había una posibilidad, una posibilidad de hacer algo bueno. Sin la chica en la pasarela de mando no podrían abrir las escotillas de los compartimentos inferiores, no podrían tirar al agua al ejército de no muertos del Zarevich. Todavía podían… el incendio…

Ayaan nunca había sabido el nombre de la chica. Había sido a propósito; en caso de que alguno de ellos fuera capturado no podía delatar a los otros. Ahora parecía sencillamente horrible. Había hecho que torturaran a la chica hasta la muerte, bien podría habérsela echado de comer a ese bruto ella misma, y ¿para qué? Para… Ayaan se detuvo. Todos los
liches
seguían en la superestructura, en el comedor que ella acababa de abandonar, pero el Zarevich y Amanita estaban en la torre. Si los
liches
sabían lo de la chica, seguramente sabían lo del siberiano y el plan para incendiar la torre. Podían atraparla en cualquier momento, podían matarla desde lejos. No obstante, si actuaba lo bastante deprisa, si no se paraba a pensar, tal vez podría vender cara su vida.

Él estaba allí, el siberiano, de pie fuera de la torre cuando ella se aproximó. Allí de pie sin más, esperando a que ella llegara y le dijera qué hacer. Ella aceleró agitando las manos y gritándole, sin importarle quién pudiera oírla, chillándole que prendiera el fuego, pero él siguió allí sin más, mirándola, su cara exenta de emoción.

Se acercó lo suficiente para tocarlo, pero no lo hizo. Sabía que algo iba mal. Él abrió la boca para hablar y entonces empezó a toser, con espasmos horribles, con arcadas, ahogándose y escupiendo. Salieron oscuras nubes de esporas de su boca que mancharon la ropa de Ayaan allí donde la salpicaron. La brisa marina arrastró el resto y se las llevó flotando sobre el océano. La piel del siberiano se oscureció, comenzó a ponerse azul. No de anoxia, aunque claramente se estaba asfixiando. Era un asqueroso tipo de moho, como la penicilina que crece en el pan, lo que estaba cambiando el color de su piel. Se apoderó de él por completo, el tizne seco descendía de sus lagrimales, un moho peludo brotaba de sus orejas, de su nariz. Murió antes de tocar el suelo.

Cicatrix salió de la entrada a nivel de cubierta de la torre. Tenía al médico, el cirujano de las manos de popa, con una correa de verdad atada a un collar de perro alrededor de su cuello.

—Dile lo que le has hecho —ordenó Cicatrix, y obligó al hombre a arrodillarse.

Él tartamudeó y lloró e intentó mirar a Ayaan, pero no pudo, no tenía fuerzas.

—¡Díselo! —chilló Cicatrix, y pateó al hombre en las costillas.

—Para. Sé lo que ha hecho —le dijo Ayaan. Claramente él había desvelado sus secretos. Había desvelado su gran complot. Tampoco podía culparlo. Tenía una herida mal suturada en el extremo de su brazo derecho, donde antes tenía la mano. Probablemente les había suplicado que le dejaran la izquierda intacta. Ayaan se preguntó si les había contado cuántos huesos tenía su mano, cuántos músculos.

Una oleada de asco hacia el hombre vencido ascendió por sus entrañas, floreció en su garganta. Él debería haber muerto, debería haberse tirado por la borda antes de confesar. Era lo que ella se hubiera exigido a sí misma. Intentó decirse a sí misma que la amenaza de la muerte forzaría a ese hombre a hacer cualquier cosa; cualquier cosa por sobrevivir. No era precisamente la única perspectiva. Al menos no era la suya. Ayaan había crecido escuchando historias de mártires gloriosos, de aquellos que cambiaban sus vidas terrenales por un bien mayor. Era lo suficiente adulta para seguir creyendo en eso, pero supuso que nunca sentiría verdadera empatía por un cobarde de esa calaña.

Se le llenó la boca. Le escupió.

—Me has pillado —le dijo a Cicatrix—. No me voy a disculpar. De mujer viva a mujer viva lo único que pido es una muerte limpia.

Cicatrix le sonrió.

—Era un plan inteligente —dijo ella, ignorando la petición de Ayaan—. Hemos hablado de ello, todo el día, el Zarevich y yo. Nos ha impresionado y entretenido bastante.

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